Landrísimos de su madre
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Tres maduros compadres comparten experiencias bajo la hospitalidad de unos buenos tragos. Tema ineludible: la cuestión nacional y sus aristas. Nos duele. Nos perturba. El espectáculo horroroso de las cárceles nos zarandea el alma.
Berto[1] siempre ha estado ligado al mundo policial. Sus clarificaciones nos estremecen. Los dichosos pranes no son extraterrestres venidos de universos paralelos. Están ahí por génesis natural ante el abandono ex profeso de las prisiones por parte de la dictadura. Esto se viene arrastrando desde la fenecida democracia (el oficialismo la mienta como la “octava república”, o algo por el estilo). Pero lo de ahora es el acabose de los acaboses.
En el primer mundo privatizan los presidios buscando generar riqueza a través del trabajo y el ahorro de los internos, instándolos a producir en aras de su reinserción social. Habrá abusos y casos de explotación, pero con una adecuada supervisión la experiencia viene arrojando más beneficios que perjuicios.
Aquí, en la otrora república de Venezuela —continúa Berto, nuestro pana ex paco—, las cárceles fueron obsequiadas al más salvaje salvajismo de los capitalismos salvajes, ¡qué salvajes! La ley de la selva se quedó chiquita.
En el más salvaje salvajismo de los capitalismos salvajes, impera la rapiña del más depredador. El pran remacha su monopolio sobre los bienes de los reclusos a punta de plomo y chuzos. El pran decide quién vive y quién deja de vivir, cual gran verdugo. Es un hitlercito penitenciario. Un stalincito carcelario. Un chapitatrujillito de los calabozos. Un fidelcastrico de las ergástulas. A quienes rehúsan arrodillarse, matarile con ellos. Idéntico al despotismo que nos asfixia afuera, con sus variantes, bien entendido.
Pero, guíllate ahí, advierte Berto, la complicidad trasciende los muros de los retenes. Los pranes cobran lo suyo por brindar protección adentro y, mutatis mutandi como dicen en matemáticas, pagan la vacuna hacia el exterior de la cana para garantizarse impunidad. Y aquí es donde Berto se pone ácido.
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La plata de las cárceles es gruesa. Narcotráfico p’adentro y p’ajuera. Compra y venta de armamento, desde revolvitos hasta AK47s. Sicariato a la carta endógeno y exógeno. Ídem con la planificación y ejecución de secuestros express. Proxenetismo con jineteras y jineteros de variado nivel para complacer los gustos de todo bicho de uña. Mercado negro con bienes de la cesta básica que no se consiguen por estas calles. Minitecas y orquestas para bailar reguetón y vallenato llorón como premio pa’ los bichitos por buen comportamiento. Ayayay. Uyuyuy.
Berto asegura que le echan pichón hasta a las prohibidas divisas. Es más fácil conseguir unos verdes en canadá que con el recadi comunistón. ¡Válgame Dios! Billete parejo. ¿Y quiénes cobran la masilla, además de los pranes?
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La respuesta es evidente, trivial y meridiana como la claridad de un día veranero, enfatiza Berto. Los chivos grandes se embolsillan lo suyo. “El alto gobierno”, como gusta decir el viejo palangrista papá de papi papi. Esos ministricos echones y mal hablados que usted tiene que calarse hablando babosadas y echándole la culpa a todo el mundo por los desastres de esta sinvergüenzura, esos mismos truhanes, querido amigo mío, querida amiga mía, cobran gordo por la miseria desbordante de nuestras prisiones que, a fin de cuentas, es parte integral, inalienable, inseparable de la corrupción generalizada de la dictadura. Es el mismo cáncer. Es la misma metástasis.
Vaya, son los mismísimos miembros del “alto gobierno” cuyas cuentas secretas en Suiza y otros paraísos fiscales están siendo descubiertas día a día. Pero, atención, la cosa no se detiene ahí, retruca Berto. En las dictaduras no se mueve ni una hoja de samán de Güere sin que el capo mayor se entere. Don Vito Corleone y el paisa Pablo Escobar sabían quién hacía qué, en cada momento, en sus suculentos trajines. Los ministricos y burócratas del “alto gobierno” se enquesan con los biyuyos recaudados por los pranes, pero la mordida mamarra queda para el buchón mayor. Que no nos vengan con cuentos: “Es que él no sabe nada de lo que hacen sus subalternos”. Basirruque con la consabida excusa: “Es que no lo han dejado gobernar”. Basié.
Yo, ingenuamente, pregunto: ¿por qué son tan bellacos? ¿No y-que son socialistas humanistas holísticos?
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Los gobiernos son efímeros, pero la impunidad es eterna, tercia Móstenes1. Eso lo sentenció Pío Gil, nos ilustra con su prosapia de profesor de Historia. Con tal grado de lenidad, ¿cómo puede madurar una sociedad?
Yo insisto con mi interrogante, ¿por qué son así estos izquierdosos? ¿Por qué arrancan con un discurso de supuesta justicia social y finalizan en un chiquero ético?
Lo llevan en el ADN, clarifica Móstenes. Permítanme una anécdota ilustrativa. Soy mayor que ustedes. Ya graduado de bachiller, aterricé en la UCV a finales de los sesenta. Era la turbulenta época de la Renovación Académica, secuela del mayo francés. Como todos los chamos de ese entonces, tuve mis inclinaciones ñangarosas. En cierta ocasión, iniciando la carrera, sufrí un alucinado enamoramiento —una infatuation, como dirían los anglosajones— con una muchachona de cuarto año de Sociología. Con su veteranía superior, me despojó de la doncellez. Chupa, cachete.
La tipa era de armas tomar. Una vez, persiguiéndola por toda la ciudad universitaria, di con mis púberes huesos en una reunión del grupo donde ella militaba. Era el “comité de luchas progresistas” o algo semejante, vaya usted a saber. Puro pájaro bravo. Parecían cortados con la misma tijera. Boina tipo Che Guevara de rigor. Unos con chivas ralas, otros con barbas hirsutas, todos fumando Marlboro rojo y Lido como unas chimeneas. Cuando apareció el suscrito, siempre a la caza de estefaníademónaco, cambiaron el discursillo de pitiyanquis, oligarquía, foquismo e imperialismo por uno de realizar actividades para recolectar fondos.
Yo, muchacho interiorano y zanahoria al fin, me imaginé que iban a planificar una rifa. A lo mejor una verbena. Quién sabe si un san, o un susú.
Cuando acuerda, se irguió un flaco esgalichao, con los ojos encendidos como un tizón, y definió el asunto: “Mañana le chocamos al BND[2] de Sabana Grande. Cada quien con su fuca a las ocho y media clavao, sin falta, frente al Radio City. De ahí le entrompamos directo… y chola con la expropiación revolucionaria”.
Por cierto, del dinero que expropiaron en esa hazaña popular, después me enteré que una parte la invirtieron en armamento que nunca apareció, y el resto se lo patearon en rumbas y francachelas. Entre ellos mismos se chulean. Así han sido los ñángaras toda la vida. ¡Qué mantequilla!
Yo me explico, queridos Renny y Berto, esa propensión de la gente de extrema izquierda por el delito afincándome en esta experiencia mía. De paso, la historia demuestra que la extrema izquierda y la extrema derecha no se diferencian en nada en su contubernio con el hampa, agrega Móstenes.
Podría ofrecerles, continúa, una explicación enjundiosa, rebosante de epistemología y ontología, pero, aun cuando me acusen de simplista y reduccionista, la conclusión es obvia: dada su condición de extremistas, por su condición de ultrosos, por su ralea de ñángaras irredentos, por su comunismo inveterado y, coscorroneándolos en la madre, por su esencia de fascistas de izquierda, los adalides de la actual dictadura, empezando por su máximo jerarca, son unos rolitrancos de delincuentes. He dicho, remata jocosamente Móstenes.
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Pero la cosa no es de risa, agrego yo ahora, por escrito. Todo esto significa que nuestro dilema actual no es político. Es un problema de profilaxia social. Es una tarea para la cual la parte sana de nuestra sociedad (si es que queda algo) deberá ataviarse de gendarme. Y el primer paso, lógicamente, es perderle el miedo a estos landrísimos.
Finalizo esta parte con una atinada cita de un intelectual nuestro, izquierdista de toda la vida o, más bien, como él mismo se define, anarquista hasta los tuétanos. Me refiero al simpar Jurungamuerto, Domingo Alberto Rangel. La frase la tomo de un semanario “equilibrado”, por no calificarlo de oficialista light, dirigido por un ex ministro de Blanca Ibáñez, qué digo, de Lusinchi. Ahí les va: “El hampón y el policía son los únicos guerreros con que cuenta el país. Casi todas las noches riñen ellos la batalla escandalosa del encuentro armado en la calle bajo la impávida luz de las estrellas. Si aquí hubiera una guerra de cualquier tipo, quienes tendrían veteranía para librarla serían los hampones y los policías”. Para coger palco.
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Canciller y demagogia
En 1951 le detectaron cáncer de cuello uterino a Eva Duarte de Perón. La mujer del autócrata rioplatense se había elevado a las alturas políticas basándose en la manipulación del resentimiento y en el populismo más descarado.
“Me rebelo indignada con todo el veneno de mi odio, o con todo el incendio de mi amor —no lo sé todavía— en contra del privilegio que constituyen todavía los altos círculos de las fuerzas armadas y clericales”. Son palabras de la autoproclamada reina de los descamisados. Al igual que su coterráneo el Che Guevara casi una década más tarde, destilaba odio y más odio, y si hablaba de amor era incendiario, para carbonizar a sus enemigos, reales o imaginarios.
Llevó al paroxismo su ardid demagógico repartiendo riquezas que Argentina no había producido (pero siempre quedándose ella y su marido con la parte del león), y proclamando, de boquilla para afuera, derechos constitucionales, sobre todo para mujeres y ancianos, que después eran pisoteados a mansalva por la satrapía de su cónyuge.
Cuando le diagnosticaron la malignidad, se desató una campaña desbordada para inducir lástima, solidaridad y, finalmente, empatía con la enferma todopoderosa. Aun en la convalecencia, Evita no paraba de odiar. Pero en las pantallas de los cines y en las arengas radiales el mensaje era de supuesto amor. Dijera Chivo Negro, “Así son las cosas”.
Prácticamente toda Argentina se prosternó rendida ante los pies de la ex actriz de radioculebrones, devenida en “jefa espiritual de la nación”. Sendo dramón. Pásenme un toallín que los mocos me agobian.
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Arguyen los estudiosos que esa ofensiva mediática ha sido una de las causas por las cuales la tierra de San Martín y Rivadavia no ha podido todavía deslastrarse de ese sabañón mental que es el peronismo. El peronismo, panitas y panitos, es un pichaque de fascismo de derecha con fascismo de izquierda más el consabido toque de gansterismo militarista latinoamericano y, por supuesto, demagogia y corrupción elevadas a la enésima potencia. ¿A qué se les parece?
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Todo esto viene a colación porque algo parecido se nos viene encima por estos lares. Nos van a inundar de mensajes y metamensajes de compasión y simpatía con el paciente.
Me conduelo con cualquier ser humano en trance parecido. Ni a una alimaña asquerosa le deseo tal congoja.
Pero, a la vez, no dejo de preguntarme, ¿un delincuente aquejado de un terrible mal es menos delincuente? ¿Un criminal desahuciado es menos criminal?
¿Qué será preferible? ¿Acompañarlo en su agonía, corta o larga, mientras somos bombardeados con una acometida mediática induciéndonos a la misericordia? Ah, pero eso sí, aferrándose al coroto. ¿Soltarlo? ¡Ni de vaina!
¿O continuamos, sin desmayo, la lucha para sacarlo del poder y ganar la dignidad de nuestra Venezuela, empatucada hoy de excremento por causa de estos degenerados?
Otra expresión anglo: nothing personal. Lo nuestro es llevarte a un tribunal de justicia para juzgarte por todas tus tracalerías, respetándote, eso sí, el derecho a seguir tu tratamiento facultativo, el mismo derecho que le niegas a los presos políticos que languidecen en las cárceles, mientras tus pranes se enriquecen y tus cubanos nos colonizan, gracias a la cagueta de algunos militares que deberían estar embraguetándose para defender como varones la soberanía patria.
Por cierto, ya para irnos (nos quedó largo el escritico), el generalote Juan Domingo, marido de doña Evita, hizo traer del “odiado imperio” al especialista en cáncer más reputado de la época. A precio de oro.
A mi tercio lo reconocen en la Antilla mayor médicos de primera línea importados de España y Alemania, los mismos que le han prolongado la vida al dictador más decrépito de América. Les pagan a estos galenos, anótenlo, con moneda dura, con dólares aportados por adivinen quién. Por usted que me lee, por mí y por todos los venezolanos, porque esos dólares son nuestros y deberían estar en nuestros bolsillos. ¿O no?
¿Hasta cuándo?
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