lunes, 13 de octubre de 2008

¿A qué se deberá esta predilección de izquierdas y derechas por la preponderancia del estado?

Dios los crió...





Sibilinos peinillazos


De diestras y siniestras (II)


por: Nicolás Soto


"Tutto nello Stato, niente al di fuori dello Stato, nulla contro lo Stato”
Il duce Benito Mussolini
"Dentro de la revolución, todo. Fuera de la revolución nada"
Un par de duces caribeños, uno chivudo, el otro verrugón


¿A qué se deberá esta predilección de izquierdas y derechas por la preponderancia del estado? Habría que remontarse, quizá, a la génesis de la necesidad organizativa en lo social y a la perenne animalidad que nos negamos a abandonar, con todo y las “n” centurias transcurridas desde el albor del género humano. Expliquémonos, a ver si atinamos.


La exigencia de protegerse a sí mismos contra ingentes factores externos llevó a los primeros conglomerados humanos a confiarse en algunos de sus miembros para la dirigencia, usanza que hemos heredado de las bestias (todas las manadas cuentan con su respectivo papaúpa). Estos elementos poseían, a no dudar, ambición de liderazgo y, de esta forma, lograrían afianzar la supervivencia del grupo como excusa para empinarse por encima de sus congéneres. En algunos casos, esa bandería se impondría gracias al consentimiento tácito de los dirigidos, pero, a medida que las comunidades se acrecentaban en número y complejidad, la capacidad de violencia se convertiría en el fiel de la balanza. El aura de la supremacía de los unos sobre los otros iría labrando ese meollo inefable y terriblemente opresivo que hemos conocido, a lo largo y ancho de la historia, con la denominación de poder: todo por el poder, temámosle al poder, arrodillémonos ante el poder, ¡ah carajo con el poder! Aunado a lo anterior, la innata apetencia humana por dotarse de explicaciones acerca de la infinitud del universo y sobre la naturaleza de la vida misma generaría el fenómeno religioso, the ultimate explanation, la expresión que lo abarca todo, la dilucidación de todos los misterios, la base de sustentación que nos asienta y nos centra ante lo desconocido, suministrándonos toda repuesta para toda interrogante: ¿qué somos?, ¿de dónde venimos?, ¿hacia dónde vamos?, ¿qué hay después de la muerte? A posteriori aparecerían la filosofía y la ciencia con finalidades similares, pero primero fue lo primero: las religiones, las cosmogonías, las mitologías…



Sería de esta forma, entonces, como los aguzados conductores sociales mezclaron intuitivamente el ansia de resguardo contra las amenazas exteriores ─ verbigracia, las fieras y las amenazas provenientes de la naturaleza silvestre, amén de los otros grupos humanos enfrascados en el afán de conquistarnos ─, la obligación de armonizarse para afianzar la supervivencia ─ traducida en división del trabajo para la producción económica aunada a la jerarquización de la sociedad, en tanto que correa de transmisión de las directrices ─, y, last but not least, el espíritu religioso en el rol de drenaje del temor ancestral hacia lo desconocido y, voilá!, presto!, emerge de la manera más natural el poder: la facultad de disponer de vidas y erarios ajenos, de encausarlo todo, enmarcarlo todo y dirigirlo todo hacia el derrotero que fije el ungido, el supremo, das führer, recipiente solitario de la inobjetable sapiencia que confiere el poder.



Nótese que es prácticamente imposible conseguir una contextura social, bien sea en la antigüedad o en agrupaciones específicas de la contemporaneidad, donde el poder político no vaya emparejado, siamésicamente hablando, con la hegemonía religiosa. Los faraones egipcios, los emperadores romanos y hasta los caciques de las tribus aborígenes encarnaban la esencia divina de este lado de la existencia. Los monarcas medievales occidentales hubieron de recurrir a pensadores de neto ascendiente aristotélico para que desarrollaran la doctrina del derecho divino, quizá para expiar algún ratón[1] moral ante el claro mandato de Jesús de separación de las esferas política y religiosa: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Por ende, el rey, emperador, kaiser, mandarín, o lo que fuese, siguió representando lo excelso, lo insuperable, la voluntad inapelable e infalible, pues, si dejó de pertenecer al club de las divinidades, su autoridad ostentaba el sello de aprobación por parte del Supremo Hacedor. Pero, como a todo cochino le llega su sábado, a esta realidad de siglos le dio matarile la modernidad, principalmente con las revoluciones norteamericana y francesa (ya se los conversamos en capítulo anterior), aunadas a “nuestras matazones republicanas” ─ Laureano Vallenilla Lanz dixit ─ de este lado del charco, que, si bien guardaban un resabio de belicismo semibarbárico e inmaduro, sirvieron, en alguna medida, para difundir nociones de cambio y movilidad sociales.


Mas he aquí, entonces, que en vía de franco ocaso el esquema monárquico tradicional, no podía perderse el acicate del disfrute sensual y adictivo del poder por el poder mismo. Se requería, por lo tanto, de argumentos de peso que justificasen a aquellas individualidades ansiosas de ponerle la pata en el pescuezo al resto de los mortales por causa de cualesquiera cargas psicopáticas o de cuentas por cobrar al prójimo, carburante sine qua non de estos sociópatas para encaramarse en las mieles del poder, ese poder que los ha desvelado[2] desde que el mundo es mundo.


Caídas (o en vías de debilitamiento) las monarquías, se genera la noción de estado[3], como suprema confluencia del sentir del pueblo, en tanto que masa informe a la cual hay que inocularle la conveniencia de seguir a pie juntillas las indicaciones de los “estamentos esclarecidos” que detentan, o buscan detentar, el poder. Nace, en consecuencia, la tesis socialista, tronco común del fascismo y del comunismo, pero, por sobre todas las cosas, pilar fundamental del estatismo (o estatolatría).
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[1] Venezolanismo por resaca o cruda.
[2] Aclaratoria lingüística: me llama sobremanera la atención el uso que el verbo desvelar ha venido tomando últimamente en algunas zonas de España como sinónimo de lo que aquí, en América, denotamos como develar, descubrir, destapar o revelar. Desvelar, caros míos, significa, aquí y ahora, perder el sueño, quedarse mirando pa’l techo (como fémina insatisfecha luego del amor). Y si no, escuchen a Toña La Negra con su “Desvelo de amor”. Ahí queda eso.
[3] Así, con minúsculas, para deslastrar a este concepto de su carácter de Moloch, de Baal, de deidad ante la cual prosternarse (y prostituirse).

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