sábado, 28 de marzo de 2015

Noventitantos (III)




Capítulo XXX
 
                        ¿Qué podía decir ella? Siempre había estado de acuerdo con mis decisiones y esta vez no fue diferente. Solamente comentó que tendría que trabajar el doble porque ya no se trataba nada más del costo de mis estudios en la universidad Santa Cecilia.
  —Conseguí un apartamentico. No es gran cosa pero, por lo menos, saldremos de aquí. Queda por Las Acacias. ¿Cómo te parece?
                        No pude menos que sonreír. Sabía, desde que tuve uso de razón, que nunca había cejado en su empeño de sacarnos (o debería decir, con toda propiedad, sacarme) del bloque. Sentía, aunque jamás lo manifestó explícitamente, que era poco menos que un baldón. Algún día saldríamos de abajo. De hecho, estábamos dando los primeros pasos efectivos sobre el particular.
                        —El primero del mes entrante nos mudamos. Nuestros gastos serán mayores pero siempre hay modo de arreglarse y...
                        —Por eso no te preocupes —la interrumpí—. Pienso trabajar. Así contribuyo con la manutención de la casa y ayudo a descargarte de obligaciones.
                        Sus mejillas se hundieron al chupar con apetito. La brasa refulgió durante dos segundos, como si quisiera evadirse de la punta del cigarrillo.
                        —Mejor no. Te va a quitar tiempo y la universidad es exigente.
                        —Me inscribí en el turno de la noche.
                        Apagó el cigarrillo en una cenicerita cuadrada de arte murano. El humo se colaba por entre sus sulfatados incisivos.
          ¿A quién habrás salido tan impulsiva? Carajo, eres igualita a tu papá en ese aspecto. Y eso que no lo conociste. Siempre me vienes con los hechos cumplidos y las decisiones ya tomadas.
                        La alusión a mi padre era, francamente, inusual. Al darse cuenta de lo que había hecho, eludió verme y remató la colilla con aspavientos cortos y espasmódicos.
                        —Lo único que espero es que no salgas como él en cuanto a la inconstancia y lo disperso. Pero, ¿qué estoy diciendo? Si eres la única de esta familia con perspectivas.
                        Me levanté para servirme un poco más de café.
                        —A LauraÉ se le están abriendo oportunidades.
                        Encendió otro cigarrillo. El temblor en sus manos no me daba buena espina.
                        —Nos va a abandonar. Tú y yo lo veremos. Esa no tiene sentido de la pertenencia y la solidaridad.
                        —No hables así, mamá. Es tu hija también.
                        —Ornela, no nos engañemos. Yo la parí, la crié y la eduqué. Y, sin embargo, es una extraña para mí. Todo el tiempo permanece muda, todo se lo tranca y no comparte nada. Nunca ha sido una de nosotras. Y ahora muchísimo menos que está enredada con ese vivíparo.
                        Solté una leve carcajada.
                        —No te rías. Quisiera regocijarme cuando pienso que Laura Eunice está escarmentando en carne propia el pago a toda la indiferencia hacia nosotras, su familia, que es lo único con lo que cuenta verdaderamente a la hora de afrontar los topetazos de la vida. ¿Desde cuándo hace que no nos llama? ¿Desde cuándo no viene a dispensarnos una visita y averiguar cómo estamos de salud? ¿Ah?
                        Un ligero acceso de tos cortó la amargura. No quise decirle que, a veces, ella telefoneaba, cuando tenía la plena certeza de que era yo quien iba a contestar. En su voz siempre se apreciaba un extraño titubeo, una mezcla de remordimiento y nostalgia. Era paradójico, pero nos llevábamos mejor entre las dos desde que se había ido a vivir con Valdemar.
                        —Bueno, basta ya de hiel. A cada quien le llega su hora de rendir cuentas y, en ese sentido, el Altísimo es la última instancia. Que cada quien cargue con sus culpas —después de unos cuantos tosidos continuó—. Hay una cosa que deseaba comentarte, Ornela. Este, tú sabrás, no soy quién para juzgar porque nunca tuve oportunidad de estudiar (ni siquiera pude completar el bachillerato), pero de esa universidad Santa Cecilia se dicen cosas no muy buenas, que si es pirata, que si han salido anuncios en los periódicos solicitando profesionales pero que se abstengan los graduados de la Santa Cecilia, qué sé yo...
                        —Mamá, no puedo quedarme de brazos cruzados esperando que se acaben los rollos en la Central. Fíjate todo lo que le costó a LauraÉ para graduarse.
                        —Sí, es verdad, ese es el punto. Y el vivíparo ese todavía no termina su carrera, ¿verdad? Hay que ver que mi pobre hija sí que es pendeja manteniendo a ese vivián.
                        Miré el reloj.
                        —Me voy. No quiero llegar tarde —dije, y me apresté a salir.
                        Ella recogió los restos del desayuno.
                        —Acuérdate que esta tarde tienes fisioterapia.
                        —Y es mi última cita también.
                        —Carajo, por fin salimos de eso. Este domingo le voy a prender dos velas al doctor José Gregorio Hernández para agradecerle su infinita bondad en tu recuperación. Y sería bueno que vinieras conmigo.
          ¿Por qué no me lo dijiste antes? Ya planifiqué irme con los muchachos para la playa este fin de semana.
                        La vi cruzar hacia el fregadero, con los platos y tazas de plástico en las manos, el cigarrillo arqueado en la comisura de los labios, y tratando de contener la tos para no derramarse encima los residuos de café con leche.
                        —Bueno, chica, está bien —replicó, sin trazas de acrimonia—. Iré yo sola. Pero la semana de arriba vienes conmigo, mira que hay que pagar esa promesa entre las dos.
                        —Okey. Chao, pues.
                        A la media hora estaba en el tribunal. Aquel era mi primer día como escribiente. Las mecanógrafas me veían, al principio, con actitud de rareza. Debo significar que mi aspecto no podía calificarse, de buenas a primeras, como muy ortodoxo. Mis anteojos eran gruesísimos, de los llamados “culo de botella”, siendo prolija la enumeración de toda la gama de presbicias y astigmatismos que agobiaban mi visión. Tenía (para más ñapa) hombros de nadadora, aun cuando no soy muy afecta a cualquier clase de extenuación física y, por contraste, mis pechos parecen dos mitades de coco puntiagudas y erectas en sus ochenta y ocho centímetros de diámetro (¿así se dice?). Hubiera querido tener los labios más gruesos y la boca un tanto más ancha porque, con toda sinceridad, no me satisface mucho que digamos mi sonrisa (aunque, a la larga, una aprende a soportarse y a sacarle partido a sus aparentes desventajas). Ni siquiera me gusta cuando me maquillo y por eso casi nunca me pinto. Hay gente que me aconseja llevar el pelo más largo, argumentando que mi cara es un tanto cuadrada y que, de ese modo, se suavizarían mis rasgos. El problema es que me fastidia la peinadera y la lavadera con que tienes que lidiar cuando luces una melenita. De repente son resabios de la niñez (LauraÉ solía descargarme con el sambenito de que yo, dizque, era medio basta y medio cochina) cuando, a veces (o, más bien, muy a menudo), me daba por pasar varios días sin bañarme, siempre contando con las oportunas excusas de mis frecuentes enfermedades. Aunque, al dejar atrás la pubertad, superé ese ingente estado patológico de aversión al aseo, todavía hoy en día procuro acortar mi estancia bajo la ducha a lo mínimo indispensable (no soporto la idea de permanecer mucho tiempo en actividades que no sean ciento por ciento productivas). Qué filosofía, ¿no? Lo que pasa es que esta actitud ante la vida siempre me ha arrojado excelentes resultados.
                        Al cabo de una semana ya me había conquistado a, prácticamente, todo el mundo en el tribunal. Resalto el prácticamente porque el secretario me costó un trabajo extra que, a ratos, me hacía dudar de la eventualidad de hacerme acreedora de su simpatía. Hablando con franqueza, se trataba de un tipo hosco, repelente, amargado, acomplejado, vengativo y, además, resultó ser mi primer contacto directo con el mundo corruptín. Durante un lapso relativamente prolongado hice gala de todo mi repertorio de halagos y consideraciones con la idea fija de ganármelo para mi causa. Debo aclarar, no obstante, que yo no pasaba todavía de ser una muchachita medio ingenua recién graduada de bachiller en Humanidades, medio crédula de todo lo que le decían y medio inexperimentada en los verdaderos intríngulis de la vida. Según mi mamá (ya la han escuchado), existía en mí un impulso feroz (esa era su expresión textual), sin duda alguna heredada de ese padre a quien nunca conocí, que me guiaba, con terquedad de gallego, a la conquista de las personas que me rodeaban y convertirme en un foco de atracción (impulso no del todo inocuo porque, a la larga, terminaba organizando a esas gentes con alguna finalidad). Pues bien, me di con ahínco a granjearme la buena voluntad del secretario del tribunal (quien, de paso, fungía de jefe de los escribientes y, por ende, mío). El hombre no cedía ni a las zalamerías ni a las chanzas ni al jueguito del amigo secreto. Yo soy dura para dar mi brazo a torcer y ya estaba a punto de tirar la toalla con el susodicho cuando, al fin, le agarré una debilidad.
                        El cuento es como sigue. Durante mis últimos años de bachillerato trabé buena amistad con Carmen Adilia Fragachán, una llanerita buenamoza con quien me asocié para vender, aquí en Caracas, varias delicatesses que sólo se producían en su pueblo natal, Santa Narda de Miguaque. Y no nos fue nada mal. A punta de pisillo de venado, queso de mano y queso de cincho, lapa, chigüire y pavón, en metódicos obsequios (sacrificando parte de mis ganancias), me fui ganando la confianza del tozudo secretario. Demos gracias al Bendito (como dice mi mamá) porque el hombre resultó ser muy buen diente y por ahí Ornelita coló su caballito de Troyita. Al cabo de cierto tiempo, me constituí en su inseparable mano derecha y empezó a dejarme tajadas de las numerosas operaciones, no del todo sacrosantas, que practicaba, con la venia oculta del juez, manipulando los legajos, expedientes y sumarios de los pleitos más jugosos. Accedí, de hecho, al conocimiento de vista, trato y comunicación con los abogados más expertos en zancadillas, traspiés, retardos y/o aceleraciones procesales (de acuerdo a las particulares conveniencias) y, en fin, con todos aquellos veteranos en cualquier clase de componendas para obtener los más pingües beneficios dentro de los diversos litigios que se ventilaban en ese juzgado. Simultáneamente, avanzaba con paso firme y decidido, en la carrera de derecho, ejusdem.
                        Cada vez más se afianzaba mi certeza de que la universidad Santa Cecilia era, con bien ganados títulos, una extensión o, más bien, una derivación de lo que vivía todos los días en mi trabajo del tribunal. Para no perder la costumbre, comencé a moverme de inmediato en esos predios como pez en el agua. La oportunidad la pintaban más que calva. Sin duda alguna, era el mejor sitio de Caracas y de toda Venezuela para iniciar contactos, para conocer y dejarse conocer, para establecer lazos con una infinidad de personas que deberían convertirse, una vez en el ejercicio profesional, en factores de extraordinaria utilidad. En este punto divergíamos de plano (para variar) LauraÉ y yo. Ella sostenía que la universidad debía ser, ante todo y sobre todo, el Alma Mater, vale decir, no solamente el sitio donde uno adquiere una profesión que, strictu sensu, no es sino una habilidad vital con rango académico. Como aprender la carpintería, pero una carpintería de suma envergadura. “Lo importante no estriba en dotarse de un oficio o de un diploma que nos garantice prebendas en la jerarquía social”, me machacaba LauraÉ, “sino aprovechar el entorno de profundización en el conocimiento, por el conocimiento y para el conocimiento, enriqueciendo el espíritu y accediendo a niveles más altos en la comprensión de los procesos humanos”. Y proseguía preguntándome si en la universidad Santa Cecilia existía un cineclub donde pasaran películas de Luis Buñuel y de Ingmar Bergman, si se presentaban orquestas sinfónicas o cuartetos de cámara, si había exposiciones pictóricas, si tan siquiera venían los cantantes de nueva trova cubana a realizar conciertos. Ajá, todo eso suena muy bonito, le contestaba yo, pero con eso no se come, ni se compran apartamentos, ni se puede viajar para Disneyworld. Ciertamente, la pobre LauraÉ se quedaba sin poder replicar ante la solidez real de mis argumentos. Buscando contradecirme, me enrostraba la pésima celebridad que, injustamente, arrastraba mi universidad. “En la Santa Cecilia es más fácil graduarse que conseguir puesto en el estacionamiento”, intervenía Valdemar con su fastidiosa condescendencia (siempre me llamaba La Cuñys, condimentando el apodo con cierto tonito chocante). Yo defendía mi causa manifestando que entre mis profesores se contaban los más afamados miembros de la corte suprema, del consejo de la judicatura y, por si fuera poco, varios jueces (altamente conocidos) que llevaban algunos de los casos más sonados en los medios tribunalicios. Sin dejarme concluir la argumentación, LauraÉ se condolía del pobre sistema judicial venezolano. “Con razón la justicia en este país es una solemne cagada”, espetaba, con su vozarrón montaraz, Valdemar. Sin derecho a pataleo, LauraÉ iniciaba una larga diatriba contra el ordenamiento clasista que sólo se guiaba por la capacidad pecuniaria de los individuos y, sin más ni más, el cuestionamiento se extendía a todo el sistema con lo cual (toco madera por lo pavoso) ya estábamos hablando de política, que es una de las cosas que más detesto de este mundo.
Ah, pero mejor es no quejarse. Ese ha sido uno de los mejores períodos de mi vida. Por un lado, me consolidé en lo físico. Asumí todas mis limitaciones y aprendí a sobrellevarlas, transformándolas, más bien, en parte de mi inventario de atractivos. Hay varones, por ejemplo, que se sienten inmensamente atraídos por las mujeres con lentes porque intuyen que en ellas existe mayor densidad espiritual e intelectual. Aparte de que nosotras tres no somos nada feas. En sus fotos de juventud se puede apreciar en mi mamá una mirada lánguida y profunda (a lo María Félix) y una boca definitivamente carnosa, provocativa y misteriosa, con el pelo rizado que le caía sobre los hombros dándole un aire de ninfa cabaretera, en el mejor sentido de la palabra (ella se enerva cuando le hago estas comparaciones). Lástima que la vida la haya tratado tan mal. Su matrimonio naufragó estrepitosamente y ello la afectó sobremanera. La vida la arrojó con dos hijas pequeñas al sendero de la dura lucha y ahí mismo se inició un lento proceso de desgaste. Pero nadie lo puede dudar: era bella en sus buenos tiempos. Y si no fuera porque LauraÉ se ha dejado ganar por esa trastocada simpatía hacia las causas perdidas (incluyendo el feminismo) y si procurase poner un poco más de atención en su persona, digo, afirmo, enfatizo y reitero que sería (de hecho lo es) una mujer de una espléndida y enigmática belleza. Yo, por mi parte, más afortunada no puedo ser: he caído víctima de siete mil infortunios durante mi niñez y, sin embargo, sé que atizo reacciones de evidente atracción en unos cuantos machitos. De pequeña padecí de una suerte de leucemia que no pasó a mayores gracias a la entereza de mi mamá. Ella sacrificó lo mejor de su vida para sufragarme un costoso tratamiento que incluyó (¡y me erizo de sólo recordarlo!) unas dolorosísimas punciones entre las vértebras para extraerme líquido encefalorraquídeo. A resultas de la quimioterapia, mi crecimiento se vio afectado, mi dentición fue anormal, se me cayó el pelo y sobrellevé una palidez anémica que retrasó mi desarrollo menstrual hasta casi los dieciséis años. Para colmo, celebrando la culminación del tercer año de bachillerato, fui arrollada por un vehículo (se dio a la fuga, el muy desgraciado, pero algún día daré con él) y se temió que mi pierna izquierda fuese amputada. Mi mamá le hizo la consabida promesa al Dr. José Gregorio Hernández y, a fuerza de fisioterapia y mucha constancia, logramos salvarla de manera total (aun me duele cuando el tiempo se pone demasiado húmedo). Y no mencionemos toda la sarta de sarampiones, lechinas, tosferinas, dengues (y pare usted de contar), de la que no me salvé ni aun viviendo en el perenne encierro aderezado con sobreprotección maternal donde transcurrió mi infancia. No era para menos. A veces pienso que de ahí proviene el alejamiento entre LauraÉ y mi mamá. Toda su atención se volcó hacia la frágil, enclenque y quebradiza hija que, en ocasiones, coqueteó con la muerte, mientras la otra crecía sana, sin problemas aparentes pero, en el fondo, sintiéndose desdeñada. LauraÉ se refugió en un escueto retraimiento que la llevaba a sumergirse en la lectura. Pasaba días sin hablar. Yo, a pesar de mis precoces achaques, siempre fui activa, emprendedora, comunicativa y muy dada a compartir con los demás, quizá como compensación a las largas horas de suplicio que, de por sí, le imponen a una instantes de involuntaria soledad (hoy en día le tengo tirria a la soledad). Soy intuitiva, impulsiva y no gasto mucho tiempo en disquisiciones trascendentes. Actúo, ¡y fuera cacho! Después, evalúo las consecuencias de mis actos (nunca antes). Mi mamá afirma que me parezco en eso a mi papá, con la diferencia de que él fue (es) un fracasado, mientras que yo no me arredro ante nada. En los pocos y raros momentos en que la inactividad me gobierna y me siento de humor para meditar me pregunto: ¿cómo pueden ser dos hermanas tan radicalmente diferentes? Creo que LauraÉ muchas veces acondicionó sus reacciones para ser conscientemente distinta de mí. Reconozco que, muy a menudo, me comporté como una atorrante (siempre me calificaba de ese modo) con ella. No podía evitarlo. En esa época gozaba fastidiándola. Hoy en día no. Confieso abiertamente que me encantaría ganarme su cariño y su admiración. Pero subsiste una barrera invisible de resquemor en ella. No sé cómo definirlo. Me da la impresión de que se la pasa luchando contra cierto remordimiento, clavado muy adentro, por no poder darse a plenitud con mi mamá y conmigo. LauraÉ no es persona de malos sentimientos. Todo lo contrario. He sido testigo del aprecio y de la estima que ella es capaz de granjearse cuando se lo propone. ¿Por qué no podemos ser, tan siquiera, amigas? ¿Por qué estamos signadas por un pasado del cual no somos culpables? Presiento que mi mamá, sin querer queriendo, le enrostró a LauraÉ buena parte de sus frustraciones. Debe ser terrible para un hijo verse preterido al saber que sus padres ostentan favoritismos. Me propuse enmendar esa terrible carga. Sé que soy capaz de hacerlo. LauraÉ deberá saber que el amor entre nosotras no podrá tener parangón.




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