Capítulo
XXX
¿Qué podía decir ella?
Siempre había estado de acuerdo con mis decisiones y esta vez no fue diferente.
Solamente comentó que tendría que trabajar el doble porque ya no se trataba
nada más del costo de mis estudios en la universidad Santa Cecilia.
—Conseguí un
apartamentico. No es gran cosa pero, por lo menos, saldremos de aquí. Queda por
Las Acacias. ¿Cómo te parece?
No pude menos que
sonreír. Sabía, desde que tuve uso de razón, que nunca había cejado en su
empeño de sacarnos (o debería decir, con toda propiedad, sacarme) del
bloque. Sentía, aunque jamás lo manifestó explícitamente, que era poco menos
que un baldón. Algún día saldríamos de abajo. De hecho, estábamos dando los
primeros pasos efectivos sobre el particular.
—El primero del mes entrante
nos mudamos. Nuestros gastos serán mayores pero siempre hay modo de arreglarse
y...
—Por eso no te preocupes
—la interrumpí—. Pienso trabajar. Así contribuyo con la manutención de la casa
y ayudo a descargarte de obligaciones.
Sus mejillas se
hundieron al chupar con apetito. La brasa refulgió durante dos segundos, como
si quisiera evadirse de la punta del cigarrillo.
—Mejor no. Te va a
quitar tiempo y la universidad es exigente.
—Me inscribí en el turno
de la noche.
Apagó el cigarrillo en
una cenicerita cuadrada de arte murano. El humo se colaba por entre sus
sulfatados incisivos.
—
¿A quién habrás
salido tan impulsiva? Carajo, eres igualita a tu papá en ese aspecto. Y eso que
no lo conociste. Siempre me vienes con los hechos cumplidos y las decisiones ya
tomadas.
La alusión a mi padre
era, francamente, inusual. Al darse cuenta de lo que había hecho, eludió verme
y remató la colilla con aspavientos cortos y espasmódicos.
—Lo único que espero es
que no salgas como él en cuanto a la inconstancia y lo disperso. Pero, ¿qué
estoy diciendo? Si eres la única de esta familia con perspectivas.
Me levanté para servirme
un poco más de café.
—A LauraÉ se le están
abriendo oportunidades.
Encendió otro
cigarrillo. El temblor en sus manos no me daba buena espina.
—Nos va a abandonar. Tú
y yo lo veremos. Esa no tiene sentido de la pertenencia y la solidaridad.
—No hables así, mamá. Es
tu hija también.
—Ornela, no nos
engañemos. Yo la parí, la crié y la eduqué. Y, sin embargo, es una extraña para
mí. Todo el tiempo permanece muda, todo se lo tranca y no comparte nada. Nunca
ha sido una de nosotras. Y ahora muchísimo menos que está enredada con ese
vivíparo.
Solté una leve
carcajada.
—No te rías. Quisiera
regocijarme cuando pienso que Laura Eunice está escarmentando en carne propia
el pago a toda la indiferencia hacia nosotras, su familia, que es lo único con
lo que cuenta verdaderamente a la hora de afrontar los topetazos de la vida.
¿Desde cuándo hace que no nos llama? ¿Desde cuándo no viene a dispensarnos una
visita y averiguar cómo estamos de salud? ¿Ah?
Un ligero acceso de tos
cortó la amargura. No quise decirle que, a veces, ella telefoneaba, cuando
tenía la plena certeza de que era yo quien iba a contestar. En su voz siempre
se apreciaba un extraño titubeo, una mezcla de remordimiento y nostalgia. Era
paradójico, pero nos llevábamos mejor entre las dos desde que se había ido a
vivir con Valdemar.
—Bueno, basta ya de
hiel. A cada quien le llega su hora de rendir cuentas y, en ese sentido, el
Altísimo es la última instancia. Que cada quien cargue con sus culpas —después
de unos cuantos tosidos continuó—. Hay una cosa que deseaba comentarte, Ornela.
Este, tú sabrás, no soy quién para juzgar porque nunca tuve oportunidad de
estudiar (ni siquiera pude completar el bachillerato), pero de esa universidad Santa
Cecilia se dicen cosas no muy buenas, que si es pirata, que si han salido
anuncios en los periódicos solicitando profesionales pero que se abstengan los
graduados de la Santa Cecilia, qué sé yo...
—Mamá, no puedo quedarme
de brazos cruzados esperando que se acaben los rollos en la Central. Fíjate
todo lo que le costó a LauraÉ para graduarse.
—Sí, es verdad, ese es
el punto. Y el vivíparo ese todavía no termina su carrera, ¿verdad? Hay que ver
que mi pobre hija sí que es pendeja manteniendo a ese vivián.
Miré el reloj.
—Me voy. No quiero
llegar tarde —dije, y me apresté a salir.
Ella recogió los restos
del desayuno.
—Acuérdate que esta
tarde tienes fisioterapia.
—Y es mi última cita
también.
—Carajo, por fin salimos
de eso. Este domingo le voy a prender dos velas al doctor José Gregorio
Hernández para agradecerle su infinita bondad en tu recuperación. Y sería bueno
que vinieras conmigo.
—
¿Por qué no me lo
dijiste antes? Ya planifiqué irme con los muchachos para la playa este fin de
semana.
La vi cruzar hacia el
fregadero, con los platos y tazas de plástico en las manos, el cigarrillo
arqueado en la comisura de los labios, y tratando de contener la tos para no
derramarse encima los residuos de café con leche.
—Bueno, chica, está bien
—replicó, sin trazas de acrimonia—. Iré yo sola. Pero la semana de arriba
vienes conmigo, mira que hay que pagar esa promesa entre las dos.
—Okey. Chao, pues.
A la media hora estaba
en el tribunal. Aquel era mi primer día como escribiente. Las mecanógrafas me
veían, al principio, con actitud de rareza. Debo significar que mi aspecto no
podía calificarse, de buenas a primeras, como muy ortodoxo. Mis anteojos eran
gruesísimos, de los llamados “culo de botella”, siendo prolija la enumeración
de toda la gama de presbicias y astigmatismos que agobiaban mi visión. Tenía
(para más ñapa) hombros de nadadora, aun cuando no soy muy afecta a cualquier
clase de extenuación física y, por contraste, mis pechos parecen dos mitades de
coco puntiagudas y erectas en sus ochenta y ocho centímetros de diámetro (¿así
se dice?). Hubiera querido tener los labios más gruesos y la boca un tanto más
ancha porque, con toda sinceridad, no me satisface mucho que digamos mi sonrisa
(aunque, a la larga, una aprende a soportarse y a sacarle partido a sus
aparentes desventajas). Ni siquiera me gusta cuando me maquillo y por eso casi
nunca me pinto. Hay gente que me aconseja llevar el pelo más largo,
argumentando que mi cara es un tanto cuadrada y que, de ese modo, se
suavizarían mis rasgos. El problema es que me fastidia la peinadera y la
lavadera con que tienes que lidiar cuando luces una melenita. De repente son
resabios de la niñez (LauraÉ solía descargarme con el sambenito de que yo,
dizque, era medio basta y medio cochina) cuando, a veces (o, más bien, muy a
menudo), me daba por pasar varios días sin bañarme, siempre contando con las
oportunas excusas de mis frecuentes enfermedades. Aunque, al dejar atrás la
pubertad, superé ese ingente estado patológico de aversión al aseo, todavía hoy
en día procuro acortar mi estancia bajo la ducha a lo mínimo indispensable (no
soporto la idea de permanecer mucho tiempo en actividades que no sean ciento
por ciento productivas). Qué filosofía, ¿no? Lo que pasa es que esta actitud
ante la vida siempre me ha arrojado excelentes resultados.
Al cabo de una semana ya
me había conquistado a, prácticamente, todo el mundo en el tribunal. Resalto el
prácticamente porque el secretario me costó un trabajo extra que, a ratos, me
hacía dudar de la eventualidad de hacerme acreedora de su simpatía. Hablando
con franqueza, se trataba de un tipo hosco, repelente, amargado, acomplejado, vengativo
y, además, resultó ser mi primer contacto directo con el mundo corruptín. Durante un lapso
relativamente prolongado hice gala de todo mi repertorio de halagos y
consideraciones con la idea fija de ganármelo para mi causa. Debo aclarar, no
obstante, que yo no pasaba todavía de ser una muchachita medio ingenua recién
graduada de bachiller en Humanidades, medio crédula de todo lo que le decían y
medio inexperimentada en los verdaderos intríngulis de la vida. Según mi mamá
(ya la han escuchado), existía en mí un impulso feroz (esa era su expresión
textual), sin duda alguna heredada de ese padre a quien nunca conocí, que me
guiaba, con terquedad de gallego, a la conquista de las personas que me
rodeaban y convertirme en un foco de atracción (impulso no del todo inocuo
porque, a la larga, terminaba organizando a esas gentes con alguna finalidad).
Pues bien, me di con ahínco a granjearme la buena voluntad del secretario del
tribunal (quien, de paso, fungía de jefe de los escribientes y, por ende, mío).
El hombre no cedía ni a las zalamerías ni a las chanzas ni al jueguito del
amigo secreto. Yo soy dura para dar mi brazo a torcer y ya estaba a punto de
tirar la toalla con el susodicho cuando, al fin, le agarré una debilidad.
El cuento es como sigue.
Durante mis últimos años de bachillerato trabé buena amistad con Carmen Adilia
Fragachán, una llanerita buenamoza con quien me asocié para vender, aquí en
Caracas, varias delicatesses que sólo
se producían en su pueblo natal, Santa Narda de Miguaque. Y no nos fue nada
mal. A punta de pisillo de venado, queso de mano y queso de cincho, lapa,
chigüire y pavón, en metódicos obsequios (sacrificando parte de mis ganancias),
me fui ganando la confianza del tozudo secretario. Demos gracias al Bendito
(como dice mi mamá) porque el hombre resultó ser muy buen diente y por ahí
Ornelita coló su caballito de Troyita. Al cabo de cierto tiempo, me constituí
en su inseparable mano derecha y empezó a dejarme tajadas de las numerosas
operaciones, no del todo sacrosantas, que practicaba, con la venia oculta del
juez, manipulando los legajos, expedientes y sumarios de los pleitos más
jugosos. Accedí, de hecho, al conocimiento de vista, trato y comunicación con
los abogados más expertos en zancadillas, traspiés, retardos y/o aceleraciones
procesales (de acuerdo a las particulares conveniencias) y, en fin, con todos
aquellos veteranos en cualquier clase de componendas para obtener los más
pingües beneficios dentro de los diversos litigios que se ventilaban en ese
juzgado. Simultáneamente, avanzaba con paso firme y decidido, en la carrera de
derecho, ejusdem.
Cada vez más se
afianzaba mi certeza de que la universidad Santa Cecilia era, con bien ganados
títulos, una extensión o, más bien, una derivación de lo que vivía todos los
días en mi trabajo del tribunal. Para no perder la costumbre, comencé a moverme
de inmediato en esos predios como pez en el agua. La oportunidad la pintaban
más que calva. Sin duda alguna, era el mejor sitio de Caracas y de toda
Venezuela para iniciar contactos, para conocer y dejarse conocer, para
establecer lazos con una infinidad de personas que deberían convertirse, una
vez en el ejercicio profesional, en factores de extraordinaria utilidad. En
este punto divergíamos de plano (para variar) LauraÉ y yo. Ella sostenía que la
universidad debía ser, ante todo y sobre todo, el Alma Mater, vale decir, no solamente el sitio donde uno adquiere
una profesión que, strictu sensu, no
es sino una habilidad vital con rango académico. Como aprender la carpintería,
pero una carpintería de suma envergadura. “Lo importante no estriba en dotarse
de un oficio o de un diploma que nos garantice prebendas en la jerarquía
social”, me machacaba LauraÉ, “sino aprovechar el entorno de profundización en
el conocimiento, por el conocimiento y para el conocimiento, enriqueciendo el
espíritu y accediendo a niveles más altos en la comprensión de los procesos
humanos”. Y proseguía preguntándome si en la universidad Santa Cecilia existía
un cineclub donde pasaran películas de Luis Buñuel y de Ingmar Bergman, si se
presentaban orquestas sinfónicas o cuartetos de cámara, si había exposiciones
pictóricas, si tan siquiera venían los cantantes de nueva trova cubana a
realizar conciertos. Ajá, todo eso suena muy bonito, le contestaba yo, pero con
eso no se come, ni se compran apartamentos, ni se puede viajar para
Disneyworld. Ciertamente, la pobre LauraÉ se quedaba sin poder replicar ante la
solidez real de mis argumentos. Buscando contradecirme, me enrostraba la pésima
celebridad que, injustamente, arrastraba mi universidad. “En la Santa Cecilia
es más fácil graduarse que conseguir puesto en el estacionamiento”, intervenía
Valdemar con su fastidiosa condescendencia (siempre me llamaba La Cuñys,
condimentando el apodo con cierto tonito chocante). Yo defendía mi causa
manifestando que entre mis profesores se contaban los más afamados miembros de
la corte suprema, del consejo de la judicatura y, por si fuera poco, varios
jueces (altamente conocidos) que llevaban algunos de los casos más sonados en
los medios tribunalicios. Sin dejarme concluir la argumentación, LauraÉ se
condolía del pobre sistema judicial venezolano. “Con razón la justicia en este
país es una solemne cagada”, espetaba, con su vozarrón montaraz, Valdemar. Sin
derecho a pataleo, LauraÉ iniciaba una larga diatriba contra el ordenamiento
clasista que sólo se guiaba por la capacidad pecuniaria de los individuos y,
sin más ni más, el cuestionamiento se extendía a todo el sistema con lo cual
(toco madera por lo pavoso) ya estábamos hablando de política, que es una de
las cosas que más detesto de este mundo.
Ah, pero mejor es
no quejarse. Ese ha sido uno de los mejores períodos de mi vida. Por un lado,
me consolidé en lo físico. Asumí todas mis limitaciones y aprendí a
sobrellevarlas, transformándolas, más bien, en parte de mi inventario de
atractivos. Hay varones, por ejemplo, que se sienten inmensamente atraídos por
las mujeres con lentes porque intuyen que en ellas existe mayor densidad
espiritual e intelectual. Aparte de que nosotras tres no somos nada feas. En
sus fotos de juventud se puede apreciar en mi mamá una mirada lánguida y
profunda (a lo María Félix) y una boca definitivamente carnosa, provocativa y
misteriosa, con el pelo rizado que le caía sobre los hombros dándole un aire de
ninfa cabaretera, en el mejor sentido de la palabra (ella se enerva cuando le
hago estas comparaciones). Lástima que la vida la haya tratado tan mal. Su
matrimonio naufragó estrepitosamente y ello la afectó sobremanera. La vida la
arrojó con dos hijas pequeñas al sendero de la dura lucha y ahí mismo se inició
un lento proceso de desgaste. Pero nadie lo puede dudar: era bella en sus
buenos tiempos. Y si no fuera porque LauraÉ se ha dejado ganar por esa
trastocada simpatía hacia las causas perdidas (incluyendo el feminismo) y si
procurase poner un poco más de atención en su persona, digo, afirmo, enfatizo y
reitero que sería (de hecho lo es) una mujer de una espléndida y enigmática
belleza. Yo, por mi parte, más afortunada no puedo ser: he caído víctima de
siete mil infortunios durante mi niñez y, sin embargo, sé que atizo reacciones
de evidente atracción en unos cuantos machitos. De pequeña padecí de una suerte
de leucemia que no pasó a mayores gracias a la entereza de mi mamá. Ella
sacrificó lo mejor de su vida para sufragarme un costoso tratamiento que
incluyó (¡y me erizo de sólo recordarlo!) unas dolorosísimas punciones entre
las vértebras para extraerme líquido encefalorraquídeo. A resultas de la
quimioterapia, mi crecimiento se vio afectado, mi dentición fue anormal, se me
cayó el pelo y sobrellevé una palidez anémica que retrasó mi desarrollo
menstrual hasta casi los dieciséis años. Para colmo, celebrando la culminación
del tercer año de bachillerato, fui arrollada por un vehículo (se dio a la
fuga, el muy desgraciado, pero algún día daré con él) y se temió que mi pierna
izquierda fuese amputada. Mi mamá le hizo la consabida promesa al Dr. José
Gregorio Hernández y, a fuerza de fisioterapia y mucha constancia, logramos
salvarla de manera total (aun me duele cuando el tiempo se pone demasiado
húmedo). Y no mencionemos toda la sarta de sarampiones, lechinas, tosferinas,
dengues (y pare usted de contar), de la que no me salvé ni aun viviendo en el
perenne encierro aderezado con sobreprotección maternal donde transcurrió mi
infancia. No era para menos. A veces pienso que de ahí proviene el alejamiento
entre LauraÉ y mi mamá. Toda su atención se volcó hacia la frágil, enclenque y
quebradiza hija que, en ocasiones, coqueteó con la muerte, mientras la otra
crecía sana, sin problemas aparentes pero, en el fondo, sintiéndose desdeñada.
LauraÉ se refugió en un escueto retraimiento que la llevaba a sumergirse en la
lectura. Pasaba días sin hablar. Yo, a pesar de mis precoces achaques, siempre
fui activa, emprendedora, comunicativa y muy dada a compartir con los demás,
quizá como compensación a las largas horas de suplicio que, de por sí, le
imponen a una instantes de involuntaria soledad (hoy en día le tengo tirria a
la soledad). Soy intuitiva, impulsiva y no gasto mucho tiempo en disquisiciones
trascendentes. Actúo, ¡y fuera cacho! Después, evalúo las consecuencias de mis
actos (nunca antes). Mi mamá afirma que me parezco en eso a mi papá, con la
diferencia de que él fue (es) un fracasado, mientras que yo no me arredro ante
nada. En los pocos y raros momentos en que la inactividad me gobierna y me
siento de humor para meditar me pregunto: ¿cómo pueden ser dos hermanas tan
radicalmente diferentes? Creo que LauraÉ muchas veces acondicionó sus
reacciones para ser conscientemente distinta de mí. Reconozco que, muy a
menudo, me comporté como una atorrante (siempre me calificaba de ese modo) con
ella. No podía evitarlo. En esa época gozaba fastidiándola. Hoy en día no.
Confieso abiertamente que me encantaría ganarme su cariño y su admiración. Pero
subsiste una barrera invisible de resquemor en ella. No sé cómo definirlo. Me
da la impresión de que se la pasa luchando contra cierto remordimiento, clavado
muy adentro, por no poder darse a plenitud con mi mamá y conmigo. LauraÉ no es
persona de malos sentimientos. Todo lo contrario. He sido testigo del aprecio y
de la estima que ella es capaz de granjearse cuando se lo propone. ¿Por qué no
podemos ser, tan siquiera, amigas? ¿Por qué estamos signadas por un pasado del
cual no somos culpables? Presiento que mi mamá, sin querer queriendo, le
enrostró a LauraÉ buena parte de sus frustraciones. Debe ser terrible para un
hijo verse preterido al saber que sus padres ostentan favoritismos. Me propuse
enmendar esa terrible carga. Sé que soy capaz de hacerlo. LauraÉ deberá saber
que el amor entre nosotras no podrá tener parangón.