domingo, 24 de octubre de 2010

Manitos, manitas




Manitos de plata

No reveló nunca su verdadero nombre. Apareció así como así, de la nada, en un tris, con su lobanillo afrentoso y sus manitos inquietas. Transpiraba un talante místico y furtivo, cual prófugo de jugarretas ardientes, cual peregrino carente de documentación refrendada, cual nómada asimilado desde genealogías anfibias. Total, con su sola calidad de santidades anónimas le bastaba y le sobraba.


Yo me la pasaba durante esos arenosos lapsos apoltronado en mi catatonia y en mi desnudez untada del cerote de varias lunas frente a la entrada de la Laguna del Pueblo. Un sinfín de mortales me observaba al pasarme por enfrente, bosquejando el mismo pensamiento: “Otro loco de carretera más”. Las muchachonas vivarachas me dispensaban requiebros y risitas al notar mi miembro de africano en primavera. Las viejorras gruñían y clamaban el auxilio de la autoridad para expulsar de allí mi exhibicionismo a la vista de todo el mundanal, o al menos por la caridad de mandarme a cubrir los pudores.

Una mañana calurosa de agosto lo vi emplazarse al otro lado de la maltrecha vereda, encaramándose encima de un huacal color de humaredas. Sus bucles trigueños rebotaban alegremente al compás de una luz cabal, a diferencia de mis intrincados tirabuzones de rastafarian cedulado. La ventolera le soliviantaba una especie de camisola hindú, confeccionada con un lino basto llegándole hasta casi la mitad de unos pantalones que habían conocido un azul redondo hacía ya muchas pero muchas jornadas. Yo lo observaba todo, como de costumbre, sin mover ni una molécula bajo la frondosidad de mi reincidente mata de mango y con siete ronchas de  inmundicias recubriéndome el carapacho.

Su perorata se estrenó con una contundencia que repercutía en el ajado asfalto como artillerías llamando a batirse por Troyas y Termópilas de mitología.

—Temblad, impíos. Vuestra hora ha sonado. Bien lo sentenció Jeremías en su oráculo, capítulo cuatro, versículo siete. Léanlo si no me creen, ¡ay canastos!: “El león ha salido de su cubil; el devorador de pueblos está en marcha; ha salido de su tierra para devastar la tuya y destruir tus ciudades hasta no dejar en ellas morador. Vestíos, pues, de saco, llorad y lamentaos: No se ha apartado, no, de nosotros, la ira de Yavé”.

Algún transeúnte se detuvo a escuchar. Unas doñitas canosas parecían admirar su desfachatez amolada al enarbolar una agrietada biblia. Manadas de rencos, tullidos, espaletaos, bizcos, tuertorros y demás damnificados de la vida comenzaron a irrumpir, implorando sanaciones. Las multitudes brotaron como el moho recubriendo mis rulos de locario momificado. Las palomas y torditos cesaron de cagarme yéndose a sobrevolarle, más bien, los entusiasmos a la feligresía del hombre de las manitos. Hasta los guau guaus se olvidaron de mearme para velarle las sobras al desbordamiento de chicheros, perrocalenteros, cotuferos, heladeros y fritangueros venidos desde Las Garcitas, Las Babas, El Verguero y aún desde más allá de los allases. En la desnudez de mi paralización llegué a sentirme como un Francisco de Miranda que, en lugar de protestar “¡Bochinche, bochinche!”, bramara catatónicamente “¡Rebusque, rebusque!”

Los fieles atesoraron recursos y le erigieron una carpa de cirquero. Desde adentro del encerado tronaban los cánticos, los ensalmes y los vítores al verificarse una cura. “¡Aleluya!”, gritaban en las mañanas. “¡Gloria a Dios!”, se escuchaba en las tardes. “¡Hosanna!”, entonaban en las noches. La afluencia no mermaba. El hombre de las manitos era un ánima del Pica Pica en vivo, aquí y ahora. El portentoso sanador del lobanillo afrentoso era un ánima del Taguapire a la carta. Tanta gente entrando al enorme toldo y nadie se preguntaba por qué no me curaba, a mí, de mi tiesura pornográfica. Probablemente era menester transportarme hasta sus predios, por mis propios pasos. O a lo mejor resultaba que todos, incluyéndolo, me confundían con una estatua de salmuera.

A las mujeres de cualquier laya las obligaban a llegar descalzas luciendo un sayón color de nubarrones ilegales, como si vinieran a pagarle promesas a un Nazareno patrio. El manitero no se daba abasto en sus ferias patronales de curaciones al mayor y detal. Habían finalizado sus días de errabundo. La Laguna del Pueblo era su Cafarnaúm, su Nazaret, su Lago Tiberíades, su Jerusalén sabanero. A mí ya ni los jejenes se molestaban en picarme. Bajo la carpa chupaban más y mejores nutrientes. Mi sangre debía tener un gusto a caca sicodélica.

Mas hete aquí  una noche en que  la multitud arribó con un ánimo no tan fervoroso. “Llegaron tus fariseos”, deduje. “Te tocó tu sanedrín llanerín, redentor del lobanillo afrentoso. Ahora te van a juzgar, azotar y crucificar en esta misma Laguna del Pueblo convertida en tu Getsemaní y en tu Gólgota de morichales y bejucales. Prepárate a rendirle tu alma al Padre que te ha abandonado, Mesías de las manitos”.

Agucé la oreja en dirección al barullo proveniente de la carpa. Me mentalicé para digerir las imputaciones enjundiosamente fundamentadas en supuestas violaciones a la Ley de Dios y a las Escrituras. Sus acusadores harían gala de profundos conocimientos de la Palabra, verdaderos exégetas y doctores como lo fueron, aunque usted no lo crea, Caifás y Anás. El redentor manitoso se defendería con la humildad y la reciedumbre íntimas de quien se sabe el ungido unigénito del Rey de Reyes. No podía perderme esta soberbia experiencia. Mis pies comenzaron a moverse, milagro del cielo. Las plaquetas de porquería que me revestían crujieron tras meses de habérseme fraguado encima. Me llegué hasta la churuata de lona, dejando tras de mí una secuela de ñoñas cloacales y preguntándome, “¿Quién habrá sido tu Judas Iscariote?”

Me acerqué y las voces cobraron nitidez. “Eso se llama legalmente estupro”, escuché una voz engolada determinar. “Seducción de menores, señores”, resaltó alguien como un latigazo en medio de la vocinglería. “Las forzaste a todas ofuscándolas con tus milagros de saltimbanqui veguero”, exclamó un cualquiera iracundo. “Ya veo los titulares a ocho columnas en Últimas Noticias y la Crónica Policial: ‘Iluminado gozón empreña a cualquier cantidad de carajitas en olvidada población interiorana’. ¡Ah malhaya un sátiro bíblico, carajo!”, se indignó otro. La carpa vibraba.

Sentí una ráfaga rebasándome por un lado. Una silueta grisácea se escurría hacia las sombras calurosas. Lo vi sumergirse  entre el berro de las aguas fétidas de la Laguna del Pueblo y alejarse flotando como un caimán rochelero, las pupilas amarillosas emergiendo del agua. De ahí se perdió tras unas penumbras agrestes. Sus perseguidores creyeron que había tomado el rumbo de la vereda y le perdieron la pista. Yo, impertérrito, regresé sin que nadie me importunara al refugio de mi mata de mango y una vez ahí me paralicé de nuevo.

Al poco tiempo me recogió una cuadrilla de Sanidad. Me despojaron de mis capas geológicas de cagajones y estiércoles a manguerazo limpio, con burda de jabón Las Llaves y unos cedazos hechos de tusa. Días más tarde, me vi en San Francisco de Macaira, vagabundeando por las calles junto a una catajarria de locarios de diversas patologías. Me habían deslastrado de la parálisis imponiéndome un coctel de Prozac, Xanax y quién sabe cuáles otras farmacopeas. Llegué a mejorar tanto que hasta logré conseguir trabajo como obrero pico y pala y como ajustero. Ahí fue cuando consideraron darme de alta. Conseguí un colazo y  retorné a la querencia.

Un impulso inexplicable me guió hasta la Laguna del Pueblo. Allí estaba la sombra exuberante de la mata de mango todavía, invitándome, sonsacándome, tentándome a dejarme paralizar otra vez, hasta que alumbrara el sol de los venados. La ensoñación comenzaba a sobornarme con una piquiña forastera. La ropa me ahogaba. Mi cuerpo imploraba una vez más el barbitúrico de la desnudez total. En eso llegó hasta mí la barahúnda.

Me restregué los ojos. Esperaba toparme de nuevo con la carpa. Pero no. Se trataba de un mitin electoral.  Los concurrentes acarreaban pancartas y lucían franelas con un distintivo diferente a los símbolos tradicionales de los partidos. No sé si me estaba volviendo miope o astigmático, pero la vista no me daba. Nuevamente mis pies se redimieron y me llevaron hasta el otro lado del asfalto. Ya no había más equívoco posible. Los carteles lo mostraban. La gente, varones y hembras por igual, lo desplegaba a ras de la epidermis con orgullo genético. El lobanillo afrentoso era su marca de fábrica. Todos eran sus hijos.


El hombre de las manitos descendió de una camionetota refrigerada. Agitaba los brazos con ínfulas de helicóptero plateado y de cuando en vez se sobaba el lobanillo afrentoso. El gentío, su prole, deliraba. Había resucitado de entre los muertos  y era el candidato ganador. ¡Púyalo!






No hay comentarios.: