Abrázame fuerte porque me voy
Las trampas fidedignas
Sesentera VII
Hubiérase dicho, por la oscuridad circundante, que se trataba de un antro de mala muerte cualquiera, tenebroso como la guarida de Barnabás Collins. Pero no era sino una muestra más del signo de los tiempos. Tan sólo diez años atrás, en los cincuenta, la atmósfera de dancing, de night club, habría inculcado una dosis mayor de alumbrado para un escenario mucho más prolijo, con bailarinas emplumadas paseando sus esbeltas anatomías ante una audiencia engalanada, emperifollada y enjoyada, tal cual se veía en los documentales de los saraos perezjimenistas de Bolívar Films. Por supuesto, la música habría corrido a cargo de una orquesta, de una verdadera big band, con metales y todo, mínimo una docena de ejecutantes, combinando a Glenn Miller con Pérez Prado. ¡Ugh!
Ahora el bluyín marca la pauta. La melena y las patillas en ellos, la minifalda más el pelo lacio y suelto en ellas, imprimiendo rasgos aparentes de negligencia e indocilidad. La muchedumbre, abigarrada e hirsuta, danza a la vera de una rockola multicolorida. Nos observan de reojo, con atención vagamente disimulada mientras nos montamos en los hierros, tanteando casi a ciegas en la penumbra, sobre el escenario minimalista. El humo es denso y opaco, pero se siente un calor flanqueado de suspiros, cuchicheos y mucha luz negra. Algunos vinieron expresamente a vernos y hasta nos arriman unas birras. ¡Salud, bróder! Ya casi estamos en ambiente. Conectamos los instrumentos, hacemos prueba de sonido, viene la seña, se corta el clamor de la sinfonola y arrancamos.
La primera pieza es nuestra versión de “Te quiero, te quiero”. Nuestro ritmo es más acelerado, más uptempo que el de Nino Bravo. Juanchorro aprovecha para inaugurar por esta velada la desmesura de su gañote. El mote le queda de perlas porque su flojera tiene fama de ser más colosal que la bocina que se gasta en la garganta, un verdadero chorro de voz, y, cuando no está cantando, su corpachón se rehúsa a abandonar el nido del amodorramiento, bien sea en colchón o en chinchorro. “Ven a mí abrázameeeee, porque te quiero, te quiero, te quiero…”, truena con su vozarrón.
Empatamos el segundo número sin respiro alguno. “Imagíname, actuando como un niño sobre ti, sintiéndome salvaje sobre ti”. La pista se llena de parejas. La gente en la barra corea los estribillos sin dejar de campanear los tragos. El propietario del antro sonríe veladamente: la noche va a dar ganancia. Nuestro baterista Pedrín comienza marcando el ritmo con suavidad, pero a medida que nos adentramos en la canción sus redobles van adquiriendo más y más nervio. El Oso Álvaro desgrana sus líneas de bajo con la seguridad y agilidad de una pantera acurrucada. Chucho el tecladista envenena las armonías dejando colar, como quien no quiere la cosa, unas disonancias y unas séptimas disminuidas para matizárselas a lo jazzístico, cual Thelonius Monk. Yo, por mi parte, le afinco la pata al wah wah para que no se olviden que a mi guitarra Telecaster Fender le ronca el mamo.
“Amor adiós, no se puede continuar, ya la magia terminó, ahora tengo que marchar…” Provengo del mundo roquetero, o rockero, como prefieran. Pero, según alegan en México, “por dinero baila el perro”. Hace unos días mi bolsillo languidecía de limpieza, me armé de valor, me canché una peluca y unos lentes más oscuros que el alma de un dictador disfrazado de bonachón (para evitar las puyas pesadas de mis panas mamadores de gallo en caso de llegarme a descubrir la jugarreta), me inscribí en “Musiú busca estrellas” programa que el canal 4 transmite desde el cine Río de Sabana Grande, me encaramé en el proscenio con una guitarra que le quité prestada a una ex, me lancé con “Me estoy portando mal” de Leo Dan, me embolsillé trescientos machacantes, y con eso almorcé en el comedor de la UCV durante unos cuantas lunas. Albricias, mamá Dolores. ¡Este es el tuyo, mi pueblo!
Chucho cuadró este toque para ponernos en unos centavos, navegando en la popularidad de este género romántico, donde la vieja balada y el bolero de siempre se revisten de modernidad, con instrumentación eléctrica, a la manera de Los Ángeles Negros. Está en boga bailar muy apechugados, con luces negras por doquier, en un ladrillito, puliendo hebilla o, como dicen los más zumbados, “dándose morronga”. A lo mejor uno de estos días matamos un tigre en San Juan de Los Morrongos. No caen mal los churupos.
Pero también acepté este toque porque sabía que tú vendrías. Y, mientras, “quiero recordar esta noche, momentos que no volverán, y hacer de aquellos poemas, tristes como una oración…”, te diviso, entre volutas y voces distantes, bailando con alguien, tus ojos de caramelo celestial vagando, buscándome sin saberlo. Le hago el coro a Juanchorro en la canción de Roberto Carlos “Estoy amando locamente a la enamorada de un amigo mío”, y tú y yo aprehendemos una verdad única y contundente.
Hasta que me arropas de paraísos y candores con ese mirar tan tuyo, “con un sonreír eterno en tus labios, con una mirada que habla de amores”, díselo, Charles Aznavour, como si estuviéramos en “Venecia sin ti”.Termina el toque. No ha sido otro tigre más, lo sé. Se apagan las luces. La velada acaba y me has esperado. Tu novio se marchó. ¿Qué tiene la música esta noche? Todo de nuevo entre los dos renacerá. Detén la noche, vida mía, porque esta noche la paso contigo. Y tú, reloj, no marques las horas.
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