─ ¿Otra vez en campaña, mi negro?
─ Con este despecho me sale vallenato llorón… ¡Buáaaa!
La cuneta lisérgica
Sesentera (IV)
por: Nicolás Soto
En alguna ocasión habré escuchado al famoso entrevistador británico David Frost con la siguiente frase: “Amor es desvelarse por un niño muy enfermo… o por una persona adulta muy réquete sana”. Las definiciones sobran, pero la esencia de ese sentimiento permanece universal e inalterable: la atracción inefable, inocultable e irrefrenable hacia ese otro ser que intuimos nos complementa y nos nutre afectiva y espiritualmente. Sus síntomas varían según la víctima. Se nos nubla la vista, se nos desbarranca la mollera, se nos sudan las manos, las pupilas se hinchan, las rodillas nos tiemblan y las gónadas arrancan a funcionar a toda mecha codiciando el apareamiento. Recuerdo que el padre Chacín solía reconocer a los enamorados en ciernes porque los delataba un temblequeo peripatético en las aletas nasales. Respiren jondo, mis muchachones.
En aquellos primeros años de los sesenta, había que someterse a una serie de rituales no escritos para lograr el favor de la chica que nos había descoyuntado la sesera. Primeramente, era menester comenzar a rondarla con ínfulas de gallito piroco para darle a entender nuestros requerimientos románticos. Si tenías bicicleta (así fuera de reparto), o mejor aún, corcel, moto o carro, debías dártelas de diestro jinetero de los caminos, haciendo caballito o picando cauchos para que ella te notara. Más de uno se echaba sus estrelladas consecutivamente, ganándose las mofas de los amigos y, por supuesto, perdiendo puntos con la doncella en cuestión. Pero p’alante es que brincan los ojos manque le puyen el sapo…
Previo a la declaración, resultaba conveniente tantear el terreno con una carta de amor. En términos mercadotécnicos, ahí era cuando nos poníamos a valer los pichones de escribidor, como este “humirde” servidor vuestro, pues el dominio de las argucias lingüísticas nos proporcionaba una herramienta invalorable para poder justipreciar el conato epistolar. Por una bagatela, los panas contrataban nuestros servicios y, por arte de birlibirloque, surgían los encendidos requiebros y la profusión de cielos, lunas, soles, vidas consentidas y demás municiones del arsenal romántico. Pero, honor a quien honor merece: debo confesar que más de una vez me fusilé unas cuantas metáforas del Neruda de “Los versos del capitán”. A cachete cada misiva y ¡Caifás, Barrabás!
Donde no había intermediario ni celestina que valiera era a la hora de la declaración. Uno se las ingeniaba procurando conseguir a la causante de nuestros tormentos totalmente sola, inventando excusas para que las amiguitas cogieran las de Villa Diego y no fastidiaran el ceremonial. Ya en frente de aquellos ojos acaramelados y de aquella boquita colorada que nos hacían perder el sueño había que acometer la faena, rogándole a todos los santos no caer víctimas de la gaguera, no tener mal aliento o, peor aún, golpe de ala. Y siempre comenzar el discurso diciendo: “Tú sabes que desde la primera vez que te vi, sentí que mi corazón latía con más fuerza…”, o algo por el estilo.
Como ellas han sido desde los días de Eva la causa capital de la zozobra del sexo masculino, la mayor parte del tiempo nos dejaban en vilo (o en episodio, para decirlo con lenguaje de las series de acción dominicales) solicitándonos tiempo para pensarlo. Quedaba en espera la respuesta tan ansiada: ¿querrá o no ser mi novia? Si te pedían aguardar hasta el bonche del próximo fin de semana, era casi seguro que la contestación iba a ser afirmativa, porque la preciosidad con toda certeza deseaba apuntalar parejo de baile fijo para toda la noche (incluyendo los boleros, agarrada de mano y, muy posiblemente, uno o varios besos robados).
Si la respuesta era nones-nones, a llorá p’al valle y a escuchar canciones de despecho. A veces te edulcoraban el baldazo de agua fría diciéndote: “Te doy un sí… pero de amigo”. O te prodigaban el aldabonazo bailando toda la velada con algún recién aparecido competidor, sin mediar palabras, lo cual provocaba, las más de las veces, la consabida pelea entre los gallitos que se disputaban la preferencia de la moza. Ellas siempre han sido así, chavales. Pero si te daba el sí, ayayay, a caminar entre nubes, inflando el pecho como pavo real y sintiéndote el papaúpa del universo. Contimás, pues.
Demás está decirles que también me puse en unos cobres a cuenta de serenatero guitarrero, en épocas en que uno podía andar por esas calles de madrugada sin temor al malandraje.
Pero los años sesenta devinieron en la partera de cambios verdaderamente revolucionarios que, para bien o para mal, habrían de sacudir a la humanidad entera. La irrupción de la píldora trastocó los patrones sexuales y a aquellos rituales se los tragó el tremedal. Harina de otro costal y tema para otra crónica, parroquiales.
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