jueves, 21 de abril de 2011

Quijote antidictatorial bregando


Emilio Arévalo Quijote (IV)

“Cada uno es hijo de sus obras”
Viejo refrán castizo

Entre breñas y raudales

                       Transmitido el telegrama burlándose del Benemérito, Emilio Arévalo Cedeño marchó sobre Santa Rosa, Urica, Areo y Aguasay. Las guarniciones gomeras a lo largo y ancho de la Mesa de Guanipa y los llanos monaguenses dejaban el campo libre, sin presentar pelea. Arévalo contaba con despojarlas de su armamento. La suerte le iba siendo adversa.
                        Carentes de munición, EAC y su tropa aguardaron al enemigo en el Morichal de Temblador. Tras vencer en duro combate y luego de ver sucumbir a valiosos colaboradores, Arévalo se dirige nuevamente al oriente del Guárico “para buscar el regreso a la frontera, convencidos de que Venezuela estaba muerta, y de que no era posible despertar el entusiasmo de mis compatriotas para que se pusieran en pie en todas partes y derrocáramos al tirano Gómez, a quien todo el mundo odiaba, a quien nadie quería, contra quien todo el mundo protestaba; pero… esa protesta era tan solo en la soledad de los hogares, en las alcobas de sus mujeres”. Así medra el pavor, eterno aliado de los tiranos.
                        Dispersó a sus hombres y ocultó las armas en un paraje cercano a Las Mercedes del Llano. Con tan solo tres de sus seguidores, ya en las sabanas anegadas, sufrió emboscadas sucesivas por tropas oficialistas al mando del general Francisco J. Sáez, salvándose por un tris de ser aprehendido. Durante varias jornadas, huyó y se ocultó en quebradas y caños recrecidos por el invierno llanero, recorriendo las soledades inexorables y evadiendo las partidas enemigas. En el hato “Manantial”, propiedad de la señora Rosario de Cobeña, le proporcionaron alimento y montura fresca.
                        EAC narra en su “Libro de mis luchas” que, a pesar de la persecución y de la pingüe recompensa ofrecida por su cabeza, siempre pudo contar con la ayuda desinteresada de numerosas gentes en esos llanos. Del Banco El Cojo hasta La Pereña, de Manapire hasta el río Orituco, sin comer, sin dormir, a veces calado hasta los huesos por esconderse en ríos y quebradas infestados de caribes, rayas, caimanes y tembladores, internándose en montañas cundidas de tigres y culebras, solo un hombre con la entereza de Arévalo podía sobrevivir.
                        Recibió en Lezama la protección del padre Díaz Funes, tocayo de su futuro rival amazonense. En Altagracia, su hermano Natalio Arévalo le proporcionó ciento cincuenta pesos en monedas de oro, ahorrados por su madre y hermanas. Con esta suma, necesaria para alcanzar el exilio, marchó hasta Guaribe en compañía de su amigo Ascensión Aragort. De allí, solo otra vez, buscó el mar, llegándose hasta la laguna del Hatillo. Como en las requisitorias para su captura se le describía como hombre abstemio, Arévalo Cedeño, engañando a delatores y perseguidores, hacía escala en las bodegas, consumiendo a propósito algo de caña y tabaco en rama. Más de un vómito y un mareo hubo de soportar, pero bien le valió la pena.
Odisea en el redil

                        Con facha de miserable, camuflando su identidad y así evitar ser reconocido, desembocó en Puerto Píritu, Anzoátegui, donde, por cierto, abundaba cualquier cantidad de zaraceños amigos suyos. Pasando desapercibido, se embarcó para Porlamar.
                        Una vez en Margarita, se le hizo sumamente dificultoso ganar el destierro. Los soplones abundaban como los zancudos playeros en noches sin viento. Cualquier precaución era poca. Transcurridos varios días, le llegó la suerte en la persona de un paisano de Juana de Arco. “El francés se me acercó, y hablándome en su idioma me preguntó: ¿Qué hace usted aquí, señor? Yo le respondí: Señor Requens, ya que estoy en sus manos, vea ver qué es lo que usted tiene para mí, si mi salvación o mi muerte”. El galo le consiguió acomodo con destinación a Trinidad en una goleta propiedad de la compañía para la cual se desempeñaba. Apenas zarpando, un soberbio temporal por poco echó a pique la embarcación.
Recalaron unos días en la costa de Paria buscando aprovisionarse y remendar el navío. Arévalo, contradiciendo su desgarbada pinta, suministró algún dinero en préstamo al efecto, despertando sospechas en el sobrecargo de la goleta. Si se sabía que transportaban a un enemigo del régimen se levantarían enojosas suspicacias. EAC hizo gala de una elocuencia geológica: se dirigía a la colonia inglesa para de allí transbordar a un vapor y navegar hacia Ciudad Bolívar. Los tripulantes le creyeron.
                        Nuevamente en Trinidad, le sobrevino la decepción por el campante inmovilismo de los desterrados venezolanos. Pero Arévalo no era hombre de achantarse escarbándose el maruto. Gracias al auxilio financiero de su amigo Amparo Camero, compró pasaje para Nueva York, anclando en la babel de hierro en marzo 1916.
                        Allí encontró, entre otros, a José Manuel “El Mocho” Hernández, José María Ortega Martínez, Régulo Olivares, Arístides Tellería, Roberto “El Tuerto” Vargas, Francisco Linares Alcántara (hijo del “Gran Demócrata”), Rafael María Carabaño y Ramón Ayala. Muchos generalotes y poca tropa. Mucho cacique y poco indio. Mucha urna y poco muerto. Leamos a EAC: “Me puse en contacto con aquellos caudillos, y bien pronto comprendí que ellos no habían inventado la pólvora para combatir a Gómez, que no aspiraban al negocio de las penalidades que trae consigo la lucha por la libertad, y que allí vivirían eternamente entre el ruido ensordecedor del progreso neoyorquino, y subiendo a los grandes rascacielos en los confortables ascensores protectores del ácido úrico y de la gota”. Barajo con el postín.
                        El fisgoneo de los diplomáticos y correveidiles gomecistas era omnipresente. Cualquier desenvolvimiento del exilio venezolano no tardaba en ser del conocimiento del largo brazo de la dictadura. Emilio Arévalo Cedeño decidió cortar por lo sano: a los treinticinco días partió rumbo a Colombia por vía de Panamá.
                        Llegó a Cúcuta y se topó con idéntico panorama. Los desterrados peleándose por quítame estas pajas en vez de nuclearse en torno a un proyecto común contra la hegemonía gomera. “Tampoco era posible pararme en Cúcuta, y el aguijón de mis ideales me repetía las palabras que tuvieron los bíblicos tiempos para el personaje de la negación, que se llamó el Judío errante”. Anda, anda, anda, le bullía en la cabeza cual letanía rabínica. Invade, invade, invade. El Arauca y la frontera clamaban por él.
                        Un Rocinante de fuego y agua se hilvanaba en el horizonte como un yelmo neurálgico. Allá, detrás de las peñas fluviales, engendrándose por entre los buches del descarrío, asomaban las efigies mellizales y procaces de Gómez y Funes. Contra ellas iba a embestir Arévalo, el Quijote campeador.

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