Capítulo XX
Desperté y tuve
conciencia de un laberinto de paredes verdes. Todo estaba deforme, como visto a
través de un lente gran angular.
Pretendí incorporarme.
La cabeza parecía que se me iba a despegar del tronco. Además, una cadencia de
marimbas desacopladas hormigueaba por los linderos de mis vías gástricas. En
eso llegó una figura de contornos difusos, toda alba, atemperada y eficiente.
—Please,
don’t move— me recomendó.
Hice esfuerzos por fijar la vista, pero el mundo se bamboleaba y se me
salía de foco. Oprimí mis ojos varias veces hasta que, por fin, los alrededores
teñidos de una claridad, ahora verdiazul, se estrellaron contra mi maltrecha
percepción.
—Try to rest.
You are in a weak condition— me aconsejó.
—I’m feeling better now— mentí
y noté una sonrisa compasiva en su carita redonda de coneja cautiva.
Comencé a
autochequearme. Sentí las manos y los pies responder, pero con cierta torpeza
de siestas vespertinas. Al menos estaba completo, aunque podía asegurar, sin asomo
de perjurio, que me habían despegado recientemente de mi fraternal siamés
serruchándome la cabeza con una herramienta mohosa.
—I’m starving— me quejé, sin darme tiempo a recaer en la depresión.
—Do you want
me to bring you some food? —me preguntó.
—At once, please. Want to take my order?
Hubiera jurado que
disimuló la risa (deber profesional, no
doubt). A medida que la vista se me iba aclarando me daba cuenta que no era
nada fea (muchas enfermeras tienen esa mala fama por doquier). Lo único que
perturbaba el conjunto era la boca. Tenía los labios demasiado gruesos, para mi
gusto, y creí notar que sus dientes estaban algo manchados. A lo mejor era que
se estaba haciendo un tratamiento de conductos.
—Only chicken
broth for today, I’m afraid. You are under strict observation and you can not
have anything else to eat, at least for the time being.
Cerré los ojos y un aluvión de remembranzas me aguijoneó.
—Oh, by the
way, your friends have been outside there waiting to see you. If you feel all right
now...
Recordé.
—Tell them to come in, please.
Salió y la fatiga sorda que me embargó no me permitió solazarme con su
pulcro andar de cachorra. Otra silueta se estaba colando por las ranuras de mi
pensamiento, como esas interferencias tan frecuentes en las transmisiones de
onda corta.
La puerta se abrió y dos
bultos embriagados de un halo turquesa entraron.
— ¿Cómo te estás sintiendo?
Volví a abrir los ojos.
Charlie y Laureano me escrutaban con temor de cobayos rumbo a esterilizados
laboratorios de linóleo.
—Mejor. ¿Qué me
hicieron?
—De todo, carnalito—
respondió Charlie, con impecable acento del DF.
—Qué susto tan verraco
nos hiciste pasar, viejito— ripostó Laureano.
—Todo fue producto del
descontrol. Ahora me tienen que sacar de aquí.
—
¿Cómo? ¿Estás loco? —Charlie parecía el
más impresionado de ambos.
—No estás en
condiciones— clarificó Laureano.
Quise levantarme y
desistí cuando la cabeza me giró transitivamente.
—Tranquilízate, Benny—
Laureano puso una mano en mi hombro.
Tragué saliva para
lubricar mi pastosa garganta.
—A propósito— dije—,
¿cómo arreglaron mi ingreso a este hospital?
—Te salí de fiador con
mi Diners— contestó Charlie.
—Te reembolso cuando
lleguemos a Eley.
Se miraron entre ambos.
—Estoy débil, okey. Pero
después de comer, recupero energías y nos vamos. No soporto más este sitio. Me
parece que me voy a asfixiar.
—
¿Qué van a decir los doctores cuando
vean que te marchas? —preguntó Laureano.
—Fuck the doctors! —espeté.
` Precisamente en eso entró la nurse con la bandeja, la sopa, las galletas y un líquido color de
tierra. Si escuchó la imprecación mundana que acababa yo de soltar no pareció
darle mucha importancia. Me sonrió con sus dienticos manchados y sus ojos de
ónix. Era ancha de ancas, lo cual me desagradó. La despedí de inmediato,
haciendo caso omiso a sus amables reconvenciones de que debía alimentarme lo
suficiente para que lo médicos me diesen de alta.
A pesar de que sentí
como si me hubieran golpeado el estómago con diez mil toneladas de pan ázimo
cuando empecé a probar bocado, me engullí todo en un santiamén. Tenía la mente
en blanco.
—Alcemos el vuelo antes
que aparezca otra enfermera metiche— conminé, finalizando la comida y
disponiéndome a salir de la cama—. Salgan y me avisan si viene alguien.
Me vestí a toda prisa.
Sentí mis manos ansiar rebelarse. Hice acopio de toda mi capacidad de
concentración y las obligué a mantenerse firmes. Me pareció que habían
transcurrido millones de minutos cuando salí, al fin, de la habitación.
—Órale, ¿te sientes
bien? —preguntó Charlie cuando me vio trasponer el umbral y vacilar un tanto a
causa de la brillantez aceitosa de las lámparas del pasillo.
—Sí. Andando.
Nos encaminamos. Temía a
cada instante que surgiera, desde detrás de una puerta de mahogany, la presencia caderuda de la enfermerita. Ya estábamos
próximos al ascensor.
—No, por ahí no— ordené
por lo bajo y señalé la escalera de emergencia.
Laureano me sostuvo al
hacérseme pesados los escalones. Charlie me abrió la puerta de planta baja.
—No hay moros en la
costa— advirtió y lo seguimos.
Había numerosas personas
por todos lados. Era un día normal, evidentemente. Accedimos al parking lot. El sol del desierto se
desparramaba con su temperamento insolente haciendo chirriar el asfalto.
Llegamos al Cutlass plateado de
Charlie. Arrancamos de un tirón. En cuestión de segundos ya estábamos en el highway. Alcé un tanto la cabeza y miré
hacia atrás. Las siluetas de los hoteles y los casinos se borraban rápidamente
bajo el trasfondo del paisaje árido y hostil. Sentí algo de náuseas.
—
¿Estás seguro de que aguantarás el
trayecto? —me preguntó Laureano con la cara blanca y los labios más rojos que
de costumbre, semejándose a un gandul de las caricaturas de Dick Tracy.
—Voy a dormir— fue toda
mi respuesta.
Escuchaba sus voces a lo
lejos, atravesando pasadizos aéreos. “No me imaginaba que podía haberle pegado
tan duro”, aseveraba Laureano con su cortesía relamida del Norte bogotano. “Tan
tranquilo que se le veía en la mesa de blackjack
y el sustito que nos aventó, ándele pues”, comentaba Charlie. Y no se
explicaban cómo fue que me paré, luego de haber ganado casi seis de los grandes
(Buddy, you sure is lucky tonite,
dizque me decía una negrona sureña de amplias y generosas tetas), y me fui, sin
que nadie lo notara, a la habitación, y varias horas después me encontraron
botando una espuma verdiblanca por la boca, y con el estómago sobresaturado de
toda clase de tabletas para dormir, y con el pecho sonándome como un fuelle
oxidado, y se asustaron de muerte porque creyeron que no había salvación alguna
para mí, y las chorus girls que se
habían levantado no sabían si gritar o ponerse a llorar ante el mórbido
espectáculo que yo estaba dando a bocajarro en la alfombra de ese hotel
miliunanochesco, y yo (en el piso, pues) con la mirada de la muerte
autoinfligida resoplando desde mis córneas yertas, y los gritos de somebody call an ambulance this is an
emergency move it now!, y llegó la ambulancia con su pito estridente, y me
llevaron de emergencia a ese hospital, y Laureano que no rezaba “desde la época
del ruido, vea usted” se acordó de golpe de todos los padrenuestros y las
avemarías y los yopecadores que había aprendido en su edad de colegial (“era la
época de los Lleras, hijos de la gran puta”), y qué verraquera tan grande,
viejito, y Charlie “Jíjole, pinche cabrón, cuántos lavados de estómago que le
hicieron y cuántos enemas y todavía no me imagino por qué se le ocurrió
semejante tarugada”, y Laureano que pronunció un solo nombre y entonces la vi,
nítidamente, sin parásitos en la transmisión, claramente, sin smog en el horizonte.
No la culpo por haberme
dejado. Reconozco que me había puesto insoportable, intolerable, inaguantable.
No sé qué me llevó a reaccionar de esa forma ante ella. Quizá fuera mi
recurrente gentefobia. A Cheryl le placía enormemente verse rodeada; le gustaba
recibir, preparar cenas, salir y aceptar invitaciones. Se integraba rápidamente
y a todos caía bien porque tenía la sonrisa fácil y su reír era franco y
halagador. She’s a total winner, me
comparé con ella, definiéndome a la vez. Porque yo ni siquiera tenía la menor
idea de dónde estaba parado.
Me había convertido en
el campeón de los mentirosos. Pero, ¿dónde termina la verdad y empieza el
embuste? Bastaba que yo dijera que la situación era así y asao para que todos
los desaguaderos de la existencia se metamorfosearan. Nada más que con mi
conjuro. Quería jugar a Dios. Las acuarelas de la vida desembocaban al calor y
a la textura que yo les señalara. Y todo por causa de los aburrimientos semitas
que me sacudían los agobios.
Qué tedios tan inauditos
e inauditables. Comenzando por el college.
Ahí fue donde la conocí. Y donde la perdí. Me dejó de un día para otro, sin
previo aviso. Hacía tiempo que no nos disputábamos y era, a no dudar, porque me
evitaba. Estaba harta de mis mentiras y mis sofismas. Era demasiado para su
espíritu de niña asentada y ultracuerda del Midwest,
perteneciente a ese mundo donde todo tiene un orden y una secuencia, donde todo
te previene para que ganes el cielo mediante el esfuerzo bienhechor, donde la
fe discurre sin preguntas engorrosas, donde el juego de Monopoly de la verdad se confunde con la rutina de las almas
simples. Se cansó de mis crueldades anodinas. Si por lo menos hubiera yo sido
un mobster, un gamberro, un hooligan o un malandro sediento de
sangre, a lo mejor nuestras vidas se habrían aliñado con un tantico de
excitación criminal, con una pizquita de tensión sadomasoquista (¡uf!) y, digo
yo, con unas migas de emoción óperajabonosa. O quizá si lo hubiera intentado
por el lado de la locura artística, si hubiera errado por esos farallones
empañados con una mirada fragmentada en ayeres de vidrio y señales de ceniza en
la frente, con una paleta y un pincel y una voz oscurecida por pesadillas
vetustas, a lo mejor, repito, lo habría logrado con ella. Ah, pero a Cheryl le
daban grima (she despised all of that, no
matter what) los desórdenes volcánicos en la vida.
Insisto, ¿es que acaso
mi habilidad, mi pericia, mi maestría en parir de la nada mundos impávidos y
sutiles como bombas de latón no es una de las formas más grandilocuentes del
arte? Para los arcaicos que sopesan la calidad de la creación sobre la base de
labores autoflagelantes y repetitivas, a
certain gift que emerge del ocio y del tedio (como es el caso de quien
suscribe) no es más que escapismo pueril. Absolutely
not! Enfáticamente lo niego. Reivindico la pureza de la pereza. Condeno el
maniqueísmo aberrante que ha pretendido relegar el arte sublime de mentir al
desván de lo insulso y lo objetable. Deseo el rigor del fuego eterno y del
olvido reparador para todas las moralidades inocuas e inicuas. Cheryl se
disgustaba al oírme afirmar que el universo obtendría su liberación inapelable,
en estados más avanzados del proceso evolutivo, cuando los hombres asumieran
definitivamente el rol de escultores de lo eterno. Y para llegar a ello hay que
elucubrar. Pero sin esforzarse en hipocresías sudoríparas. Solo hay que
aguardar por las dinámicas espontáneas y dejarse llevar por el ánimo creativo.
Forjar de la nada. Inventar. Mentir. Sin prefabricar ni rajarse el cacumen. ¿De
qué han valido en la historia los ardores del músculo y los recalentamientos
encefálicos? Los grandes aprovechadores del entorno vital han sido tipos que
tuvieron la buena fortuna de estar en el momento, la hora y el sitio adecuados.
Lo demás no vino sino por su velocidad en sacarle partido a la situación
presentada, pero eso es un don con el que se nace (you have it or you don’t have it). Definámoslo como un olfato esmerilado en la
combustión cromosómica: “It’s only a
matter of grabbing your chance and don’t let it pass you by”, I used to tell
Cheryl and her WASP frame of mind made her uncomfortable.
Debo reconocer, en este aparte de recomendable cordura, que ella intentó
encarrilarme por el buen sendero. Su comprensión y devoción tuvieron visos de
infinito. Cosa que no llegó a contagiar su paciencia.
Llegué a amarla con ese
sentido de lo posesivo que enturbia siempre mi acomodo vital con el otro sexo.
Quise construir un mundo hermético, donde no tuvieran cabida las vibraciones
palurdas del mundo de las ratas y los coleópteros de dos patas. Vivimos
momentos de intensa dicha y placer cuando lograba apartarla por unos días de la
extraña exaltación de sus catarsis de socialite.
Y de aquellos paroxismos de amor y sensibilidad caíamos, sin atenuantes ni
ecuanimidad, en un anticlímax atroz cuando me daba por sufrir estas gozosas
inactividades absolutas, estos dulces minutos de andar a la deriva por las
geologías de la vida sin hacer nada, sin pensar en nada, salvo darle contento a
Chancleto. ¡Ah, dulce, enhiesto y circuncidado Chancleto! Cheryl se exasperaba
sin lograr entender que esa es la epifanía de los seres como yo. Peor se puso
cuando supo que hacía tiempo me habían suspendido del college por mis prolongadas ausencias. Confesaré que la pericia
manual de mi excelente carnal Laureano Londoño Caycedo me había resuelto el
problema del ganapán pues, con cierta frecuencia, lograba hacerle llegar a mi
viejo una convincente copia certificada con las excelentes notas que estaba
obteniendo en mi carrera de Business
Administration.
¿Para qué autotrepanarme
el cráneo con vanas recriminaciones e insulsas vergüenzas? Podía quedarme en
California todo el tiempo que quisiera. El único problema era el asma
espiritual que me estaba produciendo la ausencia de Cheryl.
Me iba a volver loco si
no la volvía a ver. La tenía clavada en las costillas, en el bulbo raquídeo, en
la pleura. Intenté verter un paraguas de disciplina emocional que me disuadiera
de pensar en ella. Sabía que era imposible. Sentí mis manos temblar. Hubiera
querido beber, pero el recuerdo de mi estupidez, la noche anterior en Las
Vegas...
Llegamos, por fin, a Los
Ángeles. Charlie y Laureano decidieron quedarse en mi apartamento, temerosos de
una recaída en mi estado de ánimo. Les aseguré que iba a seguir durmiendo.
Laureano salió a comprar cheese burgers.
Charlie se embebió con la TV donde pasaban un rerun de Columbo, con su
ojo caído y el tabaco a medio fumar en la comisura del labio de Peter Falk.
Me cambié de ropa. Abrí
la ventana y me escabullí por la escalera de incendios. Caminé hasta Sunset
Boulevard y detuve a un chicano cuya cara de dios sanguinario se compaginaba,
en cierto modo, con su oficio de cab
driver. Le di una dirección por los lados de Rodeo Drive en una jerigonza
que no era castellano mucho menos inglés. El tipo entendió. La boca me sabía a
consultorio de dentista.
—Aquí es, vato— me
señaló una casa de elegante y bien cuidado césped.
Bajé y deseé dar marcha
atrás porque me acobardaba aquel zumbido que me acalambraba el estómago y me
agarrotaba las piernas. Respiré hondo para calmarme, me encaminé y toqué el
timbre con un dedo índice que manaba sudor como el géiser de Yellowstone y
temblaba como la falla de San Andreas.
Un rubicundo, con porte
de Robert Redford en bermudas, abrió.
—Cheryl, please— le dije.
Puso cara de sorpresa.
—I guess you
have the wrong address. There is no Cheryl living in here.
Su mirada tenía ecos sardónicos.
—I know she’s
here— insistí—. Let me in.
Se interpuso en mi
camino. Le di un empujón y penetré al recibo.
—Hey, what’s going on? —exclamó, agarrándome por la camisa.
Con todo y lo débil que
me sentía, le asesté un manotazo. Me soltó y avancé por entre una galería de
muebles costosos.
— ¡Cheryl! —llamé.
El rubicundo me saltó
por detrás y me aprisionó el cuello. La furia me encegueció y, acopiando todas
mis fuerzas, le soné el hígado de un buen codazo. Reculó un tanto, soltándome.
Me viré con la intención de arrearle un puñetazo en esa cara de ídolo
quinceañero, pero el muy s.o.b. fue
más rápido y me hizo aterrizar sobre la telefonera con un directo a la oreja
izquierda. Hubo un estrépito circense.
—Stop it!
Era Cheryl. Lucía un T-shirt gaseoso que la cubría hasta las
rodillas, with no underwear. Sentí
rabia.
Me erguí, mirándola
fijamente.
—Cheryl, I
just...
—Benny, I don’t want to see you
anymore— me dijo, con un acento reseco y gélido—. Please, get out of here and don’t you dare to come back.
Un leve mareo me bailoteaba en las sienes.
—I came to
take you home with me— mis palabras reverberaban.
Si tan sólo hubiese mostrado un gesto de dolor, de comprensión, de amor.
—Drop dead, Benny!
Me habría envanecido de
dicha si su tono hubiera discurrido dejos de odio y amargura, porque eso
significaría que todavía existían brasas de amor recónditas. Pero sólo había
fastidio. Tedio. Damned boredom!
No quería asumirlo de
forma consciente, pero supe que había perdido hasta el sentido del ridículo.
—Cheryl,
please, don’t... leave me. I’m begging you... — y mi voz era un ruidito quejoso,
con reminiscencias de moco imberbe.
Sin mayor explicación,
dio media vuelta y se encerró, de un portazo, en una habitación.
—
¡Cheryl! —grité, esforzándome
inauditamente para que no se me fueran los gallos.
El rubicundo me habló
con cadencia de adonis celuloidal.
—You already
heard it, pal. She wants you to split.
Intentó tomarme por el brazo, pero me desasí. Debió notar el aura de
derrota que manaba desde la concavidad más profunda de mis folículos pilosos
porque no pretendió volver a medirse conmigo. De todas maneras, mis fuerzas se
habían esfumado. Si mis ojos no hubieran estado tan secos y arrugados como unas
California raisins habría llorado.
Salí, con andar
desahuciado, hacia la noche de mi alma (¡uf!).
Llegué a mi casa.
Charlie y Laureano estaban pálidos y asustadizos. Habían telefoneado a media
humanidad al percibir mi desaparición. Hice caso omiso de ellos y me enrumbé a
la cama, sin escalas, cubriéndome la cara con una almohada. Soñé esa noche que
me encontraba con Marilyn Monroe en una enorme recámara rosada; ella me hablaba
y no podía escuchar su aterciopelada voz; me ofreció un puñado de pastillas,
tabletas, píldoras, grageas y comprimidos, de todos los colores habidos en el
mundo; las tomamos con mucho champagne y reíamos y reíamos mientras nos
deslizábamos por túneles potables...
Al día siguiente
desperté con una sensación de termocauterio, como si me hubieran practicado una
biopsia en el espíritu. Tan solo deseaba alejarme de todo. Le pagué a Charlie
lo de mi convalecencia. A Laureano le aflojé trescientos de los verdes para que
me forjara un diploma de graduación del college.
El aeropuerto estaba
repleto. Tomé el primer vuelo a Miami. Después de engorrosos lapsos llenos de
prolapsos y aduanas, oscureció por
completo y ya me encontraba subiendo por la autopista. Los ranchos parecían
haberse extendido hasta mucho más cerca del mar, por un lado, y del cielo, por
el otro.
Caracas seguía siendo un
despelote descomunal.