Tañen los sudarios
Emilio
Arévalo Quijote (XVII)
La libertad es un grito,
seguido de una larga pena, no una comodidad, ni una coartada. Mas así definida,
hay que desposarla sin ambages.
Albert
Camus, en L’Express, París, 8 0ctubre
1955
Travesaños
De nuevo en Arauca, Colombia, a mediados de diciembre 1921, Emilio
Arévalo Cedeño seguía rehusándose a concebir este último destierro como traspiés.
Sus hombres hacían gala a ojos vistas de las mil penalidades sufridas, “con
apenas quince cartuchos cada uno, desnudos, enfermos (…) Parece mentira que
Dios se haya aliado a Gómez para acabar con los patriotas”.
Una
vez contactado con el doctor Carmelo París, su viejo y férreo correligionario,
EAC procede a entregarle el escaso armamento remanente para su custodia en
espera de mejor hora, y, simultáneamente, consigue asentar a sus seguidores en
diversos hatos de la zona propiedad de ganaderos amigos, garantizándoles así el
sustento. De seguidas, se traslada al Nevado del
Cocuy confiando en que el aire prístino y helado de la cordillera lograría
mejorarle la maltratada salud.
Tiempo
de convalecencia. Tiempo de reflexión. Para Arévalo, “Venezuela vivía la
tranquilidad imperturbable del Mar Muerto, teniendo en el fondo las aguas
cenagosas de nuestra corrupción, y en la superficie de ellas la barca del
tirano y de toda su familia, pintada con la sangre de nuestros diez mil
compatriotas asesinados por ellos, y navegando viento en popa y a toda vela,
cargada con todas nuestras riquezas nacionales, producto del asesinato y del
pillaje”. Tal jaez de cavilaciones habría llevado a un espíritu inferior a la
melancolía y la dejadez. No así a nuestro intransigente Quijote antidictatorial.
Espeluznándose
Desde
El
Banco, Magdalena, Colombia, Arévalo viajó con proa a Cartagena de Indias, preservando
cuidadosamente el incógnito. El espionaje gomero era harto eficiente y, como
colofón, el gobierno neogranadino, aguijoneado por la diplomacia del Bagre de
La Mulera, ambicionaba echarle el guante al guariqueño para deportarlo.
Ya
en la histórica ciudad donde Bolívar rubricara su señero Manifiesto
previo a la Campaña
Admirable, EAC hubo de ingeniárselas pues, careciendo de pasaporte, le era vedado
abordar embarcación alguna. Los sabuesos gomecistas lo acechaban sin tregua.
Arévalo, sin más ni más, se apersonó en el consulado de Costa Rica. Remembrando
su cordial amistad con el padre Villanea —presbítero oriundo de ese país
centroamericano quien prestaba servicios en el Vicariato Apostólico de Arauca—,
se fingió de nacionalidad tica y alegó ser sobrino del sacerdote, oriundo de Puerto Limón, y no
se privó de añadir algunos detalles extras. El ardid cuajó y Arévalo Cedeño logró
agenciarse el ansiado documento, partiendo ipso facto rumbo a Panamá.
Llegado
al istmo, el hostigado vallepascuense consiguió cobijo gracias al socorro de
Pedro José Jugo Delgado y Luis Felipe Navas, miembros del Partido Republicano
Venezolano. Presa de febril actividad, Arévalo dirige, enseguida,
correspondencia a miembros de la diáspora criolla en varios países, se reúne
con exiliados de vieja y nueva data, y, en fin, despliega sus afanes conminando
a la unión sin egoísmos de todas las banderías para obtener una reacción más implacable
contra el poder omnímodo de Juan Vicente Gómez.
A
todas estas, Emilio Arévalo se encontraba virtualmente en la inopia. De no ser
por el concurso desinteresado de los connacionales mencionados previamente,
hasta hambre hubiera sobrellevado. Mas la suerte acudió en su auxilio en la
persona de José María Ortega Martínez quien le suministró doscientos dólares
para el pasaje a la Babel de Hierro, lugar que aglutinaba al grueso del
ostracismo venezolano.
Ya
en Nueva York, adonde arribara en compañía del doctor Carlos León el 26
septiembre 1922, el guariqueño intentó erigirse en bisagra y lazo entre las disímiles
agrupaciones, separadas por mezquindades de los viejos caudillos (de “aquellas
momias egipcias”, los tilda en su autobiografía), los mismos vencidos por
Castro y Gómez cuando la Revolución
Libertadora, los mismos que canturreaban tercamente el abanico de sus añejas
glorias montoneras desde la época de la Guerra Federal, los
mismos que se veían a sí mismos como sustitutos del Benemérito en un orden de
cosas no muy diferente a La
Rehabilitación Nacional, porque para ellos la lucha no personificaba los
mismos ideales de libertad y democracia que preconizaba Emilio Arévalo sino la
prosecución del sempiterno teatro de desvergüenzas, con un amodorrado casting de cabecillas semifeudales.
Sin
dar su brazo a torcer, EAC logra congregar a varios factores de la oposición a
la dictadura en la clínica neoyorquina del doctor Francisco H. Rivero. Arévalo
inicia el cónclave ilustrando a los presentes sobre el resultado de su reciente
incursión en territorio patrio y recalcando la necesidad de contar con mayores
recursos para reanudar la lucha.
Ahí
mismo se produjo un percance con el veterano general Régulo Olivares quien
contradijo varias de las afirmaciones de Arévalo Cedeño. Era casi una fija que
en cada asamblea de líderes venezolanos estallaran altercados similares. Olivares
criticó el descalabro experimentado, a lo que replicó Ortega Martínez, aliado
de Arévalo: “Usted es el que menos derecho tiene a hablar, General Olivares, porque
Ud. dijo al no querer entrar en el proyecto, negándose Ud. como se niega a
todo, que cuando nosotros invadiéramos, Ud. iría detrás de nosotros echándonos
plomo; y con respecto al dinero perdido por la Revolución (…), no tengo que
darle cuenta a nadie, por que allí se perdió mi dinero”.
Estas
pequeñeces influían, a no dudar, en los cíclicos naufragios de los intentos por
presentarle un frente común a Gómez. Emilio Arévalo Cedeño manifestaba a viva
voz su disposición a retornar al campo de las hostilidades, no obstante los aprietos
y estrecheces. Lo trascendente era no amainar en la lucha.
Pronto
se le daría tal empeño, pero primero debía garantizarse un sustentáculo mínimo
en aquel perímetro espinoso, alejado de sus raíces patrias, desgajado de ese maruto
suyo enterrado en la maltratada Venezuela objeto de sus desvelos.
@nicolayiyo
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