jueves, 13 de mayo de 2010

Tocando fino


Encrucijada y ventanal
Tocafino
por: Nicolás Soto

“Los escuálidos espinos
desnudan su amarillez”
Alberto Arvelo Torrealba – Florentino y el diablo


“Standin’ at the crossroads, tried to flag a ride”
Robert Johnson – Crossroads


A Lelis Requena, In Memoriam


                            De Gamelotal a Biruaca, pasando por Camoruquillo y San Fernando, todo despunta como previsto.
Toque tras toque, botella de pecho cuadrao tras botella de pecho cuadrao, acompañando a copleros buenos y a otros medio majunches, nos cansamos de alebrestar a cualquier cantidad de parejas sudorosas en artero y frenético escobilleo sobre las superficies apisonadas.
Yo, el bien mentado catire (bachaco) Tocafino, solicité, hasta más no poder, a las doñitas totumeras asperjar de agua a lo largo y ancho de la pista por donde zapatean los del bailorio con camazas lustrosas repletas hasta la ñema, buscando conjurar los polvos volatineros que me desmadran una alergia lampiña arrochelada en el güergüero. Los estornudos y el moquillo no cuadran con la joropera.
Y, a todas estas, el ojo bien pelao, ojo’e pipa como quien dice, porque se aprovechan de los palos con que nos enjuagamos el buche, se creen que estamos medio jumos y medio zaratacos para  pretender arreglarnos con recorte: cien lucas menos por aquí a cuenta de unos güiscachos que nadie pidió, siete orquídeas menos por allá por habernos transportado en una pasajera más vieja que el mito de La Sayona, nueve papelones menos por acullá  cobrándonos una cuota de un sindicato inexistente en estos peladeros de chivo colindantes con el Aguaro-Guariquito. “Nanay nanay”, declamo en clave de querrequerre, “caifás completo antes de templarle los pelos a la camoruca si quieren soliviantarse los jarretes y despercudirse las taloneras con nuestra guachafita. Que con el catire (bachaco) Tocafino música paga sí suena”.
 Así llegamos a este corredor de sabana bautizado en mapas precarios como Viejo Infiernito, donde la brisa sopla en cámara lenta y los zamuros planean en retroceso. Nuestro vetusto yip Toyota traquetea de lo lindo por andurriales y lodazales, cayéndole a las bombas de fango con soltura de Tarzán veguero, haciéndome recordar una anécdota referida, en alguna bebezón, tras algún sarao, por mi cuatrista de aquel entonces, el negrito Melitón: en La Pascua, su pueblo natal, había un bodeguero muy chusco llamado Belén Álvarez, un hombre de salidas ingeniosas al voleo. Hacía de boticario y prodigaba consejos retrucaos, solicitados o no. Llegó una moza agobiada de espinillas a su negocio y le preguntó: “Don Belén, ¿qué será bueno para los barros?” A lo que el viejo socarrón refunfuñó con picardía: “¡Toyota el macho, mijita!”
Viejo Infiernito nos da grima. El cielo abanica un color patético. Los cujiales vecinos surten sensaciones ásperas. Pero aquí estamos, según lo convenido. Sobre el cruce de dos caminos, en medio de una cruz grisácea y yerma, en esta encrucijada clandestina, aguardando a quienes nos contrataron para el toque de esta noche.
Aparecen de la nada, asustándonos. Cuatro tipos con porte castrense, de facciones indefinibles bajo los sombreros alerones, hablándonos con un acento muy acicalado, mezcla de cachaco con godo, como si pudieran purificarse en cualquier idioma del planeta, revestidos de una cortesía encubridora y cómplice.
“No se equivocaron. Aquí mismo es”, nos reaseguran al manifestarles nuestro parecer de haber errado el camino. “¿Y dónde es el asunto?”, pregunta Tamarindoso, el maraquero. “Sí, aquí mismo es”, insisten los cuatro marciales. “¿Cómo aquí? ¿No vamos a un local, a un templete o a una finca?”, se inquieta Merejuán, el guitarrero. A lo que responde el más apocado y subrepticio de los cuatro sargentones: “Mire, señor Tocafino, en realidad no los necesitamos a ellos. El asunto es con usted nada más”. Me pongo capcioso.
El secuaz apocado continúa: “Lo hemos venido a buscar para que se mida, arpa contra arpa, camoruca contra camoruca, con nuestro jefe”. Me quedo mirándolo en neutro y prosigue: “Él es mi brigadier Leuco, señor de estos parajes, pero también maestro de los sonidos y adalid de los corridos, pasajes y bordoneos. Su fama de usted, catire Tocafino, ha llegado hasta aquí. Dicen que usted es el único que puede rivalizar con mi almirante Leuco. ¿Está usted dispuesto a medirse en buena lid?”


“¿Cuánto hay pa’eso?”, inquiere el ansioso Tamarindoso. El apocado sargentón despliega una contesta ayuna de cordialidades: “Si usted gana, mi mariscal Leuco le garantiza las riquezas y los placeres del orbe”. Merejuán carraspeó grueso antes de indagar: “¿Y si pierde?” Un silencio más grueso que un cordobán tigrero se destiló en la tarde agonizante. El sargentico dejó escapar un aliento de rellenos sanitarios: “Mi coronelazo Leuco mentó a un tal Fausto”. La cabeza se me convirtió en un torbellino de escoplos y berbiquíes en picada, como un dirigible de plomo. La vista se me tiñó de púrpura profunda. ¿Qué encrucijada es esta?
Volví en mí en medio de una algarabía babilónica. En mis manos trepidaba mi primera arpa, La Palmariteña. A mi lado retintineaba una periquera satánica, un vendaval endógeno, caribe e inicuo. Alcé la vista, sin dejar de desmenuzar un acompañamiento servicial (el buen músico debe manejarse idóneamente tanto en el terreno del solista como del acompañante, me recalcó mil veces mi maestro Reinaldo Oropeza), y ahí  vi al tal Leuco, tocando en su arpa negra ese joropo vil, con su cabeza euclidiana, con su pelo ralo pegado al cráneo como un felpudo, con esa nariz tan suya semejando un gancho pegostoso, con la comisura de sus labios obsequiando una sonrisa foránea, con sus ojos de tiburón fluvial y con un par de lobanillos queriendo descosérsele de cada parietal. El comodoro Leuco apretó los dientes, me devolvió la mirada y me retó.
Las parejas ataviados ellos con liquiliquis lúgubres y ellas de llaneritas escotadas hasta el ombligo, las faldas con aberturas laterales permitiendo vislumbrar muslos y verijasiban a abandonar el zapateado para ovacionarte y proclamarte como vencedor, mi capitán (y los cebollitas) Leuco. Ahí fue cuando me di cuenta quién me adversaba. Un lápiz gélido me acribilló el espinazo. Se trataba de salvar mi alma a punta de aires de música bravía y recia.
Ni cortos ni perezosos mis dedos surcaron la topografía de un Zumba que zumba feroz, agreste y brincón. Las parejas retrocedieron al bailorio con muecas anfibias. Tiples y bordones te escocieron el orgullo, mi tenientico Leuco.
No resultaste hueso fácil de roer. Tus pensamientos  franquearon sin alcabalas mis neuronas: “Me saliste respondón, catire Tocafino. Me gusta el desafío. ¿Qué tal este pasajito?” Y te lanzaste con una Chipola alucinante, lúbrica e incendiaria.
En respuesta, te estrujé un Gabán más inaudito que geológico, transportando el arpa a Mi bemol menor con la velocidad del rayo. Sin medir distancias, me viniste con un Seis Perriao marrullero, bordoneado con arrechera satánica. El sudor escaldó mi frente mientras me lanzaba con un popurrí torrealbero acelerado hasta más no poder, como si el Concierto en la llanura se transformara en un pájaro de fuego stravinskiano. Luego, tu Pajarillo restalló con rabia: ¡no podías doblegarme! Te enredaste en un arpegio de un Seis Cueriao y pelaste un pocotón de notas ensayando una improvisación sobre Lamento del canoero. ¿Quién suda ahora, mi alférez Leuco?


Le di duro a la Quirpa, como si valiera más que la vida de un guitarrero en Güiripa. Los bailadores cambiaron de lealtad de improviso: mientras me aupaban, sus indumentarias mudaron a colores claros y radiantes. Sin detenerme siquiera para coger un respiro, me di con una versión lírica y virtuosa del Pájaro campana que me enseñó Lelis Requena en Bella Vista hace unas cuantas lunas. Cuando reventé con el San Rafal, te desmoronaste, mi cabo Leuco. Mordí la parte: el santoral te achicopalaba, te desinflaba y te achantaba. Te sobé pu’el pecho una versión mamarra que tengo de Apure en un viaje mientras invocaba a mis ángeles de la guarda: “¡Ampárame, san Indio Figueredo! ¡Inspírame, san Amado Lovera! ¡Ajúmalo, san Eudes Álvarez!” Por ahí venían asomándose también para resguardarme, sin ser arpistas, don Anselmo López y Saúl Vera, cuando un destello multicolor se apoderó de todo.
Y me veo de nuevo en el viejo Toyota, aparcado a la vera de una cuneta. Tamarindoso y Merejuán roncan con desasosiego de serruchos cochambrosos. Los despierto, con supremo esfuerzo, de un sueño más pesado que abrazo de suegra en año nuevo. Ambos se desvivían por contarme de una visión rarísima, una suerte de pesadilla veguera, una especie de Florentino y el diablo entre arpistas.
“Ya déjense de zoquetadas y métanle chola, que nos esperan esta tarde en las ferias de Pariaguán. ¡Muevan esos glúteos!”, los conmino, mientras le hinco el colmillo a una arepa de cochino horneado sobrancera de una parranda anterior y añorando un Festal.

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