jueves, 20 de marzo de 2014

Estatolatría de mis amores

El almizcle de los jejenes

Estatolatría: nuestra idolatría

por: Nicolás Soto


Un pouvoir qui tire sur sa jeunesse n'a pas d'avenir
François Mitterrand, líder socialista ex presidente de Francia


A los estudiantes venezolanos, quienes no se rinden




Gumersindo Torres



Asisto con bastante frecuencia —siempre y cuando mis achaques, fobias y manías me lo permiten— a reuniones, coloquios, foros, conversatorios y tormentas cerebrales (brainstorms) donde el tema de nuestra presente agonía nacional ocupa el temario cardinal e ineludible. Políticos de vocación, activistas de la sociedad civil y venezolanos de a pie, angustiados por esta tragedia, se dan cita.

Con machacona insistencia esgrimo un ritornello: Primero, la Unidad no se agota en los comicios. Lo electoral significa un ariete (no es el único) para lubricar los esquemas organizativos, sin dejar de advertirle a mis circunstantes que todas, absolutamente todas las elecciones en Venezuela han sido fraudulentas desde 1999 para acá, aun cuando no desdeñamos las votaciones, así sea con un pañuelo en la nariz y aguantando las arcadas.

“Debemos aguardar las parlamentarias del 2015 y comenzaremos a verle el queso a la tostada, edificando una ‘nueva mayoría’ (?)”, insisten por allá. Perfecto, pero, ¿quién nos garantiza que, en el caso de que los gandules bolivaristas reconozcan esa “nueva mayoría” no nos endilguen, tal como le acontece a Antonio Ledezma en Caracas y al mismo Capriles en Miranda, un parlamento unicameral paralelo? Pero, sufraguemos, vaya, en esa contienda y, simultáneamente, apoyemos a nuestros estudiantes que no se rinden ni por pienso jamás, a los trabajadores que reclaman justas reivindicaciones, a los desempleados arrojados a la zozobra de la economía informal, a las víctimas de esa hampa socia del régimen, a los consumidores que sufren lo indecible en las atosigantes colas, a quienes denuncian con profusión de pruebas la corrupción desbordada, a quienes se oponen al adoctrinamiento de nuestra niñez, a quienes propugnan la resistencia no violenta, el desafío político y el desconocimiento de la legitimidad de los delincuentes dizque “bolivarianos”. Digo esto y noto cómo algunas trompas y bembas se amohínan.

Segundo, la derrota de la dictadura debe suponer, asimismo, el naufragio definitivo del estatismo. La sepultura del estado como vendedor de cemento, carros, pollos y mazeite. Oigo carraspeos embarazosos en la sala. El desmontaje del estado confiscador y depredador: hay que vender Agroisleña (creo que ahora la llaman “la asamblea nacional”, o algo por el estilo), Cantv, Venepal, las fábricas de café y lácteos. Hay que darle un parao al estado promotor de importaciones masivas (tremendo negoción para la cosa nostra boligarca y sus compinches del “alto gobierno”). Siento que algunos de los presentes se ruletean las nalgas, incomodados en sus asientos. Debemos detener la hemorragia de las empresas de Guayana, sangría que nos cuesta a todos, absolutamente todos los venezolanos centenares de millones de dólares al año,  pagaderos con la actual hiperinflación inocultable. Ergo, hay que venderlas. Se alzan por ahí algunas voces: “¡Atentado a la soberanía nacional!”, “¡Neocapitalismo salvaje!”. Carajo, desbarrancar la mentalidad estatista nos va a costar más que lo que le costó a Jesucristo doblegar a los fariseos y los paganos.

Estemos claros. El estatismo tuvo su razón de ser en el pretérito. Cuando norteamericanos, ingleses y holandeses arrancaron la explotación petrolera hace una centuria, el zamarro montañés Juan Vicente Gómez les propuso: “Redacten ustedes la legislación, oras pues, que aquí no hay nadie que sepa de esa tochada”. No le faltaba razón. Venezuela venía de un siglo de guerras civiles donde caudillos rapaces se enriquecieron a punta de lanzazos y plomo de máuser. Éramos una nación palúdica y postrada que había perdido, paradójicamente, centenares de miles de kilómetros cuadrados de territorio sin ni siquiera una carga de machete que nos defendiera de tal despojo. Por supuesto, carecíamos de  capital humano y capital financiero para acometer la explotación de recursos naturales como el aceite de piedra.

Poco a poco emergieron los estudiosos, emprendedores y visionarios —verbigracia, Gumersindo Torres, Manuel Egaña, Alberto Adriani— que dieron a luz una primigenia óptica vernácula del asunto. A ellos se agregarían miembros de la clase política, como Rómulo Betancourt y Juan Pablo Pérez Alfonzo, combinando el activismo proselitista con el estudio del fenómeno. Venezuela, Política y Petróleo, obra del primero, mantiene vigencia como obra de obligatoria consulta para aprehender la trascendencia del hidrocarburo en la vida nacional.

Paralelamente, las compañías extranjeras adiestraban al personal obrero calificado, administrativo, gerencial y técnico. La presencia de estudiantes venezolanos en materia petrolera se hizo visible en universidades de primer orden, como las de Tulsa, Oklahoma, y Houston, Texas. Al despuntar la democracia en 1958, esos ingenieros y especialistas contribuyeron decisivamente a fundar escuelas de petróleo en nuestras universidades autónomas, sobre todo en Oriente y Zulia. Por cierto, ¿por qué no todas nuestras universidades públicas gozan de autonomía? Eso de universidades “experimentales”, ¿no será una excusa para que los regímenes se inmiscuyan protervamente en la educación superior? Ahí queda eso… pero sigamos con el tema.

Con el gobierno de Eleazar López Contreras se iniciaron las medidas fiscales para obtener mayores proventos de la explotación petrolífera. Los primeros pasos fueron tímidos. Bajo la presidencia de Isaías Medina Angarita, se aprueba en 1943 una Ley de Hidrocarburos más asertiva. La Junta Revolucionaria de Gobierno emanada del 18 octubre 1945 establece el fifty-fifty. El estado venezolano se pone buchón y se hace más intervencionista, paternalista, clientelista y, valga la rebuznancia, estatista.

Por supuesto, ¿quién más, valga el caso, podría haber acometido el desarrollo de los gigantescas ventajas naturales de nuestra región guayanesa? Únicamente el estado detentaba esa capacidad y así lo hizo. Ello —aunado al comprensible discurso de solidificación de la soberanía patria, elevando nuestra maltratada autoestima nacional luego de un deplorable siglo XIX y las vergonzosas primeras tres décadas y media del siglo XX bajo el castrismo (de don Cipriano) y el gomecismo— explica claramente la vanagloria de sabernos, a través del estado, capaces de afrontar tamaño desafío.

Se entiende, entonces, que bajo la batuta de personajes de alto calibre organizacional y corporativo como Rafael Alfonzo Ravard y Leopoldo Sucre Figarella, se nos hizo potable a los venezolanos la idea de que las empresas de Guayana (mal llamadas “básicas”) iban a tardar en ostentar cifras de rentabilidad, dado que las utilidades se reinvertían en emprendimientos cada vez más ambiciosos, consumiendo ingentes sumas adicionales provenientes de la renta petrolera, sin hablar de gruesos endeudamientos como los promovidos a través del V Plan de la Nación, apadrinado por el ex ministro de Planificación Gumersindo Rodríguez en la década de los 1970s. Se empezaba con los complejos generadores de electricidad (las represas hoy en día en deplorable estado de mantenimiento y paralizada la construcción río abajo de los embalses complementarios de Guri, Tocoma, Caruachi y las 2 Macaguas); y se pasaba, de seguidas, por las acerías, plantas de aluminio, los veneros de bauxita, hierro y otros minerales, más la proyección urbanística de Ciudad Guayana (Puerto Ordaz más San Félix). Pero, tras la ausencia de los dos personajes arriba mencionados, la politiquería barata hizo acto de presencia (sobre todo a partir de 1999) y el resultado es palmario. No nos caigamos a pasión, el mal hizo metástasis y el tratamiento tendrá que ser asumido con coraje: ni el estado ni los venezolanos como nación podemos seguir padeciendo hemorragia tan gigantesca. Hay que vender. Hay que enjuiciar a los culpables de tanto latrocinio rojo rogelio.

PDVSA vive una situación aun peor. Mas es el caso de que el petróleo es tabú. Viejo atavismo a decapitar algún día, sobre todo sabiendo que el tiempo cuando el petróleo será desplazado como fuente energética primordial se acerca más y más (“No, vale, yo no creo”, oigo rezongar por ahí a unos cuantos). Cuesta mucho anular los tabúes con raciocinios.

No obstante, el estatismo puede ser domeñado en este caso particular adoptando una fórmula auspiciada por estudiosos provenientes de variados ámbitos académicos y científicos: la venezolanización definitiva del mene, vale decir, el traspaso de la propiedad efectiva del petróleo del estado a todos y cada uno de los venezolanos, con el cobro efectivo, en dólares, de la renta petrolera por usted, amigo lector,  por mí y por toiticos los nativos de esta Tierra de Gracia; con el establecimiento de fondos de pensiones, de fondos de capitalización y fiduciarios; con la posibilidad de acceder a un porcentaje (a determinar) del capital accionario de la(s) empresa(s) pública(s) petrolera(s) como medio de ahorro e inversión abierto a toda la ciudadanía bajo la supervisión de un estado reducido de tamaño, pero eso sí, eficiente y honesto. Todo esto, bien entendido, sujeto a un debate nacional a calzón quitao. Con números reales en la mano. Cero politiquerías de pacotilla.

Recuerdo haber visto en 1998 una entrevista del ex ministro Miguel Rodríguez, entonces aspirante presidencial, en la recién nacida y hoy boliaburguesada Globovisión. Señalaba M.R., sin pelos en la lengua y sabedor que su candidatura era simbólica, que el estado venezolano, según cifras inauditables, contaba con una nómina superior al millón de personas. Que esa carga resultaba insostenible. Que se precisaba de un gran acuerdo nacional para reducir ese payroll. Que esos empleados públicos debían ser liquidados generosamente con dinero originado en la venta de cualquier número de empresas estatales deficitarias. Que ese capital humano debía ser reentrenado en su capacidad productiva por un INCE repotenciado y otras instituciones educativas. Nadie le paró ni esto contimás esto ante el tsunami de sinvergüenzura electoral que representó el hoy fallecido galáctico.

Si tal era la situación a finales del siglo pasado, ¿qué se puede afirmar hoy, luego de más de tres lustros de deslave institucional y ético? ¿Cuántos empleados públicos trabajando de verdad-verdad y cuántos enchufados y sanguijuelas tendremos hoy en nóminas reales, paralelas y fantasmagóricas? ¿Tres millones? ¿Cuatro millones? ¿Se impondrá, ahora sí, el diagnóstico de Miguel Rodríguez, pero en condiciones aun más severas? Ahora como nunca antes necesitamos un convenio consensuado entre todos los venezolanos para zanjar tan gravísimo problema.

Resumiendo el cotarro: el estatismo gozó de validez en épocas ya pasadas. Desde hace mucho tiempo huele a rancio. Hiede a retobo de loco, como suelen decir en mi patria chica. El estatismo ha resultado recurso discursivo muy manido tanto por la extrema izquierda como por la extrema derecha. Ya lo clarificamos más arribita: se presta para arroparse con aires de defensores de la soberanía ante el malvado musiú. Muchos dictadores tradicionales latinoamericanos han sido tanto o más estatistas que la momia chivuda cubana o que nuestro fenecido “héroe” del museo militar (este tema lo profundizaremos uno de estos días). Asimismo, buena parte de nuestra dirigencia democrática sigue encunetada y apolillada en esta pichacosa visión de la realidad. Esa misma realidad que, a través de esta pavorosa crisis, nos está propinando a todos un bofetón ontológico. Un pescozón de antología. Un remezón que nos está haciendo despertar del sueño bobalicón del estatismo, por Re o por Fa, por las buenas y por las malas.

¿Qué piensa usted? ¿Ya basta de esta idolatría pazguata con el estatismo, o seguimos con la misma mamaderita de gallo?

“Amanecerá y veremos”, dijo un estrasnochao.


@nicolayiyo

sábado, 15 de marzo de 2014

Gris (II)





PEDRARIAS

John Lennon escondía una sonrisa sardónica detrás de una armónica protegida por sus manos, soplándola cadenciosa y rítmicamente. El entusiasmo se desplegaba irreprimible, sazonado por agudos chillidos rayanos en histeria de las nada flemáticas fans londinenses. Las imágenes de llanto, aun en blanco y negro, tenían algo de primitivismo animal y de connotación lúdica con ribetes de sexualidad a punto de desborde.

Paul McCartney meneaba la cabeza a semejanza de un metrónomo descontrolado, redondeaba los labios y dejaba escapar un agudo y cortante “uuuuh”. Se desencadenaba, de seguidas, la gritería con renovado vigor, a la par que George Harrison desgranaba, con pulso atildado, un rabioso y metálico sonido en su guitarra “Grestch”, conectada por un cordón umbilical a un gótico amplificador “Vox”.
Pedrarias miraba ensimismado a Ringo Starr desde una butaca de la sexta fila, llevándose a la boca mecánicamente un puñado de maní salado. Las manos llenas de anillos del baterista narizón sostenían las baquetas con que  golpeaba, marcando regocijadamente el compás, el redoblante, los platillos y el cimbal.

I-I-I should have known better
with a girl like you ...

La letra le era incomprensible, pero el sonido se le metía por los poros y le estaba provocando síntomas de adicción. En sus catorce años de vida, nunca había visto una película tres veces como era el caso presente. Ni siquiera Ben Hur o Sansón y Dalila, sus favoritas hasta entonces, le habían causado aquella irresistible inquietud que ahora experimentaba. El sonsonete rasposo de aquellas guitarras eléctricas y aquellas voces de aquellos ingleses de tacón alto amalgamaban en su interior una vibración inefable. Nunca, como en ese momento, la música le había afectado de manera tan vital. Y lo peor era que, luego de disfrutar del film por primera vez, le pidió dinero al señor Viera, su padre, a quien se encontraba acompañando en Caracas, y había comprado el disco con la música de la película. Lo ponía incontables veces en el radiotocadiscos “Phillips” de su tía Fátima, gustándole más y más. Una escapada furtiva al cine y la disfrutó de nuevo.

Yeah yeah yeah rezaba la carátula del acetato con una foto en lo que aparecían los cuatro miembros del combo, vestidos con unos raros sacos sin solapa y mostrando una actitud provocativa y sarcástica, como  Pedrarias nunca había observado antes en ningún otro artista. Usualmente, las películas calificadas como juveniles no pasaban de meras comedias romanticoides, pletóricas de playa y surf, protagonizadas por encopetados y carilindos galanes, intérpretes de amelcochadas tonadillas que provocaban los suspiros de las teen agers gringas que los rodeaban a montones. Incluía, en esta desdeñosa clasificación, desde Elvis Presley hasta a las copias mexicanas tan en boga entonces, como Enrique Guzmán y César Costa, cuyas películas solía sufrir en los vermouths dominicales. Pretexto ideal, por lo demás, para encontrarse a escondidas con María Enriqueta.

Ahora, por tercera ocasión, asistía a la proyección, de la primera aventura en el celuloide de “Los Melenudos de Liverpool”, como ya se dignaban en llamarlos en las radios caraqueñas que daban preferencia a la música proveniente del Norte por sobre los boleros, rancheras, guarachas y joropos. Había invitado a David, su mejor amigo, para que lo acompañara, ya de regreso en Santa Narda de Miguaque. Le había hablado con entusiasmo de “Los Bitles”, pero temía una reacción no tan expansiva como la suya propia. David tocaba el arpa y cuatro en un conjunto criollo. Nada hacía presagiar que tan siquiera le llamase la atención una música con sonoridades y armonías tan disímiles a las que interpretaba en instrumentos tan llaneros.

Los mechudos británicos bajaron la energía y desde la pantalla surgía una canción más lenta titulada If I Fell. Esta sí le parecía a  Pedrarias una verdadera melodía de amor. No como las que se escuchaban por ahí que hablaban de copas rotas, venas desangradas y demás menudencias mórbidas. María Enriqueta se le venía al pensamiento. Hubiera querido estrecharla y besarla, tal como había visto a tantas parejas en no sé cuántas matinées. Aquel sentir recurrente, mezcla de nostalgia y alegría decisivas, no lo abandonaba desde que se sabía dueño de aquella presencia opalina. Se imaginó un trillón de cosas. Ahora era un inveterado soñador despierto. La conseguiría en la oscuridad parroquial del vermouth de los domingos. Le tomaría la mano y compartiría el temblor de ella, el nerviosismo de ella, el temor de ella de ver descubierto el secreto idilio de ambos. Y, enseguida, él la reconfortaría, creyéndose rey de las galerías estelares, y procuraría robarle un beso fugaz de adolescente afiebrado con el amor.

Pedrarias observó de reojo a David. Notó la concentración de su amigo. La pantalla estallaba con el ritmo trepidante. “De seguro que está pasando por lo mismo que yo”, pensó, no sin atisbos de duda. ¿No se había tomado él demasiado a pecho esta nueva experiencia? Tanta era la impresión que había surgido en su espíritu, desde hacía apenas quince días, que leía con avidez en la prensa todas las noticias acerca de “Los Cabeza de Mopa”: los tumultos provocados en sus presentaciones, las multitudes en frenesí con la sola mención de su arribo a cualquier urbe norteamericana, los millones de discos que se vendían como nunca antes, sus poses desembarazadas, sus humoradas irreverentes. A uno de los primos de su papá que vivía en Caracas por los lados de La Candelaria, zapatero de oficio, le había encargado un par de botines puntiagudos y con el tacón extra alto, a la usanza de Los Beatles. ¡Ya se imaginaba el efecto que causaría entre sus amigos en Miguaque! ¡Y en María Enriqueta! Sobre todo en ella, tan amante de los atuendos inusuales y tampoco atraída por los convencionalismos.

Esa misma tarde había sido regañado por el señor Viera por no haber ido a cortarse el pelo. Ya comenzaba a cabalgarle las orejas. La señora Clea también le había refunfuñado a la hora de la cena, con resoplidos, bufidos y siseos, en medio de la confusión lingual producto de la monserga portuñola. En ese momento sintió repulsa por ella, por reclusiva e ignorante, por sus perennes accesos de mal humor, por sus fobias campesinas, por sus prejuicios biliosos, por sus borrascas mentales, por el dominio tiñoso que hacía doblar la cerviz y triplicar la palidez de las hermanas de  Pedrarias. El señor Viera era su cámara de eco. Pero, ¿qué se podía esperar de él? No era sino una bestia de brega programada, casi genéticamente se podría argüir, para madrugar todos los días y trabajar doce, catorce, dieciséis horas diarias —domingos incluidos— en la arepera, en el bar, en el negocio que tuviese en ese momento. Los ratos de expansión eran escasísimos, por no decir inexistentes. De vez en cuando, algún traslado a Caracas visitando familiares, sobre todo a la tía Fátima.

¡La tía Fátima! ¡Cuán diferente a su madre con quien, de paso no se llevaba muy  bien!  Pedrarias sentía por ella un afecto extraespecial porque era la única persona, dentro de su familia, con la cual podía explayarse y sentirse plenamente a gusto. La tía Fátima era comprensiva y, aunque su rostro siempre estaba engalanado de una adustez proverbial, se podía percibir que de su interior emanaban una alegría y un júbilo de alondra primaveral. Mientras  Pedrarias se extasiaba poniendo una y otra vez el Larga Duración de sus recién descubiertos ídolos, ella permanecía en su vieja mecedora de paletas con su labor de bordado, aparentando indiferencia, aunque una imperceptible oscilación de su índice derecho dejaba adivinar que el contagioso ritmo no le era del todo desagradable. Y cuando el señor Viera gruñía dejando translucir su irritación ante el excesivo apego de su retoño por tal manifestación de degeneración, la tía Fátima lo imprecaba, cortante:
—¡Coquinho eshtá vivo!
Coquinho era Pedrarias. O Pedro Wilson Viera Leitão.