domingo, 3 de abril de 2011

Bichos con poder

Bicharangocracia

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Cual filósofo de botiquín afirmo: todos poseemos virtudes y defectos, atracciones y repulsiones, ventajas y detrimentos. Descuiden, no me voy a poner sensiblero y amelcochado, como ciertos escribidores fashion (solicitando perdón a sus admiradores). En mi caso particular, a pesar de mi nulo carisma personal —producto, quizá, de una timidez inveterada amén de una fealdad apocalíptica mezcla de Yeyo con la flaca Vitola y un toque de Bela Lugosi—, logro, casi sin proponérmelo, la confianza monda y lironda más la apertura de corazón y mente de un sinnúmero de gentes. Solo me falta cancharme una sotana y soy el curamichate más confesor de todos los confesores confesando en un confesionario confesionado. Kyrie eléison.

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Me apersono en el conocido hospital del suroeste caraqueño con nombre de bofetón. Mi amigo Mauricio[i] convalece allí. Siempre me han deprimido los centros de salud, no puedo evitarlo. El ratón moral se acrecienta con la desidia y el abandono palpables a simple vista. El sistema hospitalario en esta república bananeriana está vuelto borra. Se nota el esfuerzo casi sobrehumano de médicos y demás personal criollito procurando evitar el desmoronamiento de esa institución. Con razón tantos profesionales valiosos están emigrando. Hago de corazón tripas y acudo al encuentro de mi amigo. Sé de su gravedad. Un cáncer se lo está llevando gramo a gramo. Lo miro a los ojos, todo huesos y piel apergaminada, las pantuflas bailándole sobre unos pies surcados de venas casi violeta, encima de una silla de ruedas con una calcomanía de Bandesir. Recuerdos de la vilipendiada “novena república” (o algo parecido), como mientan en el oficialismo a la democracia. Saludo a los familiares presentes. Para enmascarar la tristeza del encuentro, la conversa deriva hacia lo habitual, aquí y ahora, en lo que queda de la ex república de Venezuela: la inseguridad.

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Mauricio fue paco en tiempos pretéritos. Incluso anduvo de cuerda floja, vale decir, trabajando encubierto. Recuerdo un almuerzo con él de pollo a la broaster y ensalada de aguacate y palmito donde los Hermanos Rivera, en épocas de Lusinchi (y Blanca Ibáñez, of course). Mauricio permutó reojos con unos fulanos con pinta de espíasalazar, instalados varias mesas más allá, seguido de unos ademanes furtivos a la manera de un Bruce Lee charnequero. Cuando los subrepticios se marcharon del comedero, mi amigo los describió como colegas de incógnito, en ese momento tras la pista de un renombrado malhechor. A los pocos días, al susodicho  camorrero lo dieron de baja en un enfrentamiento. Mauricio, cuando estaba de humor, me describía cómo él y sus compañeros pacos sacaban de circulación a los elementos irrecuperables. Eran tiempos de la Manzopol. Yo lo escuchaba recitar estas y otras peripecias con los pelos de la nuca engrinchados. Por algo soy cobardazo de nacimiento. Barajo con los escuadrones de vengadores solitarios. Vade retro con los vigilantes (o viyilantis, como dicen los gringos). Tiempo después, me enteré de Mauricio trabajando como consultor privado de seguridad. En 1998, año postrero de la democracia, mi viejo amigo se anotó con los cantos de sirena del Hércules de La Planicie. Otro venezolano de buena fe más creyéndole cuentos de camino a un comunista corruptín. La amistad prosiguió de lejos, mandándonos saludos con mutuos conocidos. Hasta la hora del cáncer.


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Los circundantes nos dejaron a solas, sin cesar su cháchara de atracos y secuestros express. Mauricio cuchicheó con la mirada puesta en la lejanía: “Están equivocados. Esto no es una batalla de la delincuencia contra la dictadura”. Casi me sobresalto del tiro. ¡A Mauricio también se le había cicatrizado el entusiasmo por la “revolución”! Como a la casi totalidad de quienes siguieron en su momento al moquilloso del 11-A. Sin darse un respiro, prosiguió, palabras más, palabras menos: “La dictadura y la delincuencia son cómplices, van mano a mano. Si la gran mayoría de los venezolanos todavía no lo deglute así es por meter la cabeza en la arena como el avestruz ante el peligro colindante. O por mero síndrome de Estocolmo. Todo arranca desde los altos jerarcas militares y civiles, incluidos Estebita Del Yagual y su familia, en abierta confabulación con capos del narcotráfico, perros de la guerra, mafiosos oriundos de antiguos países comunistas y, por supuesto, con la boliburguesía autóctona, la mayor parte de ellos negociantes inescrupulosos bajo todos los regímenes desde 1958 para acá sin dejar de echárselas de inmaculadas vírgenes vestales y de próceres del empresariado. Luego la macolla pasa por los rangos medios del oficialismo en conchupancia con burocracias matraqueras y pandillas regionales y locales, desarrollando extorsiones y coimas, organizándose en roscas monopólicas de insumos (cemento, hierro, alimentos) y conectándose simbióticamente con las cosanostras sindicaleras en pie de guerra consigo mismas. Y, finalmente, desemboca en el control específico de cada hampón en cualquier rincón de Venezuela a través de las policías infiltradas, a su vez, por el malandraje de extrema izquierda: los tupamaros, piedritas, aporreas, alexisvive, frentesfranciscodemiranda y demás raleas. Cuando uno ve la captura o abatimiento de un bicho de estos, te lo garantizo, se trata no de un triunfo de la labor investigativa de cualquier cuerpo policial sino, más bien, de la falta de pago, del no compartir el botín, del no bajarse de la mula, o del deseo de independencia en el trajín hamponil por parte del malandro despescuezado. Eso mismo vale para el narco capturado y hasta para el boliburgués caído en desgracia. Puros despojos en las luchas intestinas de las diversas mafias disputándose el favoritismo siempre cambiante del máximo líder”. Un oleaje de debilidad lo hizo buscar aire. Le retruqué la experiencia histórica de las dictaduras: usualmente controlan a los pillos callejeros. En mi primera juventud escuchaba a los mayores asegurarlo. Cuando Pérez Jiménez, alegaban, hasta se podía dormir con puertas y ventanas abiertas. Los malvivientes la pagaban caro. “Pero si tú mismo lo has escrito —me sorprendí al enterarme que Mauricio haya podido leer mis babosadas—. Esta es una dictadura de nuevo cuño. Los fascistas tanto de izquierda como de derecha se alían con la criminalidad para someter al resto de la población. Así lo hicieron Hitler y Stalin. Fidel fue un gánster estudiantil: se graduó de abogado a punta de pistola. La extrema izquierda financió a la guerrilla aquí, en los años sesenta, con secuestros y atracos. Años después,  sufragaron idénticamente las campañas electorales de sus candidatos disfrazados de José Gregorio Hernández. Y no hablemos de los farrucos y elenos en la hermana república. Estos bicharangos que nos gobiernan ahora sí son delincuentes de verdad-verdad. Empezando por el amado líder. Estamos carcomidos hasta la médula”. En eso retornaron los familiares y Mauricio se deslizó hacia un mutismo forense.

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Me llamaron para participarme el fallecimiento de Mauricio y su cremación. No me contaron dónde esparcieron sus cenizas. Si yo fuera su custodio, las escondería. Este bichaje es muy facineroso: serían capaces hasta de birlárselas. Del tiro, mi primera reacción cuando anuncian una de las mabitosas cadenas en radio o TV es, instintivamente, agarrarme la cartera. Malandro es malandro, así se vista de verde oliva. Y como reflexión final no queda sino preguntarse, ¿permitiremos que todo esto termine en total impunidad para estos maleantes? ¿O ustedes creen que se trata de puras exageraciones ocasionadas por el enrarecido ambiente político? Habrá quienes me tilden de talibán y de radical. Sigan creyendo en plumíferos embarazados.


[i] Personaje real, nombre ficticio (cualquier precaución es poca, parroquia).

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