Emilio
Arévalo Quijote (XVI)
por: Nicolás Soto
La roca en pan quebrado,
el aguacero en medio de
cuchillos
Luis
Pastori, El pozo
Hogazas
Las fuerzas gomecistas destacadas en Acarigua se
mantenían sobre aviso. Por ello, al acercarse Emilio Arévalo en marcha forzada,
salieron a su encuentro un coronel Peña, coriano, y un coronel Rangel,
tachirense. El primero resultó prisionero luego de una carga de caballería. El
segundo huyó despavorido. A su hermano, Luis Arévalo Cedeño, se le encomendó
perseguirlo.
Ya en Araure, EAC
publica un manifiesto en contra de Gómez —“no somos esclavos, no somos
abyectos, no somos canallas”, insistía—, protestando nuevamente la intervención
norteamericana en los asuntos venezolanos. Teófilo Leal, propietario de la
tipografía donde se imprimió, pagaría cárcel eventualmente en el castillo de
Puerto Cabello, calzado con un par de grillos de setenta libras, por tal osadía.
Aun gozando del apoyo material y afectivo de los
acarigüeños, Arévalo no podía detenerse allí por mucho tiempo. Movilizándose
con presteza, se llegó hasta La Aparición donde, en vez de alborozarse con la
advocación de la virgen de Coromoto, arremetió contra las carretas gomeras,
cual Quijote lanza en ristre desfaciendo
entuertos.
Al igual que el monopolio sobre los mataderos, las
pesas de carne, los lactuarios
y la compraventa de caballos (causa primigenia del alzamiento arevalero), Juan
Vicente Gómez gozaba del privilegio absoluto de proveer la logística al
programa de construcción de carreteras diseñado por su régimen. A tal fin,
disponía de flotas enteras de carretas y mulas para el transporte de personas y
materiales, cobrando y dándose lo vuelto.
Arévalo Cedeño se encontró con quinientos de estos vehículos,
más sus bestias respectivas, apostados en el tramo de unos cincuenta kilómetros
entre Acarigua y La Aparición, “ganando veinticinco bolívares por día”. De
acuerdo a papeles decomisados por él en la oficina administrativa de esa obra,
se constató que sesenta carretas pertenecían “al viejo Juan Vicente”, sesenta a
Dionisia Bello (primera mujer del Bagre de La Mulera), cincuenta a José Vicente
“Vicentico” Gómez Bello y las demás a otros miembros del clan. Aparte de ello,
“hasta el papelón y el queso que vendían a los trabajadores, a los pobres
presos, que sufrían las torturas de aquel trabajo forzado (…), eran también de
la bastarda familia”.
Los viejos dictadores latinoamericanos, Gómez
incluido, no disimulaban su rapacidad, quizá por haber surgido de medios
feudales y semibarbarizados durante incontables años de contiendas civiles y
anarquía. Contra eso se sublevó Emilio Arévalo Cedeño. Ahora bien, los tiranos
de nuevo cuño, forrados de populismo desembozado, disimulan esa voracidad
arrojando unas monedas por aquí y acullá, sobre todo si usufructúan la heredad
de un recurso natural no renovable nominalmente propiedad del estado. La
astucia los induce a camuflar hábilmente, con adiposa verborrea, el ladronismo
sórdido que ellos perpetran de la riqueza colectiva, engañando a uno que otro
incauto y permitiéndose, incluso, morir en la cama con tufillo a santidades mercenarias.
Es de preguntarse, ¿cómo habría reaccionado Arévalo ante tamaño desparpajo?
¿Cuál Quijote habría redimido nuestras quinientas carretas?
Entaparándose
La brújula arevalera ahora apuntaba al sur. Era
menester no dejarse capturar.
En las inmediaciones del municipio Arismendi,
Barinas, sorprendieron a un destacamento gobiernero, logrando arrebatarle
varias decenas de caballos, garantizándose remontas frescas para así acometer
el paso del río Apure.
Pero, ya en cercanías de ese municipio, EAC se vio
aquejado de una extraña dolencia: “El pecho se me había hinchado exteriormente
hacia el lado de la tetilla izquierda y escupía la sangre con bastante
abundancia”. Un doctor valenciano residente allí le recetó “fomentos muy
calientes para el pecho”.
Luego de una noche con altísima fiebre, Arévalo
dispuso mover el campamento hasta el Paso del Samán sobre el río Apure. Tras
cinco días de marcha, arribaron a esos predios, percatándose de la ausencia del
enemigo, quien había dejado el campo libre llevándose las embarcaciones
necesarias para intentar el cruce. Debían, pues, Arévalo Cedeño y sus
compañeros procurarse tales barcazas a como diera lugar.
En una acción de por sí temeraria, catorce de sus
seguidores, encabezados por el coronel Sandoval, nadaron más de mil metros en
aguas infestadas de caimanes y caribes, logrando apoderarse de cierto número de
bongos, canoas y chalanas. Arévalo compara en su autobiografía este trance a la
Toma de Las Flecheras
protagonizada por José Antonio Páez poco más de un siglo antes.
Dos vapores gobierneros cargados de tropa avistaron
el paso de los rebeldes. EAC, sumido en fiebres, ordenó aguardarlos en la
sabana de Mucuritas, sitio evocador asimismo de las glorias del Centauro de la
Independencia. Sin embargo, los gomecistas no se presentaron.
No quedaba sino ganar Elorza y rebasar la frontera,
pero no para rumiar desvergüenzas en la derrota. A pesar de la enfermedad,
Emilio Arévalo Cedeño no fantaseaba. Mientras su pecho albergara un hálito,
seguiría desvelándose contra la usurpación y la tiranía. Su sueño hospedaba un
amor acrisolado por la libertad y la democracia. Libertad para cambiar de vida,
como bien lo apunta Jacques
Attali. Democracia para afianzar la autonomía de los seres inmersos en el
quehacer humano, sin arrodillarse ante nadie ni desdibujarse ante ninguna utopía,
por más embelesadora que suene.
El exilio no le haría torcer el rumbo.
La
Toma de Las Flecheras, óleo por Tito Salas (Casa Natal del Libertador, Caracas,
República de Venezuela)
@nicolayiyo