martes, 2 de junio de 2009

Sesentera VI, la del sequito con su séquito

Si la naturaleza no se opone…

Tejiendo fisuras

Sesentera VI


Los árboles de la plaza Bolívar se yerguen como guachimanes calmos, aun cuando el ajetreo de los obreros desdice del solaz que debería proporcionar este islote de verdor en medio de este pueblo donde abundan, en los solares de las casas, los robles, las matas de mango y cotoperí, los guayacanes, apamates y mamones. El mamón se da en esta etapa previa a las lluvias. Siempre he sostenido que ese fruto debería llamarse “mamado” porque el mamón es uno al mamarlo. En lo particular, dejé de mamarlo años ha: se me enreda en la plancha y me produce unos retortijones en las tripas colindantes con el cólico miserere. Debo confesar, no obstante, el agrado que me produce observar a las chicuelas ataviadas con el uniforme verde del liceo Gil Fortoul al chupar y chupar ese agraciado fruto. ¿Serán cosas de viejo verde? El rechinar de mis apolillados huesos me dice que ya no estoy para esas lavativas.

El calorón atosigante augura proximidad del invierno desde hace unas cuantas semanas. Aquí, sentado en este banco encementado de la plaza Bolívar, no se me hace difícil dilucidar la preocupación de los viandantes: las lluvias no llegan. Algunos ya vocean lo impronunciable: sequía. Mis aguachinadas neuronas se remontan hasta hace tres décadas. En 1936 hubo una resequedad pertinaz. No hacía un año de la muerte del bagre benemérito J.V. Gómez, dueño y señor de Venezuela durante veintisiete calendarios. El ronquito sucesor en el sillón de Miraflores, Eleazar López Contreras, había nombrado como presidente del Guárico al general Emilio Arévalo Cedeño quien, ni corto ni perezoso, diligenció la traída de una ruma de molinos de viento. Todavía se les ve en las anchuras de los sabanales colindantes, enhiestos como ogros grisáceos aguardando a algún quijote veguero que les zarandee la ventolera. Cumplieron su cometido y aliviaron la sed de gentes y ganados.

El polvillo que levantan los obreros en su brega remodeladora de la plaza se me adhiere a la osamenta con porfía de reumatismo empalagoso. Están eliminando las barandas donde, hasta hace poco, amarraban los burros cargados de leña fustigados por los arrieros de la montaña de Tamanaco. Adiós a las escalinatas y al cemento gorroñoso donde los flojazos pascuenses se tallaban el lomo evitando el esfuerzo de estirar la mano para rascarse. Bienvenidas las rampas y los ladrillos. Bienvenido el modernismo del arquitecto Alcides Cordero. ¿Qué pensaría el general Arévalo si no hubiera muerto hace pocos años? Todavía me parece verlo llegar como todos los días, con su liquiliqui banco, a la esquina de Alayón, encaminando su decoro ancestral, quizá viéndose a sí mismo a lomos de un caballo cerrero, irrumpiendo con su terca rebeldía contra el despotismo que renace y renace entre nosotros como el corocillo después de las lluvias, resistiéndose a ocupar su sitio en la letrina de la historia. Pero siempre surgirán los Arévalo Cedeño para enfrentársele, con su ética quijotesca y su terquedad acerada en contra de los caporales engreídos. Voto por este émulo de Alonso Quijano.

Un telegrafista insurgente, él. Yo fui telegrafista también, pero me cayó la vejez como una guaratara astronómica y ahora sólo me queda esta asiduidad por esta plaza Bolívar a la que están poniendo patas p’arriba, gracias a la picota del progreso. Los otros ancianos que la frecuentan insisten con el tema de la sequía. Me comentan que la señora Elsa de Arzola y otras damas le han solicitado al padre Chacín encabezar una rogativa y una procesión. Las lagunas y los caños se están secando. Las reses mueren de sed y es preferible sacrificarlas. Los maizales se disfrazan de sombras raquíticas. Se habla que van a venir aviones de la milicia a bombardear las nubes con nitrato de plata a ver si les desmigajan el agua. Me está dando una sed egipcia.

Paseo la vista en derredor. La iglesia de La Candelaria. El Sol de Oro. El almacén El Precio Bajo. La sastrería de Zambrano. La imagen de la moza con crinejas bailando escobillao encima de la tienda La Llanera. La Casa Henry. El chivo Moreno y Armando Fraile en la farmacia Llanera. Los choferes de plaza cargando pasajeros (“¡Caracas, Caracas, Caracas voy!”). El Mastranto. El Hotel Venezuela. La Eureka. El Almacén Japonés. Las tiendas de los turcos. La prefectura con sus agentes uniformados de marrón y sus faltriqueras. Los obreros desguazando la vieja plaza para darle paso a la nueva. A la noche llegarán los estudiantes con sus sillas de extensión, sus pizarras y sus termos.

Me levanto del banco y me seco el sudor del pescuezo con un pañuelo que hace rato perdió el frescor del agua de colonia Jean Marie Farina. El Libertador empuña su espada y me ve marchar con paso de caballo macilento. Mañana a lo mejor llueve.

1 comentario:

América Ratto-Ciarlo dijo...

Una buena crónica "a lo Macondo"..!

seguimos...