A la sombra
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Mi amigo Remberto, humilde albañil, me cuenta que a su mujer la botaron de la alcaldía rojita. No le reconocen sus más de quince años de servicios de obrera del aseo urbano. Cuando reclamó sus prestaciones y liquidación, le contestaron “a llorá p’al valle”. ¿La causa? Faltó injustificadamente a tres reuniones del partido Pusv. Ella alegó razones de salud. Pero qué va. Para los empleados públicos, las reuniones del partido Pusv son más sagradas que el santo sudario de Turín. Reclamó en el sindicato y quienes se supone deberían defender sus derechos se encogieron de hombros. Los sindicalistas tienen cara de perdonavidas. Andan en camionetotas, custodiados por malencarados gorilas. Comparados con los sindicalistas de antes parecen copias reguetoneras de Al Capone. Ganas de llorar no le faltan a mi amigo Remberto. Su mujer se quedó sin el chivo y los corronchos. Él tiene tiempo haciendo portón. A veces lo contratan a destajo. La mayor parte del tiempo no hay trabajo. Y ahora que su mujer entró a la lista negra (¿o roja?), ni siquiera puede cobrar una bequita de las “misiones”. Remberto y su mujer ya están pasando hambre.
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Adrianita da clases en una universidad de esas que llaman experimentales. La verdad nunca he entendido ese término de experimentales. En ninguna de esas universidades se experimenta nada. ¿Dónde están los laboratorios de investigación de alta tecnología? ¿Dónde los cónclaves de pensadores (el equivalente de los think tanks del primer mundo) auscultando las nuevas realidades en estas sociedades cambiantes? Las universidades experimentales no son sino feudos cerrados del gobierno, sin democracia ni participación. Ahí sí hace falta eso de las “constituyentes universitarias”. En fin, volvamos con Adrianita. Me cuenta que ya van para tres meses y no les pagan a los docentes. Les deben bonos, cesta tickets y toda clase de beneficios. Le comento que cuando la democracia no podían atrasarse ni un día y ya había huelgas, paros, marchas, manifestaciones. “Nadie se atreve”, me confiesa, “el miedo se palpa grueso en el aire y se puede cortar con un cuchillo”. No hay que tenerle miedo sino al miedo mismo, sentenció algún personaje célebre de la Historia. Pero el miedo es libre. El miedo es gratis. El miedo hasta es cómodo. El miedo paraliza. El miedo justifica todo.
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Doña Lorenza vive en ese superbloque desde la época cuando Simón Díaz y Hugo Blanco interpretaban aquel número homónimo tan sabroso. Yo no había nacido cuando eso, pero lo he escuchado y bailado. Doña Lorenza sabe cómo se bate el cobre en esa zona tan dura. Ella y los vecinos saben quién anda metido en cosas raras y quién no. Como los de los grupos armados. Doña Lorenza y los vecinos lo presienten, lo viven y sólo lo pueden comentar en susurros. Los colectivos dominan el tráfico de drogas y armas desde los superbloques hacia fuera. Se las dan de santones al no permitir en los superbloques la presencia de malandros tradicionales. Pero los encapuchados de los colectivos controlan la venta y el consumo. Le cobran peaje a las mafias de policías corruptos y de delincuentes de viejo cuño. Los colectivos matraquean hasta por una renovación de cédula. Al igual que los farrucos y los elenos, se escudan en lenguajes dizque revolucionarios. Pero Tirofijo terminó siendo más pillo que Pablo Escobar. El gobierno no es que se hace la vista gorda. El gobierno protege, ampara y auspicia los colectivos. Doña Lorenza lo intuye y no habla, pero sus ojos lo revelan todo. Teme por su vida y la de los suyos. Son rehenes en esos superbloques. Rehenes de los colectivos. Rehenes del narcoestado.
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Tenía tiempo sin ver a Eulalio. Sigue respaldando sin ambages el actual estado de cosas en Venezuela. Siempre que nos reunimos procuramos evitar roces. Sabe que no me va a convencer. Yo no pierdo las esperanzas de “voltearlo” (de hecho, y perdonen la falta de modestia, he influido bastante en el cambio de opinión de unos cuantos ex–oficialistas en mi entorno). Lo veo con unas carpetas bajo el brazo. Desde hace tiempo anda buscando una chamba, una conexión, una contrata, algo. Menos mal que todavía vive con la mamá. Ahora aspira a que lo ayuden con una operación de rodilla que amerita. En una clínica privada. Me dan ganas de zaherirlo preguntándole por qué no le choca a los cubanos. Sin darnos cuenta, caemos en una amable diatriba (él me respeta mucho, creo). Sus argumentos son los usuales: que si la “cuarta”, que si la CIA, que si los escuálidos, que si no han dejado gobernar a “nuestro presidente”, que las “misiones” sí le han llegado al pueblo. Le argumento que, muy probablemente, Estebita les ha regalado cien millardos de dólares a los hermanos Castro, Ortega, Evo y Cía. Le digo que si dividimos esos cien mil millones de verdes entre veinte millones de venezolanos (poniendo números redondos para simplificar la cosa), nos habrían tocado 5 mil de los verdes por cabeza. Cinco lucas verdolagas. Esos cinco mil billetes yanquis al cambio real dan alrededor de cuarenta y cinco palos de los nuestros. Cuarenta y cinco melones de los viejos para cada quien. Cuarenta y cinco mil de los nuevos para cada cual. Con eso hubiera podido pagarse la operación de rodilla. Eulalio intenta refutarme con las consabidas argucias: la “cuarta”, la oligarquía, el imperio. Le insisto en los cuarenta y cinco palos que le hubieran correspondido de haberse repartido la plata de la bonanza petrolera. ¿No y-que el petróleo nos pertenece a todos? Cuarenta y cinco melones, le insisto. ¿Cuarenta y cinco palos?, me pregunta, con los ojos bamboleándole detrás de los anteojos culo’e botella. Se aleja meditabundo. Como que lo aporreé en la línea de flotación.
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