Estatolatría:
nuestra idolatría
por: Nicolás Soto
Un pouvoir qui tire sur sa jeunesse n'a pas d'avenir
François
Mitterrand, líder socialista ex presidente de Francia
A
los estudiantes venezolanos, quienes no se rinden
Gumersindo
Torres
Asisto con bastante frecuencia —siempre y cuando mis
achaques, fobias y manías me lo permiten— a reuniones, coloquios, foros,
conversatorios y tormentas cerebrales (brainstorms)
donde el tema de nuestra presente agonía nacional ocupa el temario cardinal
e ineludible. Políticos de vocación, activistas de la sociedad civil y
venezolanos de a pie, angustiados por esta tragedia, se dan cita.
Con machacona insistencia esgrimo un ritornello:
Primero, la Unidad no se agota en
los comicios. Lo electoral significa un ariete (no es el único) para lubricar
los esquemas organizativos, sin dejar de advertirle a mis circunstantes que
todas, absolutamente todas las elecciones en Venezuela han sido fraudulentas
desde 1999 para acá, aun cuando no desdeñamos las votaciones, así sea con un
pañuelo en la nariz y aguantando las arcadas.
“Debemos aguardar las parlamentarias del 2015 y
comenzaremos a verle el queso a la tostada, edificando una ‘nueva mayoría’ (?)”,
insisten por allá. Perfecto, pero, ¿quién nos garantiza que, en el caso de que los
gandules bolivaristas reconozcan esa “nueva
mayoría” no nos endilguen, tal como le acontece a Antonio Ledezma en Caracas y
al mismo Capriles en Miranda, un parlamento unicameral paralelo? Pero, sufraguemos,
vaya, en esa contienda y, simultáneamente, apoyemos a nuestros estudiantes que
no se rinden ni por pienso jamás, a los trabajadores que reclaman justas
reivindicaciones, a los desempleados arrojados a la zozobra de la economía
informal, a las víctimas de esa hampa socia del régimen, a los consumidores que
sufren lo indecible en las atosigantes colas, a quienes denuncian con profusión
de pruebas la corrupción desbordada, a quienes se oponen al adoctrinamiento de
nuestra niñez, a quienes propugnan la resistencia no violenta, el desafío
político y el desconocimiento de la legitimidad de los delincuentes dizque
“bolivarianos”. Digo esto y noto cómo algunas trompas y bembas se amohínan.
Segundo, la derrota de la dictadura debe suponer,
asimismo, el naufragio definitivo del estatismo. La sepultura del estado como
vendedor de cemento, carros, pollos y mazeite. Oigo carraspeos embarazosos en
la sala. El desmontaje del estado confiscador y depredador: hay que vender
Agroisleña (creo que ahora la llaman “la asamblea nacional”, o algo por el
estilo), Cantv, Venepal, las fábricas de café y lácteos. Hay que darle un parao al estado promotor de
importaciones masivas (tremendo negoción para la cosa nostra boligarca y sus compinches del “alto gobierno”). Siento
que algunos de los presentes se ruletean las nalgas, incomodados en sus
asientos. Debemos detener la hemorragia de las empresas de Guayana, sangría que
nos cuesta a todos, absolutamente todos los venezolanos centenares de millones
de dólares al año, pagaderos con la
actual hiperinflación inocultable. Ergo, hay que venderlas. Se alzan por ahí
algunas voces: “¡Atentado a la soberanía nacional!”, “¡Neocapitalismo salvaje!”.
Carajo, desbarrancar la mentalidad estatista nos va a costar más que lo que le
costó a Jesucristo doblegar a los fariseos y los paganos.
Estemos claros. El estatismo tuvo su razón de ser en
el pretérito. Cuando norteamericanos, ingleses y holandeses arrancaron la
explotación petrolera hace una centuria, el zamarro montañés Juan Vicente Gómez
les propuso: “Redacten ustedes la legislación, oras pues, que aquí no hay nadie
que sepa de esa tochada”.
No le faltaba razón. Venezuela venía de un siglo de guerras civiles donde
caudillos rapaces se enriquecieron a punta de lanzazos y plomo de máuser.
Éramos una nación palúdica y postrada que había perdido, paradójicamente,
centenares de miles de kilómetros cuadrados de territorio sin ni siquiera una
carga de machete que nos defendiera de tal despojo. Por supuesto, carecíamos de
capital humano y capital financiero para
acometer la explotación de recursos naturales como el aceite de piedra.
Poco a poco emergieron los estudiosos, emprendedores
y visionarios —verbigracia, Gumersindo
Torres, Manuel Egaña, Alberto Adriani— que dieron a luz una primigenia óptica
vernácula del asunto. A ellos se agregarían miembros de la clase política, como
Rómulo Betancourt y Juan Pablo Pérez Alfonzo, combinando el activismo
proselitista con el estudio del fenómeno. Venezuela,
Política y Petróleo, obra del primero, mantiene vigencia como obra de
obligatoria consulta para aprehender la trascendencia del hidrocarburo en la
vida nacional.
Paralelamente, las compañías extranjeras adiestraban
al personal obrero calificado, administrativo, gerencial y técnico. La
presencia de estudiantes venezolanos en materia petrolera se hizo visible en
universidades de primer orden, como las de Tulsa, Oklahoma, y Houston, Texas. Al
despuntar la democracia en 1958, esos ingenieros y especialistas contribuyeron
decisivamente a fundar escuelas de petróleo en nuestras universidades
autónomas, sobre todo en Oriente y Zulia. Por cierto, ¿por qué no todas
nuestras universidades públicas gozan de autonomía? Eso de universidades
“experimentales”, ¿no será una excusa para que los regímenes se inmiscuyan
protervamente en la educación superior? Ahí queda eso… pero sigamos con el
tema.
Con el gobierno de Eleazar López Contreras se
iniciaron las medidas fiscales para obtener mayores proventos de la explotación
petrolífera. Los primeros pasos fueron tímidos. Bajo la presidencia de Isaías
Medina Angarita, se aprueba en 1943 una Ley de Hidrocarburos más asertiva. La
Junta Revolucionaria de Gobierno emanada del 18 octubre 1945 establece el fifty-fifty. El estado venezolano se
pone buchón y se hace más intervencionista, paternalista, clientelista y, valga
la rebuznancia, estatista.
Por supuesto, ¿quién más, valga el caso, podría
haber acometido el desarrollo de los gigantescas ventajas naturales de nuestra
región guayanesa? Únicamente el estado detentaba esa capacidad y así lo hizo.
Ello —aunado al comprensible discurso de solidificación de la soberanía patria,
elevando nuestra maltratada autoestima nacional luego de un deplorable siglo
XIX y las vergonzosas primeras tres décadas y media del siglo XX bajo el castrismo
(de don Cipriano) y el gomecismo— explica claramente la vanagloria de sabernos,
a través del estado, capaces de afrontar tamaño desafío.
Se entiende, entonces, que bajo la batuta de
personajes de alto calibre organizacional y corporativo como Rafael Alfonzo
Ravard y Leopoldo Sucre Figarella, se nos hizo potable a los venezolanos la
idea de que las empresas de Guayana (mal llamadas “básicas”) iban a tardar en ostentar
cifras de rentabilidad, dado que las utilidades se reinvertían en
emprendimientos cada vez más ambiciosos, consumiendo ingentes sumas adicionales
provenientes de la renta petrolera, sin hablar de gruesos endeudamientos como
los promovidos a través del V Plan de la Nación, apadrinado por el ex ministro
de Planificación Gumersindo Rodríguez en la década de los 1970s. Se empezaba
con los complejos generadores de electricidad (las represas hoy en día en
deplorable estado de mantenimiento y paralizada la construcción río abajo de los
embalses complementarios de Guri, Tocoma, Caruachi y las 2 Macaguas); y se
pasaba, de seguidas, por las acerías, plantas de aluminio, los veneros de
bauxita, hierro y otros minerales, más la proyección urbanística de Ciudad
Guayana (Puerto Ordaz más San Félix). Pero, tras la ausencia de los dos
personajes arriba mencionados, la politiquería barata hizo acto de presencia
(sobre todo a partir de 1999) y el resultado es palmario. No nos caigamos a
pasión, el mal hizo metástasis y el tratamiento tendrá que ser asumido con
coraje: ni el estado ni los venezolanos como nación podemos seguir padeciendo hemorragia
tan gigantesca. Hay que vender. Hay que enjuiciar a los culpables de tanto
latrocinio rojo rogelio.
PDVSA vive una situación aun peor. Mas es el caso de
que el petróleo es tabú. Viejo atavismo a decapitar algún día, sobre todo
sabiendo que el tiempo cuando el petróleo será desplazado como fuente
energética primordial se acerca más y más (“No, vale, yo no creo”, oigo
rezongar por ahí a unos cuantos). Cuesta mucho anular los tabúes con
raciocinios.
No obstante, el estatismo puede ser domeñado en este
caso particular adoptando una fórmula auspiciada por estudiosos provenientes de
variados ámbitos académicos y científicos: la venezolanización definitiva del mene,
vale decir, el traspaso de la propiedad efectiva del petróleo del estado a
todos y cada uno de los venezolanos, con el cobro efectivo, en dólares, de la
renta petrolera por usted, amigo lector,
por mí y por toiticos los
nativos de esta Tierra de Gracia; con el establecimiento de fondos de pensiones,
de fondos de capitalización y fiduciarios; con la posibilidad de acceder a un
porcentaje (a determinar) del capital accionario de la(s) empresa(s) pública(s)
petrolera(s) como medio de ahorro e inversión abierto a toda la ciudadanía bajo
la supervisión de un estado reducido de tamaño, pero eso sí, eficiente y
honesto. Todo esto, bien entendido, sujeto a un debate nacional a calzón quitao. Con números reales en
la mano. Cero politiquerías de pacotilla.
Recuerdo haber visto en 1998 una entrevista del ex
ministro Miguel Rodríguez, entonces aspirante presidencial, en la recién nacida
y hoy boliaburguesada Globovisión. Señalaba M.R., sin pelos en la lengua y
sabedor que su candidatura era simbólica, que el estado venezolano, según
cifras inauditables, contaba con una nómina superior al millón de personas. Que
esa carga resultaba insostenible. Que se precisaba de un gran acuerdo nacional
para reducir ese payroll. Que esos empleados
públicos debían ser liquidados generosamente con dinero originado en la venta
de cualquier número de empresas estatales deficitarias. Que ese capital humano
debía ser reentrenado en su capacidad productiva por un INCE repotenciado y
otras instituciones educativas. Nadie le paró ni esto contimás esto ante el tsunami
de sinvergüenzura electoral que representó el hoy fallecido galáctico.
Si tal era la situación a finales del siglo pasado,
¿qué se puede afirmar hoy, luego de más de tres lustros de deslave
institucional y ético? ¿Cuántos empleados públicos trabajando de verdad-verdad
y cuántos enchufados y sanguijuelas tendremos hoy en nóminas reales, paralelas
y fantasmagóricas? ¿Tres millones? ¿Cuatro millones? ¿Se impondrá, ahora sí, el
diagnóstico de Miguel Rodríguez, pero en condiciones aun más severas? Ahora como
nunca antes necesitamos un convenio consensuado entre todos los venezolanos
para zanjar tan gravísimo problema.
Resumiendo el cotarro: el estatismo gozó de validez
en épocas ya pasadas. Desde hace mucho tiempo huele a rancio. Hiede a retobo
de loco, como suelen decir en mi patria chica. El estatismo ha resultado
recurso discursivo muy manido tanto por la extrema izquierda como por la
extrema derecha. Ya lo clarificamos más arribita: se presta para arroparse con
aires de defensores de la soberanía ante el malvado musiú. Muchos dictadores
tradicionales latinoamericanos han sido tanto o más estatistas que la momia
chivuda cubana o que nuestro fenecido “héroe” del museo militar (este tema lo profundizaremos
uno de estos días). Asimismo, buena parte de nuestra dirigencia democrática
sigue encunetada y apolillada en esta pichacosa visión de la realidad. Esa
misma realidad que, a través de esta pavorosa crisis, nos está propinando a
todos un bofetón ontológico. Un pescozón de antología. Un remezón que nos está haciendo
despertar del sueño bobalicón del estatismo, por Re o por Fa, por las buenas y
por las malas.
¿Qué piensa usted? ¿Ya basta de esta idolatría pazguata
con el estatismo, o seguimos con la misma mamaderita de gallo?
“Amanecerá y veremos”, dijo un estrasnochao.
@nicolayiyo