lunes, 11 de marzo de 2013

Persecución implacable

Los mostos pedregosos

Emilio Arévalo Quijote (XVI)
por: Nicolás Soto

La roca en pan quebrado,
el aguacero en medio de cuchillos
Luis Pastori, El pozo



Hogazas
                                                                                                        

Las fuerzas gomecistas destacadas en Acarigua se mantenían sobre aviso. Por ello, al acercarse Emilio Arévalo en marcha forzada, salieron a su encuentro un coronel Peña, coriano, y un coronel Rangel, tachirense. El primero resultó prisionero luego de una carga de caballería. El segundo huyó despavorido. A su hermano, Luis Arévalo Cedeño, se le encomendó perseguirlo.

Ya en Araure, EAC publica un manifiesto en contra de Gómez —“no somos esclavos, no somos abyectos, no somos canallas”, insistía—, protestando nuevamente la intervención norteamericana en los asuntos venezolanos. Teófilo Leal, propietario de la tipografía donde se imprimió, pagaría cárcel eventualmente en el castillo de Puerto Cabello, calzado con un par de grillos de setenta libras, por tal osadía.

Aun gozando del apoyo material y afectivo de los acarigüeños, Arévalo no podía detenerse allí por mucho tiempo. Movilizándose con presteza, se llegó hasta La Aparición donde, en vez de alborozarse con la advocación de la virgen de Coromoto, arremetió contra las carretas gomeras, cual Quijote lanza en ristre desfaciendo entuertos.

Al igual que el monopolio sobre los mataderos, las pesas de carne, los lactuarios y la compraventa de caballos (causa primigenia del alzamiento arevalero), Juan Vicente Gómez gozaba del privilegio absoluto de proveer la logística al programa de construcción de carreteras diseñado por su régimen. A tal fin, disponía de flotas enteras de carretas y mulas para el transporte de personas y materiales, cobrando y dándose lo vuelto.

Arévalo Cedeño  se encontró con quinientos de estos vehículos, más sus bestias respectivas, apostados en el tramo de unos cincuenta kilómetros entre Acarigua y La Aparición,   “ganando veinticinco bolívares por día”. De acuerdo a papeles decomisados por él en la oficina administrativa de esa obra, se constató que sesenta carretas pertenecían “al viejo Juan Vicente”, sesenta a Dionisia Bello (primera mujer del Bagre de La Mulera), cincuenta a José Vicente “Vicentico” Gómez Bello y las demás a otros miembros del clan. Aparte de ello, “hasta el papelón y el queso que vendían a los trabajadores, a los pobres presos, que sufrían las torturas de aquel trabajo forzado (…), eran también de la bastarda familia”.

Los viejos dictadores latinoamericanos, Gómez incluido, no disimulaban su rapacidad, quizá por haber surgido de medios feudales y semibarbarizados durante incontables años de contiendas civiles y anarquía. Contra eso se sublevó Emilio Arévalo Cedeño. Ahora bien, los tiranos de nuevo cuño, forrados de populismo desembozado, disimulan esa voracidad arrojando unas monedas por aquí y acullá, sobre todo si usufructúan la heredad de un recurso natural no renovable nominalmente propiedad del estado. La astucia los induce a camuflar hábilmente, con adiposa verborrea, el ladronismo sórdido que ellos perpetran de la riqueza colectiva, engañando a uno que otro incauto y permitiéndose, incluso, morir en la cama con tufillo a santidades mercenarias. Es de preguntarse, ¿cómo habría reaccionado Arévalo ante tamaño desparpajo? ¿Cuál Quijote habría redimido nuestras quinientas carretas?
Entaparándose

La brújula arevalera ahora apuntaba al sur. Era menester no dejarse capturar.

En las inmediaciones del municipio Arismendi, Barinas, sorprendieron a un destacamento gobiernero, logrando arrebatarle varias decenas de caballos, garantizándose remontas frescas para así acometer el paso del río Apure.

Pero, ya en cercanías de ese municipio, EAC se vio aquejado de una extraña dolencia: “El pecho se me había hinchado exteriormente hacia el lado de la tetilla izquierda y escupía la sangre con bastante abundancia”. Un doctor valenciano residente allí le recetó “fomentos muy calientes para el pecho”.

Luego de una noche con altísima fiebre, Arévalo dispuso mover el campamento hasta el Paso del Samán sobre el río Apure. Tras cinco días de marcha, arribaron a esos predios, percatándose de la ausencia del enemigo, quien había dejado el campo libre llevándose las embarcaciones necesarias para intentar el cruce. Debían, pues, Arévalo Cedeño y sus compañeros procurarse tales barcazas a como diera lugar.
En una acción de por sí temeraria, catorce de sus seguidores, encabezados por el coronel Sandoval, nadaron más de mil metros en aguas infestadas de caimanes y caribes, logrando apoderarse de cierto número de bongos, canoas y chalanas. Arévalo compara en su autobiografía este trance a la Toma de Las Flecheras protagonizada por José Antonio Páez poco más de un siglo antes.

Dos vapores gobierneros cargados de tropa avistaron el paso de los rebeldes. EAC, sumido en fiebres, ordenó aguardarlos en la sabana de Mucuritas, sitio evocador asimismo de las glorias del Centauro de la Independencia. Sin embargo, los gomecistas no se presentaron.
No quedaba sino ganar Elorza y rebasar la frontera, pero no para rumiar desvergüenzas en la derrota. A pesar de la enfermedad, Emilio Arévalo Cedeño no fantaseaba. Mientras su pecho albergara un hálito, seguiría desvelándose contra la usurpación y la tiranía. Su sueño hospedaba un amor acrisolado por la libertad y la democracia. Libertad para cambiar de vida, como bien lo apunta Jacques Attali. Democracia para afianzar la autonomía de los seres inmersos en el quehacer humano, sin arrodillarse ante nadie ni desdibujarse ante ninguna utopía, por más embelesadora que suene.

El exilio no le haría torcer el rumbo.



La Toma de Las Flecheras, óleo por Tito Salas (Casa Natal del Libertador, Caracas, República de Venezuela)

@nicolayiyo

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