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enero 1958 en mi pueblo natal
Marcos
Evangelista Pérez Jiménez
Michelena, Táchira, 25 abril 1914 - Madrid,
España, 20 septiembre 2001
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El
régimen se tambaleaba desde el día de año nuevo. La sublevación de los
aviadores de Maracay, en conjunción con los blindados de Hugo Trejo, había sido
sofocada. Pero las ondas de choque se delataron con los sucesivos cambios de
gabinete y la renuncia forzada del temido capo
de Seguridad Nacional, Pedro “Peter” Estrada, y la defenestración de Laureano
Vallenilla Lanz (hijo), ministro del Interior y Maquiavelo mayor de la
dictadura.
Los
partidos ilegalizados hermanaron esfuerzos unitarios al cobijo de la Junta
Patriótica. El martes 21 enero los periódicos nacionales no circularon,
acatando la convocatoria a huelga general. A mediodía en punto, las campanas de
todos los templos redoblaron. El popular “Sapo”, sacristán de la iglesia de La
Candelaria (hoy catedral) en Valle de La Pascua, Guárico, se arremangó los
calzones y le dio trapiao a los
badajos.
El ambiente en mi patria chica pecaba de bucólico. Había habido relativamente poco trabajo para Seguridad Nacional,
hasta esas fechas, bajo el mando de un sujeto de apellido Uzcátegui, a quien
secundaban los matones conocidos como “el teniente” Fernández y uno apodado
“Gavilán”. Otro tenebroso personaje, “el capitán” Almeida, llegado en esos días
de enero desde San Juan de Los Morros, garantizaba ante las autoridades
estadales la tranquilidad del entonces Distrito Infante, por encima del jefe
civil regular, Arturo Díaz Vargas. Connotados personajes locales, simpatizantes
del Nuevo Ideal Nacional (parapeto ideológico de la satrapía), refrendaban el
anhelo de orden a la brava impuesto por el despotismo.
Me
refieren testigos de la época que la tarde del 21, "el capitán” Almeida tuvo
un altercado con un residente del caserío Corozal (algunos afirman que era de
Jácome), de apellido Martínez (Agapito para algunos de mis informantes, Rafael
para otros). En esta reyerta Almeida llevó las de perder, pues Martínez llegó
hasta a despojarlo del armamento. Simultáneamente, Jaime Ubieda tradujo la
valentía a punto de aflorar al quemar un retrato de Pérez Jiménez frente a la
sede de Seguridad Nacional, en la calle Real entre Atarraya y Retumbo, al
lado de la arepera de Ponce. Dicha efigie era de obligatoria colocación tanto en
sitios públicos como privados.
Una
tensa calma anegaba la atmósfera. Mi padre, por ejemplo, marchó bien temprano
ese día a Caracas para traerse a mis hermanos Ana Mercedes, ya estudiante en la
UCV, y Manuel Vicente, a punto de finiquitar el bachillerato (el Liceo José Gil
Fortoul llegaba únicamente hasta tercer año). Algo grande se auguraba por
doquier. Vientos de fronda, para decirlo en lenguaje elegante.
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Al
día siguiente, miércoles 22, el cuadro lucía casi normal en aquel poblado de
casi veinticinco mil almas. Pocos se sumaron al paro general. No era para
menos. Las plantas de radio y TV transmitían programación regular, como si nada
ocurriera, mientras, en Caracas, toda la zona céntrica era teatro de mitines
relámpagos y calles regadas de tachuelas. Los activistas de la Junta Patriótica
eludían sagazmente a las fuerzas represivas. En barriadas como La Charneca y El
Guarataro, se enfrentaban a peñonazo limpio contra el fuego graneado de la
policía y la Seguranal.
La
información solo se obtenía gracias al concurso de quienes dificultosamente llegaban
de viaje desde la capital y el centro de la república. Y, por supuesto, a
través de los rumores, o “bolas”, no siempre confiables. Los partidos de la
resistencia —AD, URD, Copei y el PCV— habían sido diezmados. Los amedrentados
líderes locales y regionales casi no poseían canales de comunicación con sus
pares nacionales. No obstante, la intuición les susurraba que el régimen,
aparentemente, zozobraba. Pero, ¿cómo tener la certitud?
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de la tarde. Toque de queda. Esa noche resultó cuesta arriba conciliar el
sueño. Los noctámbulos pugnaban por sintonizar emisoras colombianas o de otros
países, ávidos por enterarse de qué sucedía en Venezuela. Las tres televisoras
que a duras penas se captaban en VLP —Radio Caracas TV (canal 2), Televisa
(canal 4) y la oficialista Televisora Nacional (canal 5) — habían cesado de
emitir antes de medianoche. Ídem, las radios. Silencio en la noche, ya todo
está en calma, cantaría Gardel.
Desde
la Calle Abajo, posteriormente conocida como avenida Táchira, hoy en día
avenida Rómulo Gallegos, se escucharon algunos petardazos. Había mucho botiquín
y mucho mabil por ese sector. Probablemente serían algunos borrachos exaltados
por el sexo prepago con las hetairas. Vaya usted a saber.
3
Mas,
hete aquí que algún insomne logró captar lo insólito a eso de las tres de la
madrugada. Radio Rumbos había abierto su señal. El periodista Aquilino José
Mata presentaba a su colega Fabricio Ojeda, portavoz de la Junta Patriótica, y
al líder adeco zaraceño Jorge “Yoryito” Dáger, quienes a una develaban lo
inimaginable hasta hacía poco: Marcos Pérez Jiménez, líder único y sideral, había
abordado hacía pocos minutos el cuatrimotor presidencial, conocido como “La
Vaca Sagrada”, abandonando el territorio patrio.
“¡Cayó
Tarugo, carajo!”, se oyó exclamar
a Teodomiro Loreto, mientras corría a encaramarse en una torre de la iglesia para echar a vuelo las campanas. Los pascuenses, todavía
lagañosos y algunos ocultando las bacinillas bajo los catres, salían a
asomarse, expresando júbilo. A medida que avanzaba el alba, fueron convergiendo
hacia la plaza Bolívar, enarbolando el tricolor de siete estrellas y el escudo ostentando
el corcel blanco corriendo con el pescuezo voltiao,
nuestros eternos símbolos patrios. Manuel Esteban González y Juan Manuel
Barrios, por AD, y Facundo Camero Velázquez junto a Alfredo Zamora Pérez, por
Copei, insurgieron desde la clandestinidad para arengar a la creciente
multitud. Los primeros cauchos quemados propagaron el ardor de la rebelión,
mientras Juan Antonio “Palito” Bandres (hermano del bohemio Justo Bandres) y el
doctor Francisco Salazar Meneses lograban hacer encender el transmisor de
Radiodifusora La Pascua para difundir la buena nueva.
Atrincherados
en la antigua prefectura, sobre la acera norte de la calle Real frente a la
plaza Bolívar, algunos agentes de Seguridad Nacional y de la policía municipal
inhalaron peligro contra sus pellejos. Las pedradas de los manifestantes los
encresparon aun más. Asomándose por los ventanales coloniales del vetusto
caserón abrieron fuego.
Pero
el miedo paralizante que inspiraba la dictadura se había evaporado. De este
lado respondieron. Dirigentes comunistas de la talla de Régulo Olivares, el
profesor Samuel Eduardo Cuenza (director de la Escuela Normal “Monseñor
Álvarez”) y Roque Peñalver dieron muestras de arrojo.
La
balacera arreció a la par que Antonio “Loquito” Fuentes y Emilio Carpio
Castillo (recién graduado de odontólogo) intimaban la rendición incondicional
de los esbirros. Ernesto Alayón les disparaba a los acuartelados desde la
esquina de la Real con Atarraya, mientras los hasta hacía poco enconchados
líderes sindicales Rafael Silveira y Manuel Figuera organizaban a los
manifestantes de la plaza Bolívar. Notorio dechado de intrepidez desplegaron el
dirigente juvenil y futuro abogado Manuel “Miningo” Fernández, uno de los
Cachutt de quien me aseguran sería vilmente asesinado tres o cuatro años
después por un digepol, el flaco
Felipe Moyetones (con su sempiterno liquiliqui), Mateo y Dionisio Camero
(dirigentes adecos evangélicos), José Noel Pinto, y un luchador popular
acciondemocratista a quien llamaban “El Eléctrico” (no he podido averiguar su
nombre verdadero), gran tirapiedras y zumbador de tachuelas.
Los
polizontes se sabían derrotados. El gentío aumentaba y se enardecía más y más.
Agotadas la munición y las ganas de seguir defendiendo una causa a todas luces
perdida, lo imprevisible vino en su auxilio, aprovechando ellos para huir
brincando por los patios traseros de la prefectura.
Una
columna de soldados hizo su aparición, ya casi al final de la mañana, llegando
directo desde San Juan de Los Morros, bajo el comando del gobernador del Estado
Guárico y jefe militar de la zona, el coronel Roberto “El Turco” Casanova,
quien, probablemente notificado vía radio o telegrama (una llamada telefónica
de larga distancia era, por esa época, más difícil que moniá un corozo), decidió
apersonarse en Valle de La Pascua para evitar mayores desmanes. Me refieren que
contó asimismo con el concurso de un pelotón de guardias nacionales
provenientes del entonces floreciente campo petrolífero de Roblecito. Arturo
Díaz Vargas puso el cargo a la orden (Almeida lo había conminado a traerle una
ristra de muertos, a lo que Díaz, corajudamente, se negó). Casanova de
inmediato nombró prefecto a Víctor Camero Pulido, hombre de gran autoridad
moral respetado por todos los sectores.
Hubo
conatos de linchamiento de esbirros y de algún que otro factótum del
perezjimenismo local. Pero el señor Martínez de Corozal (o Jácome) apareció
muerto. Hay quienes sospechan que "el capitán” Almeida, gracias al desbarajuste,
fue por él y lo liquidó a cuenta de la humillación recibida. También me comentan
que, ya apaciguados los ánimos, al llegarse a la sede de Seguridad Nacional,
las nuevas autoridades descubrieron un cadáver con evidentes indicios de
tortura. Al parecer, se trataba de un ciudadano de apellido Ortega de quien me afirman
estaba emparentado con una alta figuranta
del régimen actual. Habrá que verificar este dato.
Restablecida
la calma en VLP, “El Turco” Casanova marcharía en volandas a Caracas a integrar
la Junta Militar de Gobierno, junto al contralmirante Wolfgang Larrazábal
Ugueto y el también coronel Abel Romero Villate. Tal figuración resultaría
efímera. A los pocos días, la presión popular lo eyectó del poder en unión de
Romero Villate. La opinión pública sentía ojeriza por todo lo que hediera a
perezjimenismo.
4
Así
pues, mi pueblo natal se distinguió como una de las pocas localidades
venezolanas donde se registraron episodios de insubordinación activa contra ese
autoritarismo. Una población que hasta ese momento había lucido como apocada y
hasta abúlica. Sin embargo, como reza el viejo adagio castizo, la liebre siempre
salta por donde menos se la espera.
Yo
tenía tan solo tres años de edad y todavía me acuerdo clarito del zafarrancho.
A la comadre Teresa Parra se le salía el corazón por la boca con cada
detonación.
Años
después, Teodomiro Loreto me contaría que, al descender del campanario, se
tropezó con el locario Jopo. Venía
como diablo que lleva el alma desde la Casa Henry, del lado sur de la plaza, con
los ojos desorbitados ante tanto plomo. Teodomiro lo increpó: “Jopo, ¿por qué corres?” Y el aludido le respondió,
sin dejar de mordisquearse el cuello de la camisa: “¡Porque no puedo volar!”
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Agradecimientos:
David Gómez
Leonardo Gómez
Héctor Soto A.
Manuel Soto A.
@nicolayiyo