¡Ahí
vienen los Яusos!
Nuestro
relato da inicio en el medioevo, por allá por los años 1200 y tantos. Mientras
en Inglaterra los incipientes ciudadanos acosaban al avieso monarca Juan Sin
Tierra, obligándolo a reconocer sus fueros a través de la Carta Magna, los
mongoles llegaban al ducado de Moscovia.
Bajo
la guía de Gengis Khan, una suerte de Boves avant
la lettre elevado a la enésima potencia, aquel pueblo de fieros jinetes
venía avanzando desde los linderos de la milenaria China, apoderándose de
inmensas superficies asiáticas.
Los
mongoles imponían a los pueblos bajo su yugo un régimen muy similar a los
autoritarismos y totalitarismos de nuestra era. El terror sin escrúpulos, el
control de las personas motorizado por una burocracia eficaz y la explotación
de las rivalidades tribales entre sus subyugados fomentaban el colaboracionismo
de ciertas élites.
Los
nobles, mejor dicho, los enchufados del ducado de Moscovia se iniciaron con las
técnicas de dominación cobrando impuestos para los invasores y ejerciendo de esbirros
contra aquellos de sus compatriotas que se resistían a los tártaros.
El
imperio mongol comenzó a desvanecerse a finales del siglo XV. Se había
extendido en demasía y los sucesores del gran Khan no supieron qué hacer con tanto
poder. Es el destino final de todos los imperios.
Sus
antiguos esclavos de Moscovia (de allí proviene el término “eslavos”) tomaron
las riendas. Sabiéndose vulnerables por lo descomunal de las abiertas estepas,
indefendibles a primera vista aun cuando en invierno devenían en infinitos
barriales, optaron por la vieja máxima: la mejor defensa es el ataque. Y el
ataque consistía en expandirse.
En
los siglos siguientes, bajo la férula de unos monarcas crueles e implacables
denominados zares (“zar” proviene de César, el emperador romano), los
moscovitas dominaron infinitas extensiones de tierra, hacia Siberia, hacia los
Urales, hacia el mar Negro y el mar Caspio, hacia el extremo oriente hasta dar
con China y la India, hacia el Asia central hasta dar con Persia, Turquía y
Afganistán.
Se
considera a Iván IV El Terrible como el iniciador del moderno imperio ruso. Su
crueldad fue proverbial. El castigo más suave para sus oponentes era mandarlos
a empalar. ¡Calcula tú! No se salvaban ni cristianos, ni musulmanes, ni
budistas. Tal fue el ímpetu de su terrofagia que los rusos atravesaron el
estrecho de Behring (llamado así en honor a un navegador danés al servicio
zarista) e instalaron factorías en la costa norteamericana del Pacífico, desde
Alaska (la “Rusia de América”, según la toponimia eslava) hasta enclaves muy
cercanos al actual San Francisco de California.
Otro
inclemente zar, Pedro El Grande, preconizó la apertura hacia Europa. Pero no
para abrevar en las fuentes del humanismo de un Erasmo de Rotterdam, pongamos
por caso, sino para imbuirse del deslumbrante progreso técnico y aplicarlo al
armamentismo y a los métodos de dominación.
Nuestro
Francisco de Miranda pudo atestiguar una paradoja peculiar: un imperio vasto e
inabarcable con una población sumida en total servidumbre. Pero como la
emperatriz Catalina La Grande (entre grandes os veáis) lo había acogido
(¿cogido?) tan cálidamente, el Precursor no profundizó en su crítica ante tales
desmanes. Sus diatribas se circunscribían contra el imperio español. No sabemos
si Catalina engrosó su colección de vellos íntimos (el caraqueño solía cortar
una muestra de tales pilosidades de las féminas que sucumbían a sus encantos
tropicales).
La
invasión napoleónica reavivó entre los rusos el temor a ser conquistados
nuevamente, el mismo temor que albergaban en su ADN colectivo desde la época de
los mongoles. Subrayemos que la incursión francesa de alguna manera trajo hasta
ellos el frescor de las ideas de la Ilustración. Derrotados los galos, la
expansión rusa no cesó: Finlandia, Polonia, el Cáucaso y buena parte de Europa
oriental caían bajo sus tentáculos.
A
mediados del siglo XIX, el zar Alejandro II abolió la servidumbre y aflojó un
tanto las bisagras opresivas. Nótese que tal alivio en la autocracia coincide
con la irrupción de las grandes figuras del arte, la ciencia y el pensamiento
rusos: Pushkin, Chéjov, Turgueniev, Dostoievski, Mendeleiev, incluso Tolstoi.
Por primera vez en su historia, el pueblo ruso podía olfatear algo de libertad.
Hasta que Alejandro II cayó asesinado por un terrorista de extrema izquierda. De
nuevo, la opresión, el estado policial y la tortura campearon por sus fueros.
A
finales de 1916, Nicolás II, el último Romanov, el zar a quien Rasputín
hipnotizó, abdicó. Se había metido en la primera conflagración mundial,
provocando una carnicería espantosa acompañada de hambruna.
Caído
el zar, durante casi once meses, Alexander Kerenski hizo lo posible por
implantar una democracia parlamentaria y liberal, con división de poderes,
rendición de cuentas, economía de mercado, libertad de expresión, leyes
laborales de avanzada… pero llegaron los bolcheviques bajo Lenin y sanseacabó.
Los
comunistas desataron el terror de los mongoles y de los viejos zares. Para
conservar el poder, cedieron enormes extensiones de tierra a los alemanes (la
paz de Brest-Litovsk) y provocaron más hambrunas, limpiezas étnicas y desplazamientos forzosos de pueblos
enteros. Un verdadero genocidio.
La
invasión de Hitler en junio del 41 atizó nuevamente el pánico de ser sojuzgados
por invasores externos y, consecuencialmente, se avivó la llama (que no estuvo
apagada, por lo demás) del expansionismo, de la conquista y dominación, esta
vez bajo la bandera “ideológica” del comunismo del siglo XX. Ante Stalin y sus
iniquidades, los antiguos zares, khanes y emperadores quedaron como bebés de
pecho.
Se
derrumba el comunismo a finales de los ochenta. Se desintegra la URSS. A pesar
del caos, del desbarajuste económico, del alcoholismo de Yeltsin, los rusos, de
alguna manera, vuelven a codearse con algo de libertad y democracia.
Pero
precisamente ese desorden en la transición propicia que los antiguos apparitchiks del partido comunista y sus
asociados oligarcas (los equivalentes a nuestros enchufados) se apropiaran a la
brava del lomito de la desmadrada economía rusa. Los oligarcas rusos
constituyen verdaderas mafias.
En
medio de ese panorama enmarañado, Yeltsin, aquejado de innúmeras dolencias,
designa como su sucesor a un antiguo oficial de la KGB, el principal cuerpo
represivo soviético. Y llegamos al colofón de nuestra reláfica.
Vladimir
Putin desea consagrarse como el zar de estos tiempos. Retomando la paranoia de
invasiones que se deriva desde los mongoles hasta los nazis, se siente rodeado
y amenazado por los avances de la OTÁN. Las antiguas “repúblicas soviéticas” y
los viejos satélites de Europa oriental, al derretirse la URSS, buscan el
cobijo de las alianzas occidentales. Para el hijo de Putin esto es intolerable.
Anhela
el susodicho abrogarse el rol de un moderno Iván El Terrible. Sabe que cuenta
con un poderío militar temible, si bien la economía rusa post comunista, a diferencia
de China, no logra despegar. Obviando petróleo, gas y armamento, con todo y su
tamañote, Rusia no le llega pero ni de lejos a España en cuanto a producción de
bienes y servicios se refiere.
¿Cómo
proyectar poder, entonces? Masacrando a Chechenia sin contemplaciones.
Invadiendo a Georgia. Dándole un zarpazo a Ucrania en la región de Crimea
mediante tropas camufladas. Interviniendo en Siria cuando percibe que los
gringos, luego del vaporón iraquí, se muestran renuentes a castigar los
horrores del tirano de Damasco. Dándole carta blanca a los piratas informáticos
para que contaminen las elecciones norteamericanas, el referéndum inglés del Brexit, las comunicaciones de los países
bálticos amén de las de Finlandia y Noruega. El bichito Putin se las da de tira
la piedra y esconde la mano.
Ya no
más. Ya no mamemos nosotros. El bicharango Putin eleva las apuestas al meterse
en el rollo venezolano. ¿Por qué, se preguntarán ustedes?
A
diferencia de los comunistas que disponían de un constructo dialéctico y dizque
científico, la irrupción de Putin al lado del régimen chavista confirma lo que
muchos observadores han venido precisando desde hace algún tiempo. Es la
irrupción por la calle del medio de una entente
de regímenes delincuenciales.
Putin
es sinónimo de Vito Corleone revestido con la aparente aureola de un jefe de
Estado supuestamente surgido de procesos democráticos. Putin es un gánster, y
como tal, apoya, apuntala y subvenciona a sus connaturales en aquellas regiones
del globo que han caído bajo las garras del crimen organizado.
Pero
es un mafioso con armamento nuclear. Cabe la interrogante, pues: ¿cómo
enfrentarlo? ¿Cómo doblegarlo en su malsana intención?
A
Pablo Escobar lo siquitrillaron a balazos en Medellín. A Al Capone lo encanaron
por evasión de impuestos. Ahora tenemos a un émulo de ellos con prerrogativas
de primer magistrado de una gran nación que nunca ha conocido la libertad y la
democracia.
Ayudemos
a los rusos a desembarazarse de este delincuente. El mundo libre se enfrenta a
una nueva guerra fría y hay que llamar las cosas por su nombre. Cuando el
pueblo que engendró a Tolstoi se empape de democracia y libertad, cesará el
expansionismo ruso.
No es
fácil, pero el reto no se va a ir como sucio escondido debajo de la alfombra.
No es
un problema político. Es un caso criminal. Es un caso penal. Es la cosa nostra
confederada globalmente. Da grima y pone los pelos de punta. Pero hay que
enfrentar al hijo de la grandísima...
No
hay otra.