Claridades
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Clarencio[1] es mi amigo —mi carnal, como dicen en México; mi alto pana, como decimos a la venezolana— desde hace una chorrera de años. Juntos fatigábamos los pasillos de la UCV, escaldándonos las pestañas con rumas de abstrusas ecuaciones, requisando la biblioteca central en busca de las mejores álgebras, desguazando kilos de tiza bajo la vaporosa luz de los pasillos sobre pizarras propicias. Compartíamos, por supuesto, los idealismos de aquellos años febriles. La izquierda, compadre, era nuestra santa Meca. Cuántas conversaciones sostuvimos criticando la guanábana adecopeyana, cuántos libros y periódicos compartidos:Reventón, Al Margen, Deslinde, Problemas del Socialismo, Granma, Revolución. Pasaron los tiempos y cada cual cogió su rumbo. Yo me desencanté de la zurdería. Clarencio permaneció incólume en sus convicciones, con alguna que otra crítica hacia mi alejamiento, pero respetándome, respetándonos, guareciendo la amistad contra cualquier cisma.
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Debo sincerarme. Me desvinculé de esos predios por varias razones. Llegué a considerar, a la par del historiador británico Arnold Toynbee, que “la ideología comunista derivó del cristianismo y, a decir verdad, es una herejía cristiana de naturaleza no teísta”. Es decir, para ponerlo en cristiano, que el socialismo no es sino un eufemismo, una palabrita substituta, un antifaz edulcorado disfrazando al comunismo puro y duro, a su vez una religión materialista, o mejor aún, un fundamentalismo aparentemente piadoso y justiciero que esconde la ambición de algunos seres por dominar, sojuzgar y someter totalmente a sus semejantes, léase, a todos nosotros, los pendejos, los escuálidos. En suma, es un cuadro patológico ejercitándose política, social, económica y hasta culturalmente. Una sociopatía camuflada en esperanzas de equidad. A diferencia de su congénere, el fascismo tradicional de derecha que se forja desde pasiones altamente repugnantes como el racismo y la xenofobia, el comunismo, o socialismo real, o fascismo de izquierda, nos seduce con su canto de sirena al son de una pretendida lucha contra la opresión. Pero, subráyenlo con lápiz rojo, el zurdofascismo adolece de una verruga tan nauseabunda como el racismo y la xenofobia: el clasismo. La discriminación por tu supuesto “origen de clase”. La excusa perfecta para que un ser lleno de complejos y disipaciones como Karl Marx[2] enunciara su evangelio cardinal: la lucha de clases, el odio de clases, la saña y la cizaña entre los seres humanos. De allí a aliarse con la delincuencia, cohonestar genocidios y excusar cualquier clase de crímenes no hay mucho trecho. La plataforma ideológica “científica” y “dialéctica” te aprovisiona de justificaciones. ¿Cuál es la diferencia, entonces, entre Stalin y Hitler, el Che Guevara y el doctor Hannibal Lecter, Fidel y Pinochet? Paso y gano. Lo mío es la comprensión y la colaboración entre las gentes. La violencia es el arma de los equivocados. De quienes están más pelados que rodilla’e chivo.
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Volvamos con Clarencio. Su constancia para con la vieja “ideología” me producía, por un lado, recato y nostalgia por las épocas ya idas y, por el otro, curiosidad ante tanta porfía. Mas hete aquí que en nuestra Tierra de Gracia se monta, por una de esas carambolas de la Historia, un régimen de extrema izquierda. Clarencio revivió como una crisálida solemne. Volví a visitarlo en su casa, un verdadero devocionario de la liturgia zurdosa. En los anaqueles, no faltaba más, rebosaban los viejos textos: Las venas abiertas, Los desheredados de la tierra, Diario de la guerra revolucionaria y demases conviviendo con Eva Golilla, qué digo, Golinger, Heinz Dietrich, Ignacio Ramonet, los discos de Silvio Milanés cantando Los ranchos de cartón, y demás simbología del comunismo del siglo 21. Toda una pagoda dedicada a la vieja utopía. Un ánima del Pica Pica antiimperialista. Un ánima del Taguapire roja rogelia. Pero eso sí, Clarencio es honesto a carta cabal. Clarencio es un austero irredento y crédulo. Cuando le refiero, un tanto sibilinamente, las hazañas de la boliburguesía, los choreos del amado líder y su familia, Clarencio traga grueso y noto su esfuerzo para no ponerme de paticas en la calle. La añeja amistad todavía pesa algodón pajarillo. Como no es bueno abusar de la paciencia, cojo la calle, asegurándole que, pase lo que pase, el compañerismo y el cariño permanecen inalterables. Clarencio asiente con algo de timidez.
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Le mataron el hijo a Clarencio. Varios disparos a quemarropa. Me aparezco en la funeraria para darle el pésame. Está desencajado, ojeroso, avejentado. Me recibe con un estoicismo zombi. El dolor es grande, insoportable. Pero no es otra víctima más de la violencia desatada en estas calles nuestras. A los pocos días, me reúno con amigos de los antaños días ucevistas y escucho impávido la reláfica: el muchacho se había enlistado en un conocido frente con nombre de precursor de la independencia. El muchacho creía halagar a su viejo metiéndole el pecho a lo más zumbao de la “revolución”. Campos de entrenamiento con fichas de Eta, las Farc y movimientos antisionistas del medio oriente. Seminarios ideológicos con los cubanos. Preparación para la guerra asimétrica. Labor de campo con los grupos del 23 de enero, La Vega y similares. Pero el muchacho era hijo de su padre. Había en él un sustrato de honradez y altruismo. Andando en esas andanzas con las andaderas andadas y heredadas, vio, oyó y presenció cosas. Actividades non sanctas, para nombrarlas decentemente. Un secuestrado por aquí. Un atraco por allá. Por ese lado, nada fuera de lo normal en un proceso “de cambios”. Cuando Stalin era conocido como Koba, en su juventud georgiana, desvalijó más de un banco a instancias del chivuíto Lenin. Parte del botín revolucionario. Pero ahora hay tráfico de armas. Tráfico de blancas con mafias de la antigua cortina de hierro. Tráfico de alcaloides y conexos. Tráfico de elementos para bombazos atómicos. El muchacho se lo dijo al papá. El muchacho luego lo comentó por aquiles y porayala, por donde no debía. Al muchacho lo despacharon al más allá.
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Refiere la Biblia que Yavé le pidió a Abraham sacrificarle al primogénito. El de Ur no vaciló. Era la prueba máxima de lealtad hacia el Creador. Era la génesis de una religión destinada a transformar al género humano alrededor del canon del altruismo y la virtud. Pero Clarencio no es Abraham. El comunismo no es Yavé. Clarencio comenzó a dudar y la fe se le está volviendo añicos. Clarencio me confesó, delante de un güisqui nacional él, yo carraspeando un Cacique pecho cuadrao, el fin de su esperanza. A Clarencio se le agrietó el comunismo, la pretérita “ideología” de la crueldad, la violencia y el enfrentamiento estéril entre los seres humanos. Clarencio llora en silencio a su hijo, víctima del odio sembrado irresponsablemente. Clarencio sólo desea ahora que la vida se imponga y la muerte se extinga, llevándose a estos profetas desquiciados hacia derroteros donde sean juzgados y castigados en base a la justicia que le denegaron a su hijo. Clarencio y yo nos abrazamos. Seguimos siendo hermanos.
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