DAVID
Cuando cumplió años, David recibió de regalo
un cuatro. El señor Azael Lisandro, su padre, había notado que el muchacho,
cuando estaba en la casa, se solazaba con su creciente colección de discos de
45 RPM, escuchándolos en su aparato portátil, también obsequio de un cumpleaños
anterior. David era un coleccionista nato: tenía barajitas de los peloteros de
grandes ligas; metras de todos los tamaños y colores; suplementos de Batman,
Súperman, Chánoc y de todos los superhéroes habidos y por haber; álbumes de
cromos con los cuales se había ganado un velocípedo y un maletín de química infantil;
revistas ilustradas con los carnavalescos gladiadores del pancracio que, junto
a los suplementos, resultaban ávido objeto de intercambio con los otros
chicuelos a la salida del cine, luego de la matinée
dominical. Pero últimamente el furor coleccionista se había concentrado en los
discos de 45 RPM.
Su gusto era ecléctico. Arrancaba con la
versión que hacía Billo de “La Pollera Colorá” y Emilita Dago guarachando con
“El Veneno de los Hombres”; pasaba por el sensual y quejumbroso “Tronco Seco”
de Lila Morillo; hacía un rasante por la
llanerada de Simón Díaz cantando “El Superbloque”; se venía en picada con el
muy rítmico The Twist de Chubby
Checker; y aterrizaba con Los Teen Tops y “La Plaga”. Todos ellos debidamente
clasificados dentro de un álbum en el cual se insertaban los discos en compartimientos
de plástico. Y cuando estallaba un nuevo hit
discográfico, del género que fuese, desde Palito Ortega hasta Tito Rodríguez,
David lograba que se lo compraran. Todo lo que era música lo atraía, sin duda.
Se quedaba embelesado frente al televisor viendo a Víctor Saume o Renny
Ottolina anunciar una interminable sucesión de estrellas de todos los colores y
procedencias: Lucho Gatica, Alfredo Sadel, el “Chogüí” Néstor Zavarce, Los
Cinco Latinos, Virginia López, el Indio Araucano, Edith Salcedo, Chucho
Avellanet, Olga Guillot. Fue de esa manera que el señor Azael Lisandro pensó
que su muchacho a lo mejor tendría aptitudes para el “excelso arte” (como lo
calificaba don Lorenzo Miranda Toledo) y decidió comprarle un cuatro.
Recibió las primeras lecciones del profesor
Arístides Mazatlán quien, además de ser su maestro de 5º grado en el colegio
del padre Carrasco, solía catalizar su pasión musical dirigiendo una orquesta
bailable, la única en Santa Narda de Miguaque. El profesor Arístides Mazatlán
era un mulato de considerable estatura, labio belfo, papada porcina y vientre
amenazador, pero su carácter afable lo hacía el favorito tanto de David como de
sus compañeros. Jamás se le había visto propinar palmetazos e la mano a quienes
se excedían en sus travesuras, como sí era el caso del padre Carrasco cuando se
le metía el demonio inquisidor en el cuerpo. Para el profesor Arístides
Mazatlán lo único que importaba eran los mambos, las cumbias, los pasodobles,
los boleros y los chachachás que arreglaba para el Combo “La Sensación”, con sus cuatro saxos, dos trompetas, dos trombones de vara, percusión, contrabajo y
piano, ejecutado por él mismo. A no dudar, era su verdadero orgullo, cual padre
afortunado.
David se esmeró desde el primer coqueteo con
el cuatro. Al principio se le dificultaba un tanto, de oídas, el La-Re-Fa
sostenido-Si de la afinación que todo venezolano canturrea como
“cam-bur-pin-tón”. Las yemas de los dedos le despedían chispas al develar el
retruque de la tónica, sensible y dominante del Re Mayor; pero, al cabo de poco
tiempo y tomándole la avanzada a los otros aprendices, ya estaba chapurreando
los acordes de “Compadre Pancho” y de “Moliendo Café”. La muñeca se destrababa
y el tímpano vislumbraba sutilezas armónicas. El profesor Arístides Mazatlán lo
alentaba.
No transcurrió mucho tiempo para que David lograse
dominar todos los aires de la música folklórica venezolana. Atacaba con
destreza joropos, pasajes, valses, gaitas, aguinaldos, galerones, polos,
merengues y guasas. Era prácticamente insustituible en los actos culturales,
verbenas y en cuanto asomo de conjunto intentara formarse en el colegio. El
padre Carrasco comenzó a fijarse en él, cosa impensable hasta ese entonces, y
lo incluyó en el grupo de luminarias del plantel. Las luminarias eran los
campeones del saber y el deporte, a quienes el temperamental sacerdote recurría
para su particular lucimiento cuando acogía la visita de autoridades de
cualquier jerarquía y, especialmente, de las personas que expedían el dulce
olor del poderoso caballero de Quevedo. Fisonómicamente hablando, las luminarias
del plantel abarcaban desde el desmirriado Sojito, quien podía recitar sin espabilar
las fechas de un sinnúmero de batallas de la independencia y todas las capitales
del mundo, hasta el espigado “Chino” Rivera, as del basket, campeón mateador
del team de volibol y cuarto bate de
“Los Caimanes”, el equipo de béisbol del colegio. Y ahora, se contaba a David como
último ingreso al grupo de luminarias, el “Mozart de Miguaque”, como lo glorificaba
el padre Carrasco.
No mucho después, el profesor Arístides Mazatlán
le comentó a David que un amigo suyo estaba vendiendo un arpa por tan solo
doscientos bolívares. El señor Azael Lisandro accedió a desembolsar la suma
olisqueando, con algún sentido de negociante, que la ganga valía la pena.
Además, el muchacho prometía, cosa que no dejaba de proporcionarle un dejo de
satisfacción.
David le embistió al multicorde instrumento
con su entusiasmo habitual y, previsiblemente, en breve lapso ya estaba
pulsando alegres pajarillos, puntillosas quirpas y recios seis por derecho. El
profesor Arístides Mazatlán le había recomendado practicar con el afamado
arpista Rogelio Obregón, muy conocido en todo el llano por su bordoneo feraz y
por su tipleo de exquisita tesitura rítmica, quien, por esos días, estaba en
Miguaque, amenizando fiestas y terneras en los hatos vecinos. No fue de
extrañeza alguna, para quienes conocían la prodigiosa capacidad de aprendizaje
del muchacho, que Rogelio Obregón quedase fascinado con la rapidez y
versatilidad con que David absorbía todo lo concerniente a melodía, ritmo y
armonía.
—Este carajito es un fenómeno — le repetía
Rogelio Obregón a todo el que se le atravesase en el camino.
—Pues claro que sí. ¡Si no lo habré notado
yo, que soy su preceptor! ¡Por algo lo bauticé como el Stravinsky de la música
criolla! — se atrevió a espetarle el impulsivo padre Carrasco, apuntalando sus
derechos de primacía.
—Me lo llevo pa’ Caracas a presentárselo a
Juan Vicente Torrealba: ¡y le sale contrato en televisión! — manifestaba con
excitación Rogelio Obregón, celoso de no dejarse arrebatar su descubrimiento,
finalizando muy llaneramente con un estruendoso “¡nojoda!”
El entusiasmo del famoso arpista era
genuino. No tardó en hablar con el señor Azael Lisandro.
—El muchacho tiene calidad, amigo Azael. Me
gustaría hablar con Juan Vicente a ver si lo presentamos por el canal 2 y a
ver, también, si le grabamos un disco.
Esa noche, el señor Azael Lisandro conversó
el asunto con la señora Maritza, su esposa.
— ¿Y con quién lo vamos a mandar? — preguntó
la señora Maritza.
—Pues tienes que ir tú con él, mujer. Ni de
vaina se va ese carajito solo, aunque toque el arpa con todos los Torrealbas
del mundo. Además, así aprovechas y me le echas una chequeadita a Azaelito, a
ver si necesita algo. Con tantos peos que hay en esa universidad no vaya a ser
que se le ocurra meterse a guerrillero. ¡Ahí sí es verdad que la cagaríamos!
— ¿Y cuándo sería la ida? — volvió a
preguntar la señora Maritza.
—El lunes de la semana de arriba — contestó
el señor Azael Lisandro, aflojándose la correa que le torturaba el cada día más
prominente abdomen, a la par que sacaba la cabeza por la ventana que daba al
zaguán y arrojaba un ensordecedor escupitajo.
— ¡Por Dios, Azael, que no me gusta que desgarres
así! — lo increpó la señora Maritza.
— ¡No seas güevona, mujer! — masculló el
señor Azael Lisandro.
El día siguiente fue sábado. El señor Azael
Lisandro pasó la jornada inspeccionando una finca que tenía intenciones de
adquirir por los lados de Tenapa, un pueblo cercano a Miguaque. Cuando llegó a
su casa ya eran casi las ocho de la noche. La señora Maritza veía “Casos y Cosas
de Casa” en la televisión, disfrutando con los enredos conyugales de Jorge Félix
y América Alonso.
— ¿Dónde está David? — interrogó el señor
Azael Lisandro.
—En el cine con Pedrarias — respondió la
señora Maritza.
A las nueve y media ya David estaba en la
casa. Como de costumbre, se sentó al lado de su padre a disfrutar del desigual
combate que, en lucha de relevos, libraban “Jaime El Fantasma” y el “Dragón
Chino” contra el “Tigrito del Ring” y el “Gladiador Croata”. La puerta de la
calle permanecía abierta para que penetrase algo de brisa y amainara, en algún
grado, el impío calor del verano.
—Ese réferi está vendido pa’ los rudos —
comentó el señor Azael Lisandro, meneando con el índice los cubos de hielo del
“Old Parr” que se estaba tomando.
—Mmmmjú — fue la respuesta de David.
Al terminar el último enfrentamiento, el
señor Azael Lisandro se enfrascó en una larga discusión con Arquímedes, un
antioqueño propietario de una ferretería ubicada a media cuadra de la casa de
los Lisandro, también en la calle La Cuaima. El señor Azael Lisandro argüía que
la lucha libre era puro circo, porque “dónde carajo se veía que un tipo que
estaba medio muerto y más cortao que una cántara de leche vieja se parara recuperado
y ganara un combate a punta de tacles voladores y tijeretas asesinas”. Y
Arquímedes replicaba que él había presenciado una lucha allá en Medellín donde
uno de los contrincantes había quedado “muertito de verdad-verdad que se lo
juro mire luego de que le aplicaran una doble nelson y el hombre no se pudo soltar pero tampoco se
rendía qué verraco el hijuelagranputa y cuando sonó la campana y el árbitro
logró que el rudo lo aflojara (porque el susodicho era el técnico) el hombre
cayó largo a largo y llamaron al médico de la comisión y el doctor le tomó el
pulso y le alumbró las pupilas con una linternita y dijo qué va su merced este
infeliz ya pasó a mejor vida y se formó la madre de las verraqueras con tángana
y todo venga que le cuento vea”.
—Si hubiera estado allá Paulita, la madrina
de los luchadores, segurito que le cae a carterazos al rudo y al árbitro —
comentó el señor Azael Lisandro, riendo de buena gana y meneando el casi derretido
hielo.
Después de agotar las incidencias del
pancracio arrancaron a hablar de política. “No, Arquímedes, a esta ancha base
se la está llevando el diablo”. “Pues fíjese que allá los liberales y los
conservadores andan como uña y carne con el pacto nacional, vea usted”. David
decidió acostarse.
A las cuatro de la madrugada se despertó. Un
zumbido le taladraba incesantemente los oídos.
A la mañana siguiente, domingo, se reunió de
nuevo con Pedrarias. Se pasaron la jornada oyendo una y otra vez el mismo
disco.
El miércoles, el señor Azael Lisandro
preguntó:
—David, ¿dónde está el arpa?
El muchacho titubeó, pero se decidió a
contestar.
—Se la vendí al “Negro” Melo por
cuatrocientos bolívares.
El señor Azael Lisandro se quedó casi
congelado.
— ¿Cómo
es la vaina?
David remató la faena.
—Voy a comprarme una guitarra eléctrica.
1 comentario:
Que memoria tan impresionante... recordar todo, y tal cual como lo vivimos... Y lo de la guitarra eléctrica... Fue verdad?
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