Los cocuyos homeopáticos
Pica pica y se extiende
Todos durmieron esa noche en casa del gordo Cleofás. El despertador sonó con vigor de mandarrias alcahuetas a las tres y media. Tras un sorbo de café más negro que el buche de Belcebú cogieron la calle. Una brisa escuálida y tibia anunciaba un chaparrón típico del mes de julio para más tarde. Se empaparían, sin duda, pero la decisión estaba tomada desde otrora: el ánima del Pica Pica los esperaba y le pagarían la promesa de peregrinar hasta allá por haber pasado lisos en todas las materias. Cinco leguas y pico a pie, pues.
El Brujo se les unió en las inmediaciones del Lido. A las cuatro de la madrugada, la carretera nacional se atragantaba de horizonte como una cenefa contorneada de brumas. El kilómetro y pico recorrido desde la plaza Bolívar les había imbuido una inercia de bólidos siderales. “Calcula el momento y el torque que nos impulsa, Piojolín”, le exigió guasonamente Juan Cuchufleto al cráneo del salón quien, por supuesto, no había necesitado de promesas al ánima del Pica Pica para sacar su ristra de diecinueves y veintes. Con buena nota de compañerismo ―noblesse oblige, según recalcaba el profesor Gutiérrez en clase de francés―, la caja de machetes que era Piojolín decidió sumarse al festivo tropel, sin poder eludir las puyas de sus panas.
“A ti no te efectúa el cálculo, Cuchufleto, pero te apuesto fuertes a lochas que a MaríaÉ sí le echa pichón”, retó desde atrás del pelotón el flaco Melencho. Todos sabían del amor no correspondido del cerebrito de la clase por la más bella del liceo.
Las risotadas no se hicieron esperar. “Sufrir me tocó a mí, en esta vidaaaaaa, llorar es mi destino, hasta el moriiiirrrr…”, canturreó el negro Carbononcio, con las pupilas brillándole en la oscuridad como unos tizones lácteos. “¡Swiiiing, y se ponchó tirándole!”, soltó uno a quien mentaban Tuqueque Loco, con énfasis de Musiú Lacavalerie narrando juegos de los Tiburones de La Guaira.
“Ay, Piojolín, a ti no te tiran pero ni el huesito, porque todo el amor de MaríaÉ es para El Muñecoide, porque, así como los mochos se buscan para rascarse, los buenosmozos no tienen ojos sino para sí mismos”, trinó el popular Garzón Soldao. “¿Quién nos manda a ser más feos que la palabra gargajo?”, espetó Juan Cuchufleto y las risas reverdecieron. Menos mal que la oscuridad arreciaba y Piojolín logró encubrir un sonrojo aguachinado pavoneándosele en la epidermis. “Cállense, burdos balurdos y palurdos, y vayan a fregarle la paciencia a sus respectivas abuelas”, siseó el cráneo, retrasando el paso para esperar al gordo Cleofás que, entre bufidos y resoplidos, procuraba seguirle el trote a sus compañeros de romería.
El Brujo acaparó el habla a partir del puente de Los Aceites. “Aquí voy a montar la gran quincalla de los espíritus. Ustedes vivirán para verlo. Todo aquel con necesidad de un ensalme liberador, de una pócima milagrosa, de un talismán hipermagnético, de un amuleto rotundo o de una oración lubricante contra los malos avatares, vendrá a mí. Ese es mi destino. Ese es mi hado”, dijo con una voz mustia, haciéndoles recordar a Barnabás Collins, cuyas Sombras tenebrosas hacían furor por aquellos días a través de CVTV, canal 8.
Mister Barnabás Collins en sus buenos tiempos.
“¿Te vas a meter a brujo de verdad, Brujo? ¿Con todo y el perolero?”, preguntó algo nerviosillo el flaco Melencho. “¿Aquí en este paraje, Brujo, si es que se puede saber por qué?”, Tuqueque Loco intentó conferirle un matiz comedido a su voz. El Brujo parecía deslizarse sobre rieles postizos sin esfuerzo alguno.
“Aquí mismo, en este bajo, el Taita Boves colgó de aquellos sauces llorones ― ¿los ven?, todavía existen y están ahí― a los doce patriotas venidos desde Calabozo para reforzar a Piar después de la batalla de Espino. Y allá, en aquella loma, durante la guerra de los cinco años, El Agachao descabezó de un solo tajo, con un machete Collins recontra filoso, al hijo del Taita Cordillera, porque no lo quería de rival en la jefatura del destacamento que había mandado a reclutar aquí el general Zamora. Desde entonces cabalga por estos contornos la figura del jinete escabezao durante las noches sin luna”.
El negro Carbononcio oteó el firmamento yermo y, sin dejar de tragar grueso, se animó a preguntarle al cráneo del salón, “Piojolín, tú que eres un vergatario también en Historia, ¿es verdad eso que dice El Brujo?” Piojolín agarraba por el brazo al gordo Cleofás quien, comenzando a encresparse por la tétrica tertulia, se sentía ligero de pies como cunaguarito en los raudales. Piojolín iba a abrir la boca para contestar cuando se escuchó un relincho maltrecho.
Todos lo vieron boquiabiertos. A la vera del camino, sobre un caballo fosforescente se erguía la orla humeante de un jinete decapitado. Una luz, a ratos mortecina, a ratos enceguecedora, cubrió al Brujo. Sus carcajadas desquiciadas se aventaron por los resquicios de una noche hórrida y nauseabunda.
Corrieron despavoridos. El pánico les hizo erizar los cabellos del cogote, los vellos púbicos y los pelos de las batatas y las corvas. “¡Ay mamá!”, a Juan Cuchufleto se le evaporaron las ganas de soltar cuchufletas. “¡Protégeme, virgen del Carmen!”, a Tuqueque Loco se le iba el alma por la boca. “¡Sálvame de esta, ánima del Pica Pica, y te prometo que dejo de mascar chimó escondido de mi vieja!”, al negro Carbononcio se le arremolinaban las culpas de sus escasos dieciocho calendarios. “¡Barajo con las ánimas del Purgatorio!”, al gordo Cleofás ahora no le hacían mella los ciento y pico de kilos de su continente, ni los esmirriados cincuenta y algo de Piojolín, a quien arrastraba en su galope.
Bajaron como diablo que lleva el alma hasta el arrabal oscuro que era la ermita oscura del ánima del Pica Pica. Se refugiaron detrás de un mogote sarraceno, agotando el repertorio de padres nuestros y yo pecadores aprendidos en los catecismos bochornosos de apenas hacía un lustro. Piojolín procuró redimir la hiperracionalidad que lo caracterizaba: “Vamos a calmarnos, muchachos. ¿A quién se le ocurre creer en espantos y aparecidos en esta sexta década del siglo veinte?”, pero su cadencia azarosa traicionaba un nerviosismo cerrero. Los demás temblaban y gemían con agonía de cochinos en matadero. Piojolín vio una estrella fugaz en el cielo y, toreando el terror, pensó: “Deseo que MaríaÉ se enamore de mí”.
La luz, a ratos mortecina, a ratos enceguecedora, se aproximó a la capilla. Se oyeron cascos embalsamados de cabalgadura. Un conjuro satánico atravesó el aire espeso, provocando una algarabía de gallos, pavitas, alcaravanes y búhos.
Y el sol salió, con una lentitud acelerada, haciendo que el corazón le latiera en el paladar a cada uno de los chicuelos. Entonces, y sólo entonces, descubrieron la barrabasada que les jugó El Brujo, disfrazado de Bela Lugosi en una carroza fúnebre alquilada, y acompañado de un llanerito cubierto de un mosquitero de pies a cabeza. Al caballo lo habían embadurnado con atomizador tras atomizador de pintura fosforescente. Y El Brujo reventado de la risa, exclamando: “¡Ah malhaya una cámara! Ah malhaya una filmadora, cuaj cuaj cuaj…!”
Dicen los amantes del séptimo arte que el mejor vampiro de todos los tiempos ha sido don Bela Lugosi.
Y mientras los muchachos rodeaban al Brujo con primerizas intenciones de arrearle unos coscorrones a guisa de desquite, Piojolín abrió la puerta del pequeño templo, se introdujo al refectorio resguardado por un océano de velas, encendió una y, cubriendo la llama con la palma de la mano, musitó: “Ánima del Pica Pica, si me ayudas a ganar el amor de MaríaÉ te prometo que…”
2 comentarios:
Me encantó este relato. Ágil, evocativo, humor decente y con fuerza narrativa. ... **
Muy bueno y divertido relato te felicito por esa agilidad y humor para hilar tus historias querido Nick.
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