miércoles, 29 de julio de 2015

Soul Power - 1968


El primer grupo de rock en mi pueblo natal, o, como decían en la época, el conjunto de música moderna, fue The Killer's Surf. "Los The Killers", así los llamaba la muchachada de aquel entonces.

Dos de sus miembros originales se graduaron de bachiller y, por consiguiente, se marcharon a la capital para proseguir en la universidad.

En agosto de 1968, fueron contratados para tocar en el desaparecido Country Club local (diagonal a la caja de agua). Ahí fue donde me anoté para marcar mis pininos como músico.

La foto proviene de una de esas presentaciones. De izquierda a derecha, el suscrito de brazos cruzados (yours truly), mi hermano Arturo José Soto Arbeláez en la guitarra líder y, en el fondo, tronando en la batería, Carlos Araujo, "Watusi".

Uno de estos días les termino de relatar el cuento.

sábado, 11 de abril de 2015

Noventitantos (IV)



Capítulo XXXX
 
                        Navegué sorteando meses frotados de escamas, borrascas y sargazos de mimbre.
                        Para empezar, el embarazo me afectó terriblemente. No deseaba que sucediera porque las condiciones no eran las más propicias. Pero aconteció, con método del ritmo y todo. Las píldoras anticonceptivas me soliviantaban con unas taquicardias y unas piquiñas enervantes. Para colmo, el aparato con que intenté reemplazarlas me provocaba sangramientos. Acudí a una ginecóloga del Seguro Social. Me recomendó abstinencia total durante los días previos a la colocación de un novedoso diafragma. El engorroso papeleo retrasó el asunto y yo estaba asustada.
                        Tenía presentimientos. Cada día me daba cuenta que él ya no era el mismo. Hasta se atrevía a hacerme el amor con indiferencia rutinaria, casi sin caricias ni escarceos, casi por obligación. La situación entre nosotros había cambiado, como los reflujos de las mareas.
                        Yo recordaba siempre mis vacilaciones de aquellos lejanos y borrosos primeros días. Dudas que, no obstante, me hicieron llevar y dejarme arropar. Me preguntaba, a ratos obsesivamente, si el fondo de las cosas no residió en el hecho de que anhelaba marcharme de casa de mi mamá y romper con todo. Al final de cada día me resistía a abandonar la universidad porque no soportaba la idea de verme encerrada en aquellas cuatro paredes donde se me toleraba y se me observaba con la intemperancia sorda con que se tolera y se observa a las intrusas. Lamentaba, entonces, que la lucha armada hubiera sido derrotada una década antes. De no haber sido así, habría cargado con mis bártulos y habría zarpado, con toda seguridad, a la montaña El Bachiller o a la sierra de Coro a empuñar un fusil o, por lo menos, a ayudar en algo a los combatientes. O, a lo mejor, habría permanecido en la ciudad colaborando de alguna forma con las unidades tácticas de combate. Desdichadamente, los tiempos decretaban un repliegue que se traducía en traiciones y en francas volteretas. El canto de sirena del dinero fácil pudo más. La confusión reinante me indujo a transigir en el amor.
                        Valdemar se me convirtió, poco a poco, en una presencia indispensable. Parecía aferrarse a mí con fruición de guacuco en la arena. Con mi consentimiento implícito, se nos identificó a ambos como pareja. No era para menos: se nos veía juntos por doquier. Pero, en esa época, resultaba evidente que él estaba más enamorado de mí que yo de él. Me necesitaba y yo le permití apoyarse en mí porque yo también precisaba de un punto de referencia, de un faro en medio de las rocas de madera y los guanaguanares ciegos. Íbamos juntos a los conciertos de Atahualpa Yupanqui, a las muestras colectivas de los artistas plásticos rechazados por los salones oficiales, a las conferencias sobre realismo mágico de Alejo Carpentier y Miguel Otero Silva, a las cátedras del humor de Zapata, a los recitales de Alí Primera y Ríchar Atencio Villasana, a los mitines de José Vicente Rangel, de Américo Martín y hasta del orejón Luis Beltrán Prieto. Nos conseguíamos con parejas amigas en el cafetín del ateneo y partíamos a bucólicas excursiones por el camino viejo de los españoles, hacia Galipán o por los lados de la Colonia Tovar. Polemizábamos y cuestionábamos todo. Pasábamos, sin que nos arredrasen las boyas indicativas de los estancos tácticos, del proceso cubano a la unidad de la izquierda y el asco del MAS a confundirse con el chiripero ultroso; de la dispersión de los cuadros del feminismo militante a la insuficiente solidaridad con el sandinismo acosado; de la criminal complicidad entre los regímenes de Napoleón Duarte y Luis Herrera Campíns enfrentando al Farabundo Martí de Liberación Nacional a los arrestos neoimperialistas de los yanquis invadiendo Grenada... y había mucho vino y ron para que las conversaciones se prolongasen hasta las cuatro y las cinco de la madrugada, buceando entre las gasas inconclusas del humo de los cigarrillos sin filtro.
                        Lo hubiera dado todo por quedarme en la universidad para siempre. Pero los conflictos presupuestarios lo impidieron. No había plazas para los licenciados en Letras. La situación en casa se me hacía insostenible, además. Cualquier intento de diálogo con mi mamá, así fuera con referencia a lo más nimio, degeneraba en las acostumbradas diatribas por parte de ella, con un lenguaje cada vez más pletórico de vituperios y referencias amargadas sobre mi padre. Yo no le respondía. ¿Para qué hacerlo? Mi mamá no era sino una pobre mujer frustrada con quien jamás habría yo de entablar una verdadera comunicación. Encima temía que, en cualquier ocasión, pasara de sus aspavientos de mantarrayas en la sombra y de aquel discurso preñado de dicterios hacia todo lo representado y amado por mí, hacia la acción enajenante, hiriente, morbígena, con agresión de icebergs descalabrando líneas de flotación. Ante ella, sentía el eco de aquellas palabras de F. Scott Fitzgerald, queriendo avanzar como “botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”. No me quedaba otra alternativa que destrabar las ataduras y salir a empaparme de aire de mundo y mares océanos. Así lo hice.
                        Conseguí unas horas de clase en un ciclo básico situado en Las Minas de Baruta. Impartía Castellano y Literatura, con lo cual aseguré mi primer sueldo estable. Al cabo de poco, ya tenía unas cuantas horas repartidas entre un instituto de niños bien por los lados de Prados del Este y el ciclo básico. El contraste entre el despliegue derrochador de aquellos y la carencia de prácticamente todo entre la gente del barrio era patético. Busqué ganar un poco de sosiego para mi escoriado sentido de la equidad trasladando, subrepticiamente, excedentes (un microscopio, dos carteleras en desuso y unos cuantos útiles destinados al basurero) de uno al otro. Me sentí como un Robin Hood femenil. La mirada agradecida y esperanzada de los muchachos del ciclo básico era premio más que suficiente para los agobios que me tomaba. Por esos días, se me presentó, asimismo, una magnífica oportunidad de alquilar un apartamento tipo estudio en Bello Monte, cerca de la Peña Tanguera. Valdemar consiguió prestada una camioneta ranchera y, en el transcurso de una tarde lluviosa, mudé mis pertenencias. No dejé nota de despedida ni nada por el estilo para Ornela y mi mamá. Simplemente lo hice y ya está.
                        Poco a poco fui reuniendo elementos para mi apartamento. Compré adornos rústicos de barro a unos artesanos del Hatillo y Valdemar me fabricó unas silleticas y unas mesitas de madera (las pintó de ocre). Su compañía me resultó valiosa por aquel entonces: siempre andaba consiguiendo cosas de utilidad. Se aparecía con pocillos de peltre, afiches, ollas, herramientas y toda laya de peroles a los que se les asignaba utilidad, por obligación y necesidad. Después de ayudarme en los arreglos, conversábamos mucho. Los besos no se habían vuelto a repetir, desde los tiempos del bloque. Había algo más, indefinido e inefable. Las raras ocasiones en que no se aparecía por el apartamento, la soledad trotaba por mi pecho, irrumpiendo con estampidas de tsunamis peruanos. Necesitaba relatarle mis vicisitudes en el ciclo básico y en el colegio, ventana y espuma de mis ínfimos piélagos particulares. A veces venía Ornela, hablando hasta por los codos, moviéndose y desplazándose, curioseando por aquí y acullá, tocando las cosas y mudándolas de lugar, pero ya no me enervaba tan fácilmente como antes: mi tolerancia hacia ella aumentaba en la medida en que más distante se desarrollaba mi vida independiente. Conoció a Valdemar y, aunque pienso que se tomaron el esfuerzo de disimularlo, no se cayeron bien el uno con el otro.
                        Pude, incluso, comprarme un carrito, un Fíat chirriquitico que quién sabe por cuántos propietarios había pasado (Ornela aseguraba que era de séptima mano).Valdemar se aplicó con el carburador y los frenos, logrando un mínimo de confiabilidad. Más de una vez pretendió dejarnos botados en la vía, pero apenas sentía sus diestras manos hurgarle las entrañas, el cacharrito cobraba vida... ¡y arrancaba de nuevo! Los muchachos del ciclo básico lo lavaban y le sacaban brillo, y hasta los chicuelos de Prados del Este me daban consejos de buen mantenimiento. Cada día parecía cobrar vida propia, siendo parte inapreciable de mi libertad. Lo bauticé formalmente como El Delfine, porque era alegre y retozón (cuando no lo afectaban los achaques) como sus congéneres reilones de las tersas profundidades.
                        Disfrutaba de la autonomía atlántica con que me desenvolvía por aquellas risueñas jornadas. Tenía mis responsabilidades, ciertamente muchas de ellas la mar de atosigantes, pero diríase que flotaba como brisa atravesando prados sumergidos de violetas, como sueño surgido de sueños y espejos abominables (tipo Borges). Las triviales limitaciones no eran barrera suficiente para impedir la ilusión del reo que ve abierta la puerta de la celda y puede, enseguida, señalar con nuevos ojos las viejas cosas para conferirles jerarquía de almas. La poesía reptaba por los aires ecuánimes del crepúsculo. La montaña del Ávila era una memoria verdosa para la luz que lamía sus playas de oxígeno. La risa de los muchachos de Baruta se me confundía con la música atónita de los pájaros del cerro. El Delfine me remitía a transparentes vidas griegas, no concebidas como fracasos inescapables, sino más bien olisqueadas en proyecciones alternadas: danzas sobre arenas blancas e inmarchitables, al sur de oleajes y caracoles maternales.
                        Valdemar solía verse, cada vez más a menudo, sin recursos para afrontar sus necesidades. Su carrera se prolongaba por causa de los frecuentes cierres de la UCV y por su afán de involucrarse en luchas partidistas. Le gustaba militar en los grupos ultrosos y verse inmiscuido en interminables polémicas entre el Comité de Luchas Populares, la Causa R, Bandera Roja y el Partido de la Revolución Venezolana. Su familia decidió mudarse, por ese entonces, a Puerto Ordaz y él se quedó solo en Caracas. Lo dejaba dormir en la salita de mi apartamento, sobre una estera que él mismo me había regalado. Una calurosa noche de mayo, los cimientos de la ciudad parecieron crujir con agonía de granito. Me encontraba enfrascada en la lectura de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, y me asusté, de veras que me asusté. Salí corriendo, con un pánico eléctrico clavándoseme en el tapón del estómago que me impedía gritar. Recordé, en fracciones de segundo, el terremoto del 67 y el trauma con ceguera que provocó en mi alma el terror de verme tapiada en vida sabiendo que los gusanos se aproximarían, implacables e inapelables, a devorar mis mucosas y mis córneas, y yo sin poder impedirlo y ahogándome de pavor como Edgar Allan Poe bajo el definitivo péndulo. Iba, despavorida y sin saberlo a ciencia cierta, a saltar por la ventana o a lanzarme desbocada por las escaleras cuando sentí su mano atraerme hacia sí y un extraño consuelo me abrigó.
                        —Ya pasó— susurró.
                        Intenté sollozar y dejé que mi cabeza se posara sobre su pecho desnudo. El temblor de tierra había cesado y comenzaba el temblor de mi cuerpo, pues dejé que sus labios pasearan por mi cara y permití que su barba se confundiera con mi pelo y que su boca abrevase de la mía sumiéndome en una calidez que yo sabía, desde hacía mucho, que estaba buscando y deseando. Desde esa noche, dormimos juntos.
                        Puede decirse que fue el ansia de verme protegida lo que me llevó a ser suya. Por esa inercia obstinada que nos induce a todas a recogernos bajo el manto de esos abrazos asertivos, de esos pectorales sólidos y rectangulares. Por esa fragilidad de incertidumbres biológicas que no es más que una agresión divina y bíblica, creación masculina de hecho, a la fortaleza de largo aliento del sexo femenino. El amor, en última instancia, es una claudicación y una adherencia inhóspita de energías sin empleo más útil. Un anexo escueto. Una vertiente sensorial de los goces efímeros entre dos cuerpos en trance de levedad. Y que me perdone Milan Kundera.
                        Ah, pero entonces no lo pensé así. Valdemar me satisfacía, suavemente y sin digitaciones febriles. Logramos, de hecho, acomodarnos a una vida de callada y moderada lealtad. Al fin pareció encontrar una rutina y una estabilidad de hogar propio. Pudo dedicarse (ya no más sobresaltos) a concluir la carrera de ingeniería civil. La nuestra fue una cohabitación integral y totalizadora. Su figura se hizo familiar en el ciclo básico de tanto irme a buscar en El Delfine (rezongaba cuando debía recogerme en el colegio de Prados del Este). Ya en las postrimerías de aquel año escolar, organicé varios actos culturales y él colaboró a plenitud. Monté un par de obras de teatro. Los muchachos de Baruta escogieron Yerma, de Federico García Lorca. Nos divertimos mucho fraguando una puesta en escena bastante heterodoxa, con música arrebiatada de cueros y guaguancó (no había cante jondo a la mano). Valdemar lo disfrutó a más no poder. Y, como colofón, logré convencer a mis alumnos de Prados del Este para escenificar Fuenteovejuna, con lo cual (creo) pude persuadir a unos cuantos entre ellos de que existen muchas posibilidades de trascender en la vida, siempre y cuando se pueda dejar de lado el Disco Music, los paseos sifrinos a la playa para surfear y otras estériles diversiones. De ambas experiencias surgieron algunas vocaciones por las tablas.
                        Valdemar se graduó de ingeniero civil. Los tiempos eran duros. Había recesión y, paradójicamente, los precios del petróleo alcanzaban niveles altísimos. Se desesperaba por no poder encontrar trabajo y maldecía constantemente a los copeyanos. Un día se apareció con la noticia de que, ¡enhorabuena!, había logrado emplearse en una constructora perteneciente a uno de los doce apóstoles. “Eso no importa”, lo conforté esa noche, “porque, por los momentos, lo que necesitas es adquirir experiencia. Después, cuando poseas una base y relaciones más sólidas, podrás salirte de ese antro de corrupción”. Su respuesta fue lacónica: “Hay que comer y, además, debo ayudarte”.
                        Durante varios meses, todo siguió igual. Valdemar trabajaba largas horas, como buscando recuperar el tiempo perdido. Empezó a comer con más apetito e, incluso, a trotar y a hacer ejercicio. Mis clases continuaban con la dinámica usual, salvo por la cada vez mayor ojeriza que yo le estaba provocando a la directora del ciclo básico, una trigueña solterona que nunca dejaba de usar medias antivárices y que había llegado a ese cargo, indudablemente, por alguna palanca favorable en el partido de gobierno. Opté por no atravesar su campo visual y auditivo, en la medida de lo posible, y así no llamar su atención.
                        Cierto día, sufrí un susto terrible. Llegué al apartamento y noté que un tipo de pómulos salientes y labios carnosos estaba acostado en mi cama (mejor dicho, en mi colchón, porque todavía no había ni siquiera comprado el jergón). Ya iba a gritar pidiendo ayuda cuando me di cuenta de que era Valdemar.
          ¿Entonces, te sorprendiste? —me dijo, sonriendo por la impresión que me había causado.
  ¿Y la barba? —le pregunté, ya bajo control.
                        —“Todo tiene su final, nada dura para siempre”— contestó, canturreando con voz desafinada el número popularizado por Héctor Lavoe y Willie Colón.
                        Fue premonitorio, hoy no lo dudo. Porque, a partir de ese instante, todo comenzó a cambiar en él. El antiguo aspecto descuidado, tan a tono en el ambiente de la UCV, fue echado por la borda. Nuevos ternos hicieron irrupción en el guardarropa.
                        —Hay que cambiar la percha. El trabajo así lo exige— explicaba.
                        Cuando llegaba tarde olía a alcohol.
                        —Las relaciones públicas con estos burócratas gobierneros me van a romper el hígado— clarificaba.
                        Cada día se aparecía con un adminículo distinto.
                        —Estos japoneses inventan unos corotos arrechísimos— puntualizaba, al tiempo que le conectaba la videograbadora Sony al televisor de 28 pulgadas y al equipo estéreo.
                        Ahora le daba por fastidiarse en medio de la conversación con nuestros amigos de siempre.
                        —Esta gente sí que habla paja. Con razón nunca pasarán de ser unos pendejos— calificaba, a la par que se servía una generosa porción de escocés 18 años (el ron quedó para las visitas).
                        Yo no pensaba en nada. En realidad no deseaba hacerlo. Siempre he sentido temor del futuro, sobre todo cuando las cosas a mi alrededor aparentan sacudirse y hay vientos de cambio en el ambiente. Hasta Ornela lo percibía.
                        —A Valdemar parece que le va bien en su trabajo de la constructora. El otro día me lo conseguí cenando en El Portón con el director de vialidad del MTC, que es uno de los chivos que más mea con los contratos de obras. ¿Cómo te parece? El tipo fue compañero suyo en la facultad de ingeniería y ahora parece que lo está resolviendo con chambas y más chambas. Pero, ¿qué te pasa? ¿No te alegras de que, por fin, tu hombre va a salir de abajo? —me comentaba ella con su aplomo de abogada “pilas” graduada en la universidad Santa Cecilia.
                        Y en el ciclo básico, la directora no esperaba a que aconteciera alguna desventura para achacármela directa o indirectamente.
                        —A estos muchachos no se les puede otorgar ese grado de confianza que usted les da, profesora Pérez Pirrone, porque se extralimitan y finalizan perdiendo todo sentido de la disciplina y el respeto— me reconvenía con su boca agrietada y su voz de guacharaca afónica.
                        Valdemar se compró un carrazo último modelo.
                        —Vidrios eléctricos, LauraÉ. Y toca aquí, para que sientas cómo enfría ese aire acondicionado. Parece una nevera, ¿verdad? —me decía antes de aconsejarme que prescindiera del Delfine (él me regalaría un Caprice o un Century después, alegaba).
                        Ornela no dejaba también de hacerme recomendaciones.
          ¿Por qué andas todavía en esa llaga? Cualquier día de estos te deja indefensa y a merced de cualquier malandro en uno de esos barrios por donde te la pasas. Aprovecha que Valdemar ahora está en la buena para que te compre un carro decente. Por cierto que hace dos noches me lo topé echándose palos con el socio del ministro en el Seasons y me quedé un rato con ellos. Te voy a decir una cosa, LauraÉ: estaba equivocada con él. Es un tipo simpático y entrador. Va a llegar lejos— me aseguraba con su prestancia de personita provista de todos los contactos del mundo.
                        En el ciclo básico, los escualos no disminuían su hostigamiento.
                        —Profesora Pérez Pirrone, me veo en la obligación de llamarle la atención por el lenguaje poco cónsono que destila ese pasquín el cual, según noticias que me han llegado, ha sido auspiciado por usted so pretexto de ser un medio propicio para el intercambio de ideas. De acuerdo a mi apreciación, esta seudopublicación no pasa de ser un adefesio plagado de obscenidades. Esto no es literatura ni es nada— así definía la directora, con el asentimiento del resto del cuerpo docente, al periodiquito que habían publicado en multígrafo los muchachos del club literario auspiciado por mí.
                        Y más aún:
                        —Profesora Pérez Pirrone, me temo que la proyectada escenificación de La Recluta de Andrés Eloy Blanco no podrá efectuarse porque, es nuestro criterio, la política no debe trascender (sic) las puertas de este plantel.
                        Y todavía más:
                        —Profesora Pérez Pirrone, está terminantemente prohibido utilizar las instalaciones de este instituto para ensayos de cualquier género de grupo musical, de danzas, títeres o lo que sea. Eso no es sino excusa de los malandros del barrio para desplegar sus ociosidades en nuestros predios.
                        Ornela me aconsejaba transigir.
                        A Valdemar le dio por mostrarse más lejano. Hasta podría haber jurado que me evitaba.
                        No aguanté más las náuseas y los mareos.
                        —Mes y medio. Es la primera vez, ¿no?
                        —Sí— le respondí a la ginecóloga del Seguro Social, aprovechando el chequeo que me tocaba por esos días. Ni hablamos del dispositivo intrauterino.
                        —Bien. De ahora en adelante, te verás con el obstetra— y me despidió rauda y veloz.
                        Esperé a Valdemar. Dudaba entre decírselo o no.
                        —Estoy embarazada— le confesé a las tres de la madrugada, cuando llegó.
                        Como de costumbre, había procurado no hacer ruido. Yo le seguía la corriente y fingía. Esa noche todo fue diferente, empezando por su mirada acuosa y terminando por el esfuerzo que realizaba para que su cabeza permaneciera firme. Tardó como diez segundos en reaccionar.
          ¿De verdad? —preguntó con la lengua arcillosa.
                        No respondí. Vino hacia mí y me abrazó.
                        —Qué bueno— afirmó.
                        Quise llorar y no pude. Se durmió a mi lado con las medias y los pantalones todavía puestos.
                        Al día siguiente no vino a la casa. Ni al otro.
                        Me quedé sola.
                        La directora del ciclo básico me entregó una carta. Estaba despedida. Cuando el alumnado se enteró hubo huelgas y manifestaciones. Intenté disuadirlos. Fue en vano.
                        —Profesora Pérez Pirrone, usted es la instigadora de todo este embrollo.
                        Fui citada a la policía. Iban a detenerme. No sé cómo se enteró Ornela y logró sacarme del atolladero. Le conté de mi estado.
                        —No pueden botarte así como así. Estás embarazada y la ley lo prohíbe. Vamos a litigarlo.
                        Le dije que ya no me interesaba trabajar más ahí.
                        Recogí todas las cosas de Valdemar, las empaqueté y lo esperé en la entrada de la lujosa oficina que ocupaba ahora en el CCT. Venía acompañado por una rubia oxigenada con porte de modelo y vestida como profesional de altos emolumentos. El contraste con mis sandalias, mi falda ancha de bluyín y mi franela del equipo de volibol de la UCV no podía ser más marcado. La impresión que se le dibujó en el rostro, ahora lampiño, fue de indecisión, duda, sorpresa, medio burla, vergüenza y dolor.
                        Le arrojé sus pertenencias a los pies y, sin decir nada, me marché. Imagino que se quedó boquiabierto, al lado de su esplendorosa catira.
                        Un mes después se quemó mi edificio. Con todas mis cosas adentro.
                        No me preocupé por nada. Me ubiqué, sin meditarlo mucho, en un plano semejante al de Lou Andreas-Salomé: más allá del bien y del mal. Estaba purificada por el fuego y por la soledad del mar (penumbra, luna y miel).
                        Viviría únicamente para el hijo que ya comenzaba a patearme las entrañas.

sábado, 28 de marzo de 2015

Noventitantos (III)




Capítulo XXX
 
                        ¿Qué podía decir ella? Siempre había estado de acuerdo con mis decisiones y esta vez no fue diferente. Solamente comentó que tendría que trabajar el doble porque ya no se trataba nada más del costo de mis estudios en la universidad Santa Cecilia.
  —Conseguí un apartamentico. No es gran cosa pero, por lo menos, saldremos de aquí. Queda por Las Acacias. ¿Cómo te parece?
                        No pude menos que sonreír. Sabía, desde que tuve uso de razón, que nunca había cejado en su empeño de sacarnos (o debería decir, con toda propiedad, sacarme) del bloque. Sentía, aunque jamás lo manifestó explícitamente, que era poco menos que un baldón. Algún día saldríamos de abajo. De hecho, estábamos dando los primeros pasos efectivos sobre el particular.
                        —El primero del mes entrante nos mudamos. Nuestros gastos serán mayores pero siempre hay modo de arreglarse y...
                        —Por eso no te preocupes —la interrumpí—. Pienso trabajar. Así contribuyo con la manutención de la casa y ayudo a descargarte de obligaciones.
                        Sus mejillas se hundieron al chupar con apetito. La brasa refulgió durante dos segundos, como si quisiera evadirse de la punta del cigarrillo.
                        —Mejor no. Te va a quitar tiempo y la universidad es exigente.
                        —Me inscribí en el turno de la noche.
                        Apagó el cigarrillo en una cenicerita cuadrada de arte murano. El humo se colaba por entre sus sulfatados incisivos.
          ¿A quién habrás salido tan impulsiva? Carajo, eres igualita a tu papá en ese aspecto. Y eso que no lo conociste. Siempre me vienes con los hechos cumplidos y las decisiones ya tomadas.
                        La alusión a mi padre era, francamente, inusual. Al darse cuenta de lo que había hecho, eludió verme y remató la colilla con aspavientos cortos y espasmódicos.
                        —Lo único que espero es que no salgas como él en cuanto a la inconstancia y lo disperso. Pero, ¿qué estoy diciendo? Si eres la única de esta familia con perspectivas.
                        Me levanté para servirme un poco más de café.
                        —A LauraÉ se le están abriendo oportunidades.
                        Encendió otro cigarrillo. El temblor en sus manos no me daba buena espina.
                        —Nos va a abandonar. Tú y yo lo veremos. Esa no tiene sentido de la pertenencia y la solidaridad.
                        —No hables así, mamá. Es tu hija también.
                        —Ornela, no nos engañemos. Yo la parí, la crié y la eduqué. Y, sin embargo, es una extraña para mí. Todo el tiempo permanece muda, todo se lo tranca y no comparte nada. Nunca ha sido una de nosotras. Y ahora muchísimo menos que está enredada con ese vivíparo.
                        Solté una leve carcajada.
                        —No te rías. Quisiera regocijarme cuando pienso que Laura Eunice está escarmentando en carne propia el pago a toda la indiferencia hacia nosotras, su familia, que es lo único con lo que cuenta verdaderamente a la hora de afrontar los topetazos de la vida. ¿Desde cuándo hace que no nos llama? ¿Desde cuándo no viene a dispensarnos una visita y averiguar cómo estamos de salud? ¿Ah?
                        Un ligero acceso de tos cortó la amargura. No quise decirle que, a veces, ella telefoneaba, cuando tenía la plena certeza de que era yo quien iba a contestar. En su voz siempre se apreciaba un extraño titubeo, una mezcla de remordimiento y nostalgia. Era paradójico, pero nos llevábamos mejor entre las dos desde que se había ido a vivir con Valdemar.
                        —Bueno, basta ya de hiel. A cada quien le llega su hora de rendir cuentas y, en ese sentido, el Altísimo es la última instancia. Que cada quien cargue con sus culpas —después de unos cuantos tosidos continuó—. Hay una cosa que deseaba comentarte, Ornela. Este, tú sabrás, no soy quién para juzgar porque nunca tuve oportunidad de estudiar (ni siquiera pude completar el bachillerato), pero de esa universidad Santa Cecilia se dicen cosas no muy buenas, que si es pirata, que si han salido anuncios en los periódicos solicitando profesionales pero que se abstengan los graduados de la Santa Cecilia, qué sé yo...
                        —Mamá, no puedo quedarme de brazos cruzados esperando que se acaben los rollos en la Central. Fíjate todo lo que le costó a LauraÉ para graduarse.
                        —Sí, es verdad, ese es el punto. Y el vivíparo ese todavía no termina su carrera, ¿verdad? Hay que ver que mi pobre hija sí que es pendeja manteniendo a ese vivián.
                        Miré el reloj.
                        —Me voy. No quiero llegar tarde —dije, y me apresté a salir.
                        Ella recogió los restos del desayuno.
                        —Acuérdate que esta tarde tienes fisioterapia.
                        —Y es mi última cita también.
                        —Carajo, por fin salimos de eso. Este domingo le voy a prender dos velas al doctor José Gregorio Hernández para agradecerle su infinita bondad en tu recuperación. Y sería bueno que vinieras conmigo.
          ¿Por qué no me lo dijiste antes? Ya planifiqué irme con los muchachos para la playa este fin de semana.
                        La vi cruzar hacia el fregadero, con los platos y tazas de plástico en las manos, el cigarrillo arqueado en la comisura de los labios, y tratando de contener la tos para no derramarse encima los residuos de café con leche.
                        —Bueno, chica, está bien —replicó, sin trazas de acrimonia—. Iré yo sola. Pero la semana de arriba vienes conmigo, mira que hay que pagar esa promesa entre las dos.
                        —Okey. Chao, pues.
                        A la media hora estaba en el tribunal. Aquel era mi primer día como escribiente. Las mecanógrafas me veían, al principio, con actitud de rareza. Debo significar que mi aspecto no podía calificarse, de buenas a primeras, como muy ortodoxo. Mis anteojos eran gruesísimos, de los llamados “culo de botella”, siendo prolija la enumeración de toda la gama de presbicias y astigmatismos que agobiaban mi visión. Tenía (para más ñapa) hombros de nadadora, aun cuando no soy muy afecta a cualquier clase de extenuación física y, por contraste, mis pechos parecen dos mitades de coco puntiagudas y erectas en sus ochenta y ocho centímetros de diámetro (¿así se dice?). Hubiera querido tener los labios más gruesos y la boca un tanto más ancha porque, con toda sinceridad, no me satisface mucho que digamos mi sonrisa (aunque, a la larga, una aprende a soportarse y a sacarle partido a sus aparentes desventajas). Ni siquiera me gusta cuando me maquillo y por eso casi nunca me pinto. Hay gente que me aconseja llevar el pelo más largo, argumentando que mi cara es un tanto cuadrada y que, de ese modo, se suavizarían mis rasgos. El problema es que me fastidia la peinadera y la lavadera con que tienes que lidiar cuando luces una melenita. De repente son resabios de la niñez (LauraÉ solía descargarme con el sambenito de que yo, dizque, era medio basta y medio cochina) cuando, a veces (o, más bien, muy a menudo), me daba por pasar varios días sin bañarme, siempre contando con las oportunas excusas de mis frecuentes enfermedades. Aunque, al dejar atrás la pubertad, superé ese ingente estado patológico de aversión al aseo, todavía hoy en día procuro acortar mi estancia bajo la ducha a lo mínimo indispensable (no soporto la idea de permanecer mucho tiempo en actividades que no sean ciento por ciento productivas). Qué filosofía, ¿no? Lo que pasa es que esta actitud ante la vida siempre me ha arrojado excelentes resultados.
                        Al cabo de una semana ya me había conquistado a, prácticamente, todo el mundo en el tribunal. Resalto el prácticamente porque el secretario me costó un trabajo extra que, a ratos, me hacía dudar de la eventualidad de hacerme acreedora de su simpatía. Hablando con franqueza, se trataba de un tipo hosco, repelente, amargado, acomplejado, vengativo y, además, resultó ser mi primer contacto directo con el mundo corruptín. Durante un lapso relativamente prolongado hice gala de todo mi repertorio de halagos y consideraciones con la idea fija de ganármelo para mi causa. Debo aclarar, no obstante, que yo no pasaba todavía de ser una muchachita medio ingenua recién graduada de bachiller en Humanidades, medio crédula de todo lo que le decían y medio inexperimentada en los verdaderos intríngulis de la vida. Según mi mamá (ya la han escuchado), existía en mí un impulso feroz (esa era su expresión textual), sin duda alguna heredada de ese padre a quien nunca conocí, que me guiaba, con terquedad de gallego, a la conquista de las personas que me rodeaban y convertirme en un foco de atracción (impulso no del todo inocuo porque, a la larga, terminaba organizando a esas gentes con alguna finalidad). Pues bien, me di con ahínco a granjearme la buena voluntad del secretario del tribunal (quien, de paso, fungía de jefe de los escribientes y, por ende, mío). El hombre no cedía ni a las zalamerías ni a las chanzas ni al jueguito del amigo secreto. Yo soy dura para dar mi brazo a torcer y ya estaba a punto de tirar la toalla con el susodicho cuando, al fin, le agarré una debilidad.
                        El cuento es como sigue. Durante mis últimos años de bachillerato trabé buena amistad con Carmen Adilia Fragachán, una llanerita buenamoza con quien me asocié para vender, aquí en Caracas, varias delicatesses que sólo se producían en su pueblo natal, Santa Narda de Miguaque. Y no nos fue nada mal. A punta de pisillo de venado, queso de mano y queso de cincho, lapa, chigüire y pavón, en metódicos obsequios (sacrificando parte de mis ganancias), me fui ganando la confianza del tozudo secretario. Demos gracias al Bendito (como dice mi mamá) porque el hombre resultó ser muy buen diente y por ahí Ornelita coló su caballito de Troyita. Al cabo de cierto tiempo, me constituí en su inseparable mano derecha y empezó a dejarme tajadas de las numerosas operaciones, no del todo sacrosantas, que practicaba, con la venia oculta del juez, manipulando los legajos, expedientes y sumarios de los pleitos más jugosos. Accedí, de hecho, al conocimiento de vista, trato y comunicación con los abogados más expertos en zancadillas, traspiés, retardos y/o aceleraciones procesales (de acuerdo a las particulares conveniencias) y, en fin, con todos aquellos veteranos en cualquier clase de componendas para obtener los más pingües beneficios dentro de los diversos litigios que se ventilaban en ese juzgado. Simultáneamente, avanzaba con paso firme y decidido, en la carrera de derecho, ejusdem.
                        Cada vez más se afianzaba mi certeza de que la universidad Santa Cecilia era, con bien ganados títulos, una extensión o, más bien, una derivación de lo que vivía todos los días en mi trabajo del tribunal. Para no perder la costumbre, comencé a moverme de inmediato en esos predios como pez en el agua. La oportunidad la pintaban más que calva. Sin duda alguna, era el mejor sitio de Caracas y de toda Venezuela para iniciar contactos, para conocer y dejarse conocer, para establecer lazos con una infinidad de personas que deberían convertirse, una vez en el ejercicio profesional, en factores de extraordinaria utilidad. En este punto divergíamos de plano (para variar) LauraÉ y yo. Ella sostenía que la universidad debía ser, ante todo y sobre todo, el Alma Mater, vale decir, no solamente el sitio donde uno adquiere una profesión que, strictu sensu, no es sino una habilidad vital con rango académico. Como aprender la carpintería, pero una carpintería de suma envergadura. “Lo importante no estriba en dotarse de un oficio o de un diploma que nos garantice prebendas en la jerarquía social”, me machacaba LauraÉ, “sino aprovechar el entorno de profundización en el conocimiento, por el conocimiento y para el conocimiento, enriqueciendo el espíritu y accediendo a niveles más altos en la comprensión de los procesos humanos”. Y proseguía preguntándome si en la universidad Santa Cecilia existía un cineclub donde pasaran películas de Luis Buñuel y de Ingmar Bergman, si se presentaban orquestas sinfónicas o cuartetos de cámara, si había exposiciones pictóricas, si tan siquiera venían los cantantes de nueva trova cubana a realizar conciertos. Ajá, todo eso suena muy bonito, le contestaba yo, pero con eso no se come, ni se compran apartamentos, ni se puede viajar para Disneyworld. Ciertamente, la pobre LauraÉ se quedaba sin poder replicar ante la solidez real de mis argumentos. Buscando contradecirme, me enrostraba la pésima celebridad que, injustamente, arrastraba mi universidad. “En la Santa Cecilia es más fácil graduarse que conseguir puesto en el estacionamiento”, intervenía Valdemar con su fastidiosa condescendencia (siempre me llamaba La Cuñys, condimentando el apodo con cierto tonito chocante). Yo defendía mi causa manifestando que entre mis profesores se contaban los más afamados miembros de la corte suprema, del consejo de la judicatura y, por si fuera poco, varios jueces (altamente conocidos) que llevaban algunos de los casos más sonados en los medios tribunalicios. Sin dejarme concluir la argumentación, LauraÉ se condolía del pobre sistema judicial venezolano. “Con razón la justicia en este país es una solemne cagada”, espetaba, con su vozarrón montaraz, Valdemar. Sin derecho a pataleo, LauraÉ iniciaba una larga diatriba contra el ordenamiento clasista que sólo se guiaba por la capacidad pecuniaria de los individuos y, sin más ni más, el cuestionamiento se extendía a todo el sistema con lo cual (toco madera por lo pavoso) ya estábamos hablando de política, que es una de las cosas que más detesto de este mundo.
Ah, pero mejor es no quejarse. Ese ha sido uno de los mejores períodos de mi vida. Por un lado, me consolidé en lo físico. Asumí todas mis limitaciones y aprendí a sobrellevarlas, transformándolas, más bien, en parte de mi inventario de atractivos. Hay varones, por ejemplo, que se sienten inmensamente atraídos por las mujeres con lentes porque intuyen que en ellas existe mayor densidad espiritual e intelectual. Aparte de que nosotras tres no somos nada feas. En sus fotos de juventud se puede apreciar en mi mamá una mirada lánguida y profunda (a lo María Félix) y una boca definitivamente carnosa, provocativa y misteriosa, con el pelo rizado que le caía sobre los hombros dándole un aire de ninfa cabaretera, en el mejor sentido de la palabra (ella se enerva cuando le hago estas comparaciones). Lástima que la vida la haya tratado tan mal. Su matrimonio naufragó estrepitosamente y ello la afectó sobremanera. La vida la arrojó con dos hijas pequeñas al sendero de la dura lucha y ahí mismo se inició un lento proceso de desgaste. Pero nadie lo puede dudar: era bella en sus buenos tiempos. Y si no fuera porque LauraÉ se ha dejado ganar por esa trastocada simpatía hacia las causas perdidas (incluyendo el feminismo) y si procurase poner un poco más de atención en su persona, digo, afirmo, enfatizo y reitero que sería (de hecho lo es) una mujer de una espléndida y enigmática belleza. Yo, por mi parte, más afortunada no puedo ser: he caído víctima de siete mil infortunios durante mi niñez y, sin embargo, sé que atizo reacciones de evidente atracción en unos cuantos machitos. De pequeña padecí de una suerte de leucemia que no pasó a mayores gracias a la entereza de mi mamá. Ella sacrificó lo mejor de su vida para sufragarme un costoso tratamiento que incluyó (¡y me erizo de sólo recordarlo!) unas dolorosísimas punciones entre las vértebras para extraerme líquido encefalorraquídeo. A resultas de la quimioterapia, mi crecimiento se vio afectado, mi dentición fue anormal, se me cayó el pelo y sobrellevé una palidez anémica que retrasó mi desarrollo menstrual hasta casi los dieciséis años. Para colmo, celebrando la culminación del tercer año de bachillerato, fui arrollada por un vehículo (se dio a la fuga, el muy desgraciado, pero algún día daré con él) y se temió que mi pierna izquierda fuese amputada. Mi mamá le hizo la consabida promesa al Dr. José Gregorio Hernández y, a fuerza de fisioterapia y mucha constancia, logramos salvarla de manera total (aun me duele cuando el tiempo se pone demasiado húmedo). Y no mencionemos toda la sarta de sarampiones, lechinas, tosferinas, dengues (y pare usted de contar), de la que no me salvé ni aun viviendo en el perenne encierro aderezado con sobreprotección maternal donde transcurrió mi infancia. No era para menos. A veces pienso que de ahí proviene el alejamiento entre LauraÉ y mi mamá. Toda su atención se volcó hacia la frágil, enclenque y quebradiza hija que, en ocasiones, coqueteó con la muerte, mientras la otra crecía sana, sin problemas aparentes pero, en el fondo, sintiéndose desdeñada. LauraÉ se refugió en un escueto retraimiento que la llevaba a sumergirse en la lectura. Pasaba días sin hablar. Yo, a pesar de mis precoces achaques, siempre fui activa, emprendedora, comunicativa y muy dada a compartir con los demás, quizá como compensación a las largas horas de suplicio que, de por sí, le imponen a una instantes de involuntaria soledad (hoy en día le tengo tirria a la soledad). Soy intuitiva, impulsiva y no gasto mucho tiempo en disquisiciones trascendentes. Actúo, ¡y fuera cacho! Después, evalúo las consecuencias de mis actos (nunca antes). Mi mamá afirma que me parezco en eso a mi papá, con la diferencia de que él fue (es) un fracasado, mientras que yo no me arredro ante nada. En los pocos y raros momentos en que la inactividad me gobierna y me siento de humor para meditar me pregunto: ¿cómo pueden ser dos hermanas tan radicalmente diferentes? Creo que LauraÉ muchas veces acondicionó sus reacciones para ser conscientemente distinta de mí. Reconozco que, muy a menudo, me comporté como una atorrante (siempre me calificaba de ese modo) con ella. No podía evitarlo. En esa época gozaba fastidiándola. Hoy en día no. Confieso abiertamente que me encantaría ganarme su cariño y su admiración. Pero subsiste una barrera invisible de resquemor en ella. No sé cómo definirlo. Me da la impresión de que se la pasa luchando contra cierto remordimiento, clavado muy adentro, por no poder darse a plenitud con mi mamá y conmigo. LauraÉ no es persona de malos sentimientos. Todo lo contrario. He sido testigo del aprecio y de la estima que ella es capaz de granjearse cuando se lo propone. ¿Por qué no podemos ser, tan siquiera, amigas? ¿Por qué estamos signadas por un pasado del cual no somos culpables? Presiento que mi mamá, sin querer queriendo, le enrostró a LauraÉ buena parte de sus frustraciones. Debe ser terrible para un hijo verse preterido al saber que sus padres ostentan favoritismos. Me propuse enmendar esa terrible carga. Sé que soy capaz de hacerlo. LauraÉ deberá saber que el amor entre nosotras no podrá tener parangón.




sábado, 21 de marzo de 2015

Noventitantos (II)



Capítulo XX

                        Desperté y tuve conciencia de un laberinto de paredes verdes. Todo estaba deforme, como visto a través de un lente gran angular.
                        Pretendí incorporarme. La cabeza parecía que se me iba a despegar del tronco. Además, una cadencia de marimbas desacopladas hormigueaba por los linderos de mis vías gástricas. En eso llegó una figura de contornos difusos, toda alba, atemperada y eficiente.
                        Please, don’t move— me recomendó.
                        Hice esfuerzos por fijar la vista, pero el mundo se bamboleaba y se me salía de foco. Oprimí mis ojos varias veces hasta que, por fin, los alrededores teñidos de una claridad, ahora verdiazul, se estrellaron contra mi maltrecha percepción.
                        Try to rest. You are in a weak condition— me aconsejó.
                        I’m feeling better now— mentí y noté una sonrisa compasiva en su carita redonda de coneja cautiva.
                        Comencé a autochequearme. Sentí las manos y los pies responder, pero con cierta torpeza de siestas vespertinas. Al menos estaba completo, aunque podía asegurar, sin asomo de perjurio, que me habían despegado recientemente de mi fraternal siamés serruchándome la cabeza con una herramienta mohosa.
                        —I’m starving— me quejé, sin darme tiempo a recaer en la depresión.
                        Do you want me to bring you some food? —me preguntó.
                        —At once, please. Want to take my order?
                        Hubiera jurado que disimuló la risa (deber profesional, no doubt). A medida que la vista se me iba aclarando me daba cuenta que no era nada fea (muchas enfermeras tienen esa mala fama por doquier). Lo único que perturbaba el conjunto era la boca. Tenía los labios demasiado gruesos, para mi gusto, y creí notar que sus dientes estaban algo manchados. A lo mejor era que se estaba haciendo un tratamiento de conductos.
                        Only chicken broth for today, I’m afraid. You are under strict observation and you can not have anything else to eat, at least for the time being.
                        Cerré los ojos y un aluvión de remembranzas me aguijoneó.
                        Oh, by the way, your friends have been outside there waiting to see you. If you feel all right now...
                        Recordé.
                        —Tell them to come in, please.
                        Salió y la fatiga sorda que me embargó no me permitió solazarme con su pulcro andar de cachorra. Otra silueta se estaba colando por las ranuras de mi pensamiento, como esas interferencias tan frecuentes en las transmisiones de onda corta.
                        La puerta se abrió y dos bultos embriagados de un halo turquesa entraron.
  ¿Cómo te estás sintiendo?
                        Volví a abrir los ojos. Charlie y Laureano me escrutaban con temor de cobayos rumbo a esterilizados laboratorios de linóleo.
                        —Mejor. ¿Qué me hicieron?
                        —De todo, carnalito— respondió Charlie, con impecable acento del DF.
                        —Qué susto tan verraco nos hiciste pasar, viejito— ripostó Laureano.
                        —Todo fue producto del descontrol. Ahora me tienen que sacar de aquí.
          ¿Cómo? ¿Estás loco? —Charlie parecía el más impresionado de ambos.
                        —No estás en condiciones— clarificó Laureano.
                        Quise levantarme y desistí cuando la cabeza me giró transitivamente.
                        —Tranquilízate, Benny— Laureano puso una mano en mi hombro.
                        Tragué saliva para lubricar mi pastosa garganta.
                        —A propósito— dije—, ¿cómo arreglaron mi ingreso a este hospital?
                        —Te salí de fiador con mi Diners— contestó Charlie.
                        —Te reembolso cuando lleguemos a Eley.
                        Se miraron entre ambos.
                        —Estoy débil, okey. Pero después de comer, recupero energías y nos vamos. No soporto más este sitio. Me parece que me voy a asfixiar.
          ¿Qué van a decir los doctores cuando vean que te marchas? —preguntó Laureano.
                        —Fuck the doctors! —espeté.
                `      Precisamente en eso entró la nurse con la bandeja, la sopa, las galletas y un líquido color de tierra. Si escuchó la imprecación mundana que acababa yo de soltar no pareció darle mucha importancia. Me sonrió con sus dienticos manchados y sus ojos de ónix. Era ancha de ancas, lo cual me desagradó. La despedí de inmediato, haciendo caso omiso a sus amables reconvenciones de que debía alimentarme lo suficiente para que lo médicos me diesen de alta.
                        A pesar de que sentí como si me hubieran golpeado el estómago con diez mil toneladas de pan ázimo cuando empecé a probar bocado, me engullí todo en un santiamén. Tenía la mente en blanco.
                        —Alcemos el vuelo antes que aparezca otra enfermera metiche— conminé, finalizando la comida y disponiéndome a salir de la cama—. Salgan y me avisan si viene alguien.
                        Me vestí a toda prisa. Sentí mis manos ansiar rebelarse. Hice acopio de toda mi capacidad de concentración y las obligué a mantenerse firmes. Me pareció que habían transcurrido millones de minutos cuando salí, al fin, de la habitación.
                        —Órale, ¿te sientes bien? —preguntó Charlie cuando me vio trasponer el umbral y vacilar un tanto a causa de la brillantez aceitosa de las lámparas del pasillo.
                        —Sí. Andando.
                        Nos encaminamos. Temía a cada instante que surgiera, desde detrás de una puerta de mahogany, la presencia caderuda de la enfermerita. Ya estábamos próximos al ascensor.
                        —No, por ahí no— ordené por lo bajo y señalé la escalera de emergencia.
                        Laureano me sostuvo al hacérseme pesados los escalones. Charlie me abrió la puerta de planta baja.
                        —No hay moros en la costa— advirtió y lo seguimos.
                        Había numerosas personas por todos lados. Era un día normal, evidentemente. Accedimos al parking lot. El sol del desierto se desparramaba con su temperamento insolente haciendo chirriar el asfalto. Llegamos al Cutlass plateado de Charlie. Arrancamos de un tirón. En cuestión de segundos ya estábamos en el highway. Alcé un tanto la cabeza y miré hacia atrás. Las siluetas de los hoteles y los casinos se borraban rápidamente bajo el trasfondo del paisaje árido y hostil. Sentí algo de náuseas.
          ¿Estás seguro de que aguantarás el trayecto? —me preguntó Laureano con la cara blanca y los labios más rojos que de costumbre, semejándose a un gandul de las caricaturas de Dick Tracy.
                        —Voy a dormir— fue toda mi respuesta.
                        Escuchaba sus voces a lo lejos, atravesando pasadizos aéreos. “No me imaginaba que podía haberle pegado tan duro”, aseveraba Laureano con su cortesía relamida del Norte bogotano. “Tan tranquilo que se le veía en la mesa de blackjack y el sustito que nos aventó, ándele pues”, comentaba Charlie. Y no se explicaban cómo fue que me paré, luego de haber ganado casi seis de los grandes (Buddy, you sure is lucky tonite, dizque me decía una negrona sureña de amplias y generosas tetas), y me fui, sin que nadie lo notara, a la habitación, y varias horas después me encontraron botando una espuma verdiblanca por la boca, y con el estómago sobresaturado de toda clase de tabletas para dormir, y con el pecho sonándome como un fuelle oxidado, y se asustaron de muerte porque creyeron que no había salvación alguna para mí, y las chorus girls que se habían levantado no sabían si gritar o ponerse a llorar ante el mórbido espectáculo que yo estaba dando a bocajarro en la alfombra de ese hotel miliunanochesco, y yo (en el piso, pues) con la mirada de la muerte autoinfligida resoplando desde mis córneas yertas, y los gritos de somebody call an ambulance this is an emergency move it now!, y llegó la ambulancia con su pito estridente, y me llevaron de emergencia a ese hospital, y Laureano que no rezaba “desde la época del ruido, vea usted” se acordó de golpe de todos los padrenuestros y las avemarías y los yopecadores que había aprendido en su edad de colegial (“era la época de los Lleras, hijos de la gran puta”), y qué verraquera tan grande, viejito, y Charlie “Jíjole, pinche cabrón, cuántos lavados de estómago que le hicieron y cuántos enemas y todavía no me imagino por qué se le ocurrió semejante tarugada”, y Laureano que pronunció un solo nombre y entonces la vi, nítidamente, sin parásitos en la transmisión, claramente, sin smog en el horizonte.
                        No la culpo por haberme dejado. Reconozco que me había puesto insoportable, intolerable, inaguantable. No sé qué me llevó a reaccionar de esa forma ante ella. Quizá fuera mi recurrente gentefobia. A Cheryl le placía enormemente verse rodeada; le gustaba recibir, preparar cenas, salir y aceptar invitaciones. Se integraba rápidamente y a todos caía bien porque tenía la sonrisa fácil y su reír era franco y halagador. She’s a total winner, me comparé con ella, definiéndome a la vez. Porque yo ni siquiera tenía la menor idea de dónde estaba parado.
                        Me había convertido en el campeón de los mentirosos. Pero, ¿dónde termina la verdad y empieza el embuste? Bastaba que yo dijera que la situación era así y asao para que todos los desaguaderos de la existencia se metamorfosearan. Nada más que con mi conjuro. Quería jugar a Dios. Las acuarelas de la vida desembocaban al calor y a la textura que yo les señalara. Y todo por causa de los aburrimientos semitas que me sacudían los agobios.
                        Qué tedios tan inauditos e inauditables. Comenzando por el college. Ahí fue donde la conocí. Y donde la perdí. Me dejó de un día para otro, sin previo aviso. Hacía tiempo que no nos disputábamos y era, a no dudar, porque me evitaba. Estaba harta de mis mentiras y mis sofismas. Era demasiado para su espíritu de niña asentada y ultracuerda del Midwest, perteneciente a ese mundo donde todo tiene un orden y una secuencia, donde todo te previene para que ganes el cielo mediante el esfuerzo bienhechor, donde la fe discurre sin preguntas engorrosas, donde el juego de Monopoly de la verdad se confunde con la rutina de las almas simples. Se cansó de mis crueldades anodinas. Si por lo menos hubiera yo sido un mobster, un gamberro, un hooligan o un malandro sediento de sangre, a lo mejor nuestras vidas se habrían aliñado con un tantico de excitación criminal, con una pizquita de tensión sadomasoquista (¡uf!) y, digo yo, con unas migas de emoción óperajabonosa. O quizá si lo hubiera intentado por el lado de la locura artística, si hubiera errado por esos farallones empañados con una mirada fragmentada en ayeres de vidrio y señales de ceniza en la frente, con una paleta y un pincel y una voz oscurecida por pesadillas vetustas, a lo mejor, repito, lo habría logrado con ella. Ah, pero a Cheryl le daban grima (she despised all of that, no matter what) los desórdenes volcánicos en la vida.
                        Insisto, ¿es que acaso mi habilidad, mi pericia, mi maestría en parir de la nada mundos impávidos y sutiles como bombas de latón no es una de las formas más grandilocuentes del arte? Para los arcaicos que sopesan la calidad de la creación sobre la base de labores autoflagelantes y repetitivas, a certain gift que emerge del ocio y del tedio (como es el caso de quien suscribe) no es más que escapismo pueril. Absolutely not! Enfáticamente lo niego. Reivindico la pureza de la pereza. Condeno el maniqueísmo aberrante que ha pretendido relegar el arte sublime de mentir al desván de lo insulso y lo objetable. Deseo el rigor del fuego eterno y del olvido reparador para todas las moralidades inocuas e inicuas. Cheryl se disgustaba al oírme afirmar que el universo obtendría su liberación inapelable, en estados más avanzados del proceso evolutivo, cuando los hombres asumieran definitivamente el rol de escultores de lo eterno. Y para llegar a ello hay que elucubrar. Pero sin esforzarse en hipocresías sudoríparas. Solo hay que aguardar por las dinámicas espontáneas y dejarse llevar por el ánimo creativo. Forjar de la nada. Inventar. Mentir. Sin prefabricar ni rajarse el cacumen. ¿De qué han valido en la historia los ardores del músculo y los recalentamientos encefálicos? Los grandes aprovechadores del entorno vital han sido tipos que tuvieron la buena fortuna de estar en el momento, la hora y el sitio adecuados. Lo demás no vino sino por su velocidad en sacarle partido a la situación presentada, pero eso es un don con el que se nace (you have it or you don’t have it). Definámoslo como un olfato esmerilado en la combustión cromosómica: “It’s only a matter of grabbing your chance and don’t let it pass you by”, I used to tell Cheryl and her WASP frame of mind made her uncomfortable.
                        Debo reconocer, en este aparte de recomendable cordura, que ella intentó encarrilarme por el buen sendero. Su comprensión y devoción tuvieron visos de infinito. Cosa que no llegó a contagiar su paciencia.
                        Llegué a amarla con ese sentido de lo posesivo que enturbia siempre mi acomodo vital con el otro sexo. Quise construir un mundo hermético, donde no tuvieran cabida las vibraciones palurdas del mundo de las ratas y los coleópteros de dos patas. Vivimos momentos de intensa dicha y placer cuando lograba apartarla por unos días de la extraña exaltación de sus catarsis de socialite. Y de aquellos paroxismos de amor y sensibilidad caíamos, sin atenuantes ni ecuanimidad, en un anticlímax atroz cuando me daba por sufrir estas gozosas inactividades absolutas, estos dulces minutos de andar a la deriva por las geologías de la vida sin hacer nada, sin pensar en nada, salvo darle contento a Chancleto. ¡Ah, dulce, enhiesto y circuncidado Chancleto! Cheryl se exasperaba sin lograr entender que esa es la epifanía de los seres como yo. Peor se puso cuando supo que hacía tiempo me habían suspendido del college por mis prolongadas ausencias. Confesaré que la pericia manual de mi excelente carnal Laureano Londoño Caycedo me había resuelto el problema del ganapán pues, con cierta frecuencia, lograba hacerle llegar a mi viejo una convincente copia certificada con las excelentes notas que estaba obteniendo en mi carrera de Business Administration.
                        ¿Para qué autotrepanarme el cráneo con vanas recriminaciones e insulsas vergüenzas? Podía quedarme en California todo el tiempo que quisiera. El único problema era el asma espiritual que me estaba produciendo la ausencia de Cheryl.
                        Me iba a volver loco si no la volvía a ver. La tenía clavada en las costillas, en el bulbo raquídeo, en la pleura. Intenté verter un paraguas de disciplina emocional que me disuadiera de pensar en ella. Sabía que era imposible. Sentí mis manos temblar. Hubiera querido beber, pero el recuerdo de mi estupidez, la noche anterior en Las Vegas...
                        Llegamos, por fin, a Los Ángeles. Charlie y Laureano decidieron quedarse en mi apartamento, temerosos de una recaída en mi estado de ánimo. Les aseguré que iba a seguir durmiendo. Laureano salió a comprar cheese burgers. Charlie se embebió con la TV donde pasaban un rerun de Columbo, con su ojo caído y el tabaco a medio fumar en la comisura del labio de Peter Falk.
                        Me cambié de ropa. Abrí la ventana y me escabullí por la escalera de incendios. Caminé hasta Sunset Boulevard y detuve a un chicano cuya cara de dios sanguinario se compaginaba, en cierto modo, con su oficio de cab driver. Le di una dirección por los lados de Rodeo Drive en una jerigonza que no era castellano mucho menos inglés. El tipo entendió. La boca me sabía a consultorio de dentista.
                        —Aquí es, vato— me señaló una casa de elegante y bien cuidado césped.
                        Bajé y deseé dar marcha atrás porque me acobardaba aquel zumbido que me acalambraba el estómago y me agarrotaba las piernas. Respiré hondo para calmarme, me encaminé y toqué el timbre con un dedo índice que manaba sudor como el géiser de Yellowstone y temblaba como la falla de San Andreas.
                      Un rubicundo, con porte de Robert Redford en bermudas, abrió.
                        —Cheryl, please— le dije.
                        Puso cara de sorpresa.
                        I guess you have the wrong address. There is no Cheryl living in here.
                        Su mirada tenía ecos sardónicos.
                        I know she’s here— insistí—. Let me in.
                        Se interpuso en mi camino. Le di un empujón y penetré al recibo.
                        —Hey, what’s going on? —exclamó, agarrándome por la camisa.
                        Con todo y lo débil que me sentía, le asesté un manotazo. Me soltó y avancé por entre una galería de muebles costosos.
  ¡Cheryl! —llamé.
                        El rubicundo me saltó por detrás y me aprisionó el cuello. La furia me encegueció y, acopiando todas mis fuerzas, le soné el hígado de un buen codazo. Reculó un tanto, soltándome. Me viré con la intención de arrearle un puñetazo en esa cara de ídolo quinceañero, pero el muy s.o.b. fue más rápido y me hizo aterrizar sobre la telefonera con un directo a la oreja izquierda. Hubo un estrépito circense.
                        —Stop it!
                        Era Cheryl. Lucía un T-shirt gaseoso que la cubría hasta las rodillas, with no underwear. Sentí rabia.
                        Me erguí, mirándola fijamente.
                        Cheryl, I just...
                        Benny, I don’t want to see you anymore— me dijo, con un acento reseco y gélido—. Please, get out of here and don’t you dare to come back.
                        Un leve mareo me bailoteaba en las sienes.
                        I came to take you home with me— mis palabras reverberaban.
                        Si tan sólo hubiese mostrado un gesto de dolor, de comprensión, de amor.
                        —Drop dead, Benny!
                        Me habría envanecido de dicha si su tono hubiera discurrido dejos de odio y amargura, porque eso significaría que todavía existían brasas de amor recónditas. Pero sólo había fastidio. Tedio. Damned boredom!
                        No quería asumirlo de forma consciente, pero supe que había perdido hasta el sentido del ridículo.
                        Cheryl, please, don’t... leave me. I’m begging you... — y mi voz era un ruidito quejoso, con reminiscencias de moco imberbe.
                        Sin mayor explicación, dio media vuelta y se encerró, de un portazo, en una habitación.
          ¡Cheryl! —grité, esforzándome inauditamente para que no se me fueran los gallos.
                        El rubicundo me habló con cadencia de adonis celuloidal.
                        You already heard it, pal. She wants you to split.
                        Intentó tomarme por el brazo, pero me desasí. Debió notar el aura de derrota que manaba desde la concavidad más profunda de mis folículos pilosos porque no pretendió volver a medirse conmigo. De todas maneras, mis fuerzas se habían esfumado. Si mis ojos no hubieran estado tan secos y arrugados como unas California raisins habría llorado.
                        Salí, con andar desahuciado, hacia la noche de mi alma (¡uf!).
                        Llegué a mi casa. Charlie y Laureano estaban pálidos y asustadizos. Habían telefoneado a media humanidad al percibir mi desaparición. Hice caso omiso de ellos y me enrumbé a la cama, sin escalas, cubriéndome la cara con una almohada. Soñé esa noche que me encontraba con Marilyn Monroe en una enorme recámara rosada; ella me hablaba y no podía escuchar su aterciopelada voz; me ofreció un puñado de pastillas, tabletas, píldoras, grageas y comprimidos, de todos los colores habidos en el mundo; las tomamos con mucho champagne y reíamos y reíamos mientras nos deslizábamos por túneles potables...
                        Al día siguiente desperté con una sensación de termocauterio, como si me hubieran practicado una biopsia en el espíritu. Tan solo deseaba alejarme de todo. Le pagué a Charlie lo de mi convalecencia. A Laureano le aflojé trescientos de los verdes para que me forjara un diploma de graduación del college.
                        El aeropuerto estaba repleto. Tomé el primer vuelo a Miami. Después de engorrosos lapsos llenos de prolapsos y aduanas,  oscureció por completo y ya me encontraba subiendo por la autopista. Los ranchos parecían haberse extendido hasta mucho más cerca del mar, por un lado, y del cielo, por el otro.
                        Caracas seguía siendo un despelote descomunal.