miércoles, 22 de octubre de 2008

Sesentera por cuentagotas

A lomo de relumbrones

Sesentera (II)

por: Nicolás Soto



Luego del Kinder en la “Julita Hernández”, con la maestra Antonieta Zamora, recibí el agua bautismal de la lectura en la Escuela “Monseñor Álvarez”, calle González Padrón sur, entre Las Flores y Descanso, Valle de La Pascua, Guárico, República de Venezuela (el verdadero nombre de este país), de manos de la maestra Ana Julia Guerra de Díaz y de la maestra Tula, quien, si mal no recuerdo, era la esposa del inolvidable profesor Cuenza. Como vehículos inductores, los libros “Upa” y el manual de alfabetización de adultos “Abajo Cadenas”: Juan Camejo tiene calentura. Ala, casa, maraca, tapa. Perro que come manteca no mete la lengua en tapara. El que madruga coge agua clara. Juan Camejo dejó el conuco. Juan Camejo ahora trabaja en los campos petroleros. Las letras se amoldarían a mi espíritu para siempre, gracias a mis profes. Gratitud eterna.

El padre Chacín puso en marcha su sempiterno proyecto docente en 1961. La casa parroquial sirvió de sede inicial, albergando tercero, cuarto y quinto grados, con puros varones. Allí recibíamos clases, según el máximo nivel de exigencia que siempre requirió el presbítero trujillano, y, durante los recesos, se podía ver a aquel tropel de chipilines disputando caimaneras con pelotica de goma o jugando metras en el reducido patio de la sede parroquial: “¡Pichigüeca! ¡Barajo monte! ¡Todo ahí! ¡Barajo tornique! ¡Barajo pujinche! ¡Boto tierrita y no juego más!” No había Nintendo ni Play Station, pero gozábamos un puyero.

El padre era estricto y había que caminarle derechito, siendo la justicia y equidad partes inseparables de su tutela. La totalidad de mis condiscípulos de entonces concuerda en que ─ si bien la chillaban al encajar los palmetazos, regaños y coscorronazos ─, después de adultos llegamos a agradecer la mano firme que señalaba el derrotero de la conducta intachable. Con o sin Lopna. Por mi lado, aprendí a tirar la piedra y a esconder la manito, para que no me sobaran con La Milagrosa. Aparte de uno que otro con ínfulas de guapetón ─ nunca faltan los bullies, como dicen los anglosajones ─, nosotros no pasábamos de nimias travesuras y, más bien, competíamos sanamente en el campo del aprendizaje.

Uno veía el mundo exterior, lógicamente, con ojos de mozuelo. Pero, de alguna manera, intuíamos que las cosas se estaban acelerando al percibir el desasosiego de nuestros mayores, tal como lo expresaría, a posteriori, el Mayo Francés de 1968: “Arrêtez le monde, je veux descendre! ¡Detengan al mundo, que me quiero bajar!” Para la chiquillería, sea cual sea la generación a la que pertenezcan, los cambios se suceden de forma natural. Nosotros no seríamos la excepción.

Los acontecimientos abruptos, con los giros de apreciación que acarrean aparejados consigo, jalonan toda existencia. Mis padres trabajaron duro desde muy temprano en la vida para asegurar el sustento y nunca pudieron completar su educación formal, pero en mi casa siempre abundaron los libros y la prensa. En agosto de 1962 falleció sorpresivamente Marilyn Monroe. Todos los periódicos se hicieron eco. Yo me extasiaba contemplando las fotografías de aquella belleza hipnótica, muerta en extrañas circunstancias. Ahí se me destapó la conciencia de que las mujeres eran otra cosa, portadoras del misterio y el embrujo. La diva rubia se me grabaría como el epítome de la hermosura, hasta hoy.

Todos los domingos asistíamos a misa de nueve en uniforme de gala. De este lado, nosotros, los del “Juan Germán Roscio”. En la otra nave, las alumnas del colegio de las monjas. Nunca olvidaré la primera mirada furtiva que me prodigaron unos ojos avellanados, acompañada de una sonrisa esquiva que me ruborizó los cachetes y las orejas, me hizo temblequear los jarretes y se me arrellanó en el alma con ínfulas de fiebre profana. En algún momento me armé de valor, me le acerqué a tan exquisita criatura y, ¡ah mundo!, me sentí presa de una borrachera vehemente: mi cerebro ordenaba decir algo y mi boca se anegaba con vocablos inconexos. Ella me obsequió con un mohín adorable y me dejó al descampado con mi síncope prepúber. Como decía el gran Germán Valdés, “Tin Tan”: ¡Jíjole, yo y las mujeres!

Noviembre de 1963, quinto grado, viernes en la tarde, casa parroquial. Llegó alguien con la noticia: “¡Mataron a John Kennedy, el presidente de Estados Unidos!” A la hora de salida, un gentío se aglomeraba en predios del establecimiento de don Ernesto Alayón en la que, por supuesto, siempre hemos conocido como la esquina de Alayón (Atarraya con Real, frente a la plaza Bolívar). Desde un potente radio transoceánico, los detalles del magnicidio irrumpían con su carga planetaria y un sinfín de güergüereos típicos de las transmisiones de onda corta. No lo sabíamos aún, pero ya convivíamos en una aldea global. Todo estaba cambiando, para bien o para mal.

El profesor Zerpa imponiéndole una medalla a este escribidorzuelo vuestro. Observan, en primer plano, monseñor Chacín, y desde el fondo, entre otros, Octavio Loreto, César Delgado, Norton Barreto, Manuel Contreras, Rubén Darío Díaz (qepd) y Gerardo Camero Calcurián.
Marilyn Monroe, primor imperecedero.

Kennedy y Jackie en Dallas, minutos antes de la tragedia.

2 comentarios:

productor de radio dijo...

Excelente narrativa amigo Nicolás Soto. Me llamó la atención que usted estudió en el liceo Roscio de San Juan de los Morros. Bueno, eso fue lo que entendí. Yo también estudié en ese liceo. Egresé en el año 71 cuando el director era Marcos Peña Bouchard. Me agradaría ponerme en contacto con usted, porque además menciona un libro de lectura que me interesa saber si usted lo conserva, o por si conoce a alguien que lo tenga. Se trata del libro de lectura "Abajo Cadenas" que narra la vida de Juan Camejo. Soy un productor de radio y tengo entre mis planes hacer un especial sobre la educación primaria en Venezuela.

Unknown dijo...

Que sabroso es leer una historia del pasado escrita por un mago del lápiz teniendo la facilidad de transpor al lector a esos alegres momentos que volverán. Gracias.