PEDRARIAS
John Lennon escondía una sonrisa sardónica
detrás de una armónica protegida por sus manos, soplándola cadenciosa y
rítmicamente. El entusiasmo se desplegaba irreprimible, sazonado por agudos
chillidos rayanos en histeria de las nada flemáticas fans londinenses. Las imágenes de llanto, aun en blanco y negro,
tenían algo de primitivismo animal y de connotación lúdica con ribetes de
sexualidad a punto de desborde.
Paul McCartney meneaba la cabeza a semejanza
de un metrónomo descontrolado, redondeaba los labios y dejaba escapar un agudo
y cortante “uuuuh”. Se desencadenaba, de seguidas, la gritería con renovado
vigor, a la par que George Harrison desgranaba, con pulso atildado, un rabioso
y metálico sonido en su guitarra “Grestch”, conectada por un cordón umbilical a
un gótico amplificador “Vox”.
Pedrarias miraba ensimismado a Ringo Starr
desde una butaca de la sexta fila, llevándose a la boca mecánicamente un puñado
de maní salado. Las manos llenas de anillos del baterista narizón sostenían las
baquetas con que golpeaba, marcando
regocijadamente el compás, el redoblante, los platillos y el cimbal.
I-I-I should have known better
with a girl like you ...
La letra le era incomprensible, pero el
sonido se le metía por los poros y le estaba provocando síntomas de adicción.
En sus catorce años de vida, nunca había visto una película tres veces como era
el caso presente. Ni siquiera Ben Hur
o Sansón y Dalila, sus favoritas
hasta entonces, le habían causado aquella irresistible inquietud que ahora
experimentaba. El sonsonete rasposo de aquellas guitarras eléctricas y aquellas
voces de aquellos ingleses de tacón alto amalgamaban en su interior una
vibración inefable. Nunca, como en ese momento, la música le había afectado de
manera tan vital. Y lo peor era que, luego de disfrutar del film por primera
vez, le pidió dinero al señor Viera, su padre, a quien se encontraba
acompañando en Caracas, y había comprado el disco con la música de la película.
Lo ponía incontables veces en el radiotocadiscos “Phillips” de su tía Fátima,
gustándole más y más. Una escapada furtiva al cine y la disfrutó de nuevo.
Yeah
yeah yeah rezaba la carátula del acetato con una foto en lo que
aparecían los cuatro miembros del combo, vestidos con unos raros sacos sin
solapa y mostrando una actitud provocativa y sarcástica, como Pedrarias nunca había observado antes en
ningún otro artista. Usualmente, las películas calificadas como juveniles no
pasaban de meras comedias romanticoides, pletóricas de playa y surf, protagonizadas por encopetados y
carilindos galanes, intérpretes de amelcochadas tonadillas que provocaban los
suspiros de las teen agers gringas
que los rodeaban a montones. Incluía, en esta desdeñosa clasificación, desde
Elvis Presley hasta a las copias mexicanas tan en boga entonces, como Enrique
Guzmán y César Costa, cuyas películas solía sufrir en los vermouths dominicales. Pretexto ideal,
por lo demás, para encontrarse a escondidas con María Enriqueta.
Ahora, por tercera ocasión, asistía a la
proyección, de la primera aventura en el celuloide de “Los Melenudos de Liverpool”,
como ya se dignaban en llamarlos en las radios caraqueñas que daban preferencia
a la música proveniente del Norte por sobre los boleros, rancheras, guarachas y
joropos. Había invitado a David, su mejor amigo, para que lo acompañara, ya de
regreso en Santa Narda de Miguaque. Le había hablado con entusiasmo de “Los
Bitles”, pero temía una reacción no tan expansiva como la suya propia. David
tocaba el arpa y cuatro en un conjunto criollo. Nada hacía presagiar que tan
siquiera le llamase la atención una música con sonoridades y armonías tan
disímiles a las que interpretaba en instrumentos tan llaneros.
Los mechudos británicos bajaron la energía y
desde la pantalla surgía una canción más lenta titulada If I Fell. Esta sí le parecía a
Pedrarias una verdadera melodía de amor. No como las que se escuchaban
por ahí que hablaban de copas rotas, venas desangradas y demás menudencias
mórbidas. María Enriqueta se le venía al pensamiento. Hubiera querido
estrecharla y besarla, tal como había visto a tantas parejas en no sé cuántas matinées. Aquel sentir recurrente,
mezcla de nostalgia y alegría decisivas, no lo abandonaba desde que se sabía dueño
de aquella presencia opalina. Se imaginó un trillón de cosas. Ahora era un inveterado
soñador despierto. La conseguiría en la oscuridad parroquial del vermouth de los domingos. Le tomaría la
mano y compartiría el temblor de ella, el nerviosismo de ella, el temor de ella
de ver descubierto el secreto idilio de ambos. Y, enseguida, él la
reconfortaría, creyéndose rey de las galerías estelares, y procuraría robarle
un beso fugaz de adolescente afiebrado con el amor.
Pedrarias observó de reojo a David. Notó la concentración de su amigo. La
pantalla estallaba con el ritmo trepidante. “De seguro que está pasando por lo
mismo que yo”, pensó, no sin atisbos de duda. ¿No se había tomado él demasiado
a pecho esta nueva experiencia? Tanta era la impresión que había surgido en su
espíritu, desde hacía apenas quince días, que leía con avidez en la prensa
todas las noticias acerca de “Los Cabeza de Mopa”: los tumultos provocados en
sus presentaciones, las multitudes en frenesí con la sola mención de su arribo
a cualquier urbe norteamericana, los millones de discos que se vendían como
nunca antes, sus poses desembarazadas, sus humoradas irreverentes. A uno de los
primos de su papá que vivía en Caracas por los lados de La Candelaria, zapatero
de oficio, le había encargado un par de botines puntiagudos y con el tacón
extra alto, a la usanza de Los Beatles. ¡Ya se imaginaba el efecto que causaría
entre sus amigos en Miguaque! ¡Y en María Enriqueta! Sobre todo en ella, tan
amante de los atuendos inusuales y tampoco atraída por los convencionalismos.
Esa misma tarde había sido regañado por el
señor Viera por no haber ido a cortarse el pelo. Ya comenzaba a cabalgarle las
orejas. La señora Clea también le había refunfuñado a la hora de la cena, con
resoplidos, bufidos y siseos, en medio de la confusión lingual producto de la
monserga portuñola. En ese momento sintió repulsa por ella, por reclusiva e
ignorante, por sus perennes accesos de mal humor, por sus fobias campesinas,
por sus prejuicios biliosos, por sus borrascas mentales, por el dominio tiñoso
que hacía doblar la cerviz y triplicar la palidez de las hermanas de Pedrarias. El señor Viera era su cámara de
eco. Pero, ¿qué se podía esperar de él? No era sino una bestia de brega programada,
casi genéticamente se podría argüir, para madrugar todos los días y trabajar
doce, catorce, dieciséis horas diarias —domingos incluidos— en la arepera, en
el bar, en el negocio que tuviese en ese momento. Los ratos de expansión eran
escasísimos, por no decir inexistentes. De vez en cuando, algún traslado a
Caracas visitando familiares, sobre todo a la tía Fátima.
¡La tía Fátima! ¡Cuán diferente a su madre
con quien, de paso no se llevaba muy
bien! Pedrarias sentía por ella
un afecto extraespecial porque era la única persona, dentro de su familia, con
la cual podía explayarse y sentirse plenamente a gusto. La tía Fátima era
comprensiva y, aunque su rostro siempre estaba engalanado de una adustez
proverbial, se podía percibir que de su interior emanaban una alegría y un
júbilo de alondra primaveral. Mientras
Pedrarias se extasiaba poniendo una y otra vez el Larga Duración de sus
recién descubiertos ídolos, ella permanecía en su vieja mecedora de paletas con
su labor de bordado, aparentando indiferencia, aunque una imperceptible
oscilación de su índice derecho dejaba adivinar que el contagioso ritmo no le
era del todo desagradable. Y cuando el señor Viera gruñía dejando translucir su
irritación ante el excesivo apego de su retoño por tal manifestación de
degeneración, la tía Fátima lo imprecaba, cortante:
—¡Coquinho eshtá vivo!
Coquinho era Pedrarias.
O Pedro Wilson Viera Leitão.
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