El
festín
(Variaciones
sobre una obra maestra de Luis Buñuel)
…los mendrugos cargados de
relámpagos
Rafael
Cadenas, Los cuadernos del destierro
a
Betico Obregón
Velázquez,
Los borrachos (1629), Museo del Prado, Madrid, España
Podría haber sido el aguijón del hambre.
O la curiosidad de saberse, por vez originaria en la vida, objeto de interés humano, de compasión, de
benevolencia. No de mera curiosidad morbosa por parte del orbe de la cordura, a
menudo de repulsa y asco, con burda de mohines arrugados ante esa aureola de bichos
raros y sin indultarles el tufo a retobo con que muchos de ellos desahuciaban las
meteorologías.
Como
si un transparente flautista de Hamelín los guiara, cogieron el rumbo consabido,
más allá del Ánima del Pica Pica, más acaíta de Los Aceites. Ya se habían
aclimatado a la efigie caritativa de ella, a los risueños reproches de ella, a las
manos virginales de ella dispensándoles escudillas de atole, anafes de cecina, pinchos arrebolados de chinchurria y mondongo,
pocillos efervescentes de chicha cuando no de gaseosas agringadas llamadas por
algunos de entre ellos guarapo‘e botella,
contimás resueltos taturos de papelón con limón, amén de la ñapita de
rúcano, alfondoque o pan de horno, a guisa de postre. Y luego a relamerse esos
locarios con la panza llena.
El Guabinero capitaneaba el pelotón, un
saco de yute lleno de hojalatas retrecheras trajinándole las paletas. Más
atrasito, María La Guerrillera enunciaba
un monólogo incandescente que rebotaba en sus ojos engrillados, del que nomás
se pudo comprender “¡Cojan la trilla, aguachinaos!”
— ¡Iíiiii! —chilló regocijadamente Unsio,
con vocales agudas cual silbato de réferi.
— ¡Le cae al que llegue de último! — retumbó la voz de Anguito en la penumbra madrugadora de
finales de octubre.
— ¡Silencio, Anguito, que tú
fuiste el que quemó La Laguna del Pueblo! — retó Chencho, tratando de no perder el paso.
— ¿Y tú, mardito Chencho, que le robaste la mujer al cura? — retrucó el
aludido, volteándose con arrestos de asestarle unos cogotazos al impertinente.
Fierita y el Doctor
Ñema se interpusieron y evitaron la riña.
— ¡Apúrense es lo que es, que
se va a enfriar la papa y Viridiana no solo no va a esperarnos, sino que
también nos va a regañar! ¡Dejen la peleadera pa’ después! — aconsejó La Vaquerita, castigando el asfalto con
sus botas Loblan puyudas.
Unos metros más
adelante de la Bomba Aragua los
embistió el sol. Cruz María el de la vera
hubiera querido aporrearlo con su vara afilada, pero Manigueta, presto como un cunaguarito en celo, le atajó la mano y,
con los ojos brotados por la incipiente resolana, le espetó en jerigonza
locaria:
— ¡Cújelo, chupi chupi!
— ¡Ah malhaya contigo,
cochino congo!— silbó Pegapegoste, invocando
a través de la neblina que le espelucaba el cogote resueltas raciones de
pernil, chicharrón y teretere.
Apuraron el paso al avistar la
entrada de la finca. Desde que el tío viudo se había guindado de un mecate,
Viridiana y su primo el galán habían quedado al frente. El tío viudo que había
recobrado a Viridiana del convento (donde estaba por recibirse de monja) y la
había dopado aquella noche de grillos sorgueros y relámpagos estirados, engalanándola
con el traje de novia de su esposa muerta, la hermana de la mamá de Viridiana. ¡Viridiana
era la viva imagen de la occisa! El tío viudo que sorbió el manjar virginal de
la narcotizada novicia. El tío viudo que, presa de un agobiante ratón moral en
esa alborada reseca, había cortado por lo sano ahorcándose con la soga peluda
de un olvidado columpio.
Desde entonces,
Viridiana renunció a los votos monacales y, con cristiana caridad, los había
socorrido a ellos, a los locarios del pueblo, sanándoles sus llagas,
escurriéndoles las lagañas, esculcándoles las garrapatas y las niguas, intentando
alejarlos del ocio para inducirlos a la vida productiva. Y el primo galán
mofándose de esa utopía aldeana, sin dejar de bucearle las formas a Viridiana.
El tropel entró a la
finca con su vocinglerío intacto. Pero no había nadie, ni en los paños de
sabana, ni en la casa, mucho menos en los alrededores del alcornoque donde se
colgó el tío viudo.
A la vista del árbol
fatídico sintieron un leve recogimiento. Era el atisbo de la muerte desflorando
las brumas de la chifladura.
— ¡Jambre que me estás matando! — exclamó Paraco, y eso estrenó el salvoconducto
para que desfilaran hacia el comedor abandonado.
Abrieron
las gavetas del seibó y se regodearon con los manteles y las servilletas de
lino antes de colocarlos con pudores meritorios sobre la majestuosa mesa de
caoba. Mientras, Galavís y Rancio acertaron en la alacena con par
de parrilladas criollas ya preparadas al estilo de Generoso Castro, una pierna
de venado en salazón según los anales gastronómicos de Félix Cristóbal Ruiz,
sendos potes de confituras marca “Nina” comprados en el Supermercado Friuli, y
veinte jemes de carne salpresa adobada con una receta secreta del popular Picure. En la nevera develaron una
cazuela de caraotas blancas refritas, doce hallacas importadas de la esquina de
Mandilito, nueve topochos madurados con carburo y cobijados con periódicos
oficialistas empatucados de verrugas galácticas, dos viandas hasta la conga de
quesos de mano retumberos y diez bombonitas de guarapo’e botella, de ese que los musiúes llaman Coke.
Y
arrancó la comilona, cada cual engulléndose su buchaíta con fruición de gladiador
verriondo. Por un momento solo se escuchaban los resuellos electrolíticos de Limache y los clamores heréticos del Loco Martín:
—
¡Esa comida es robá!
—
¡Cállate la jeta, piazo’e zángano! —
le espetó La Loca Rita.
—
¡Esa jeba está cogía! — arguyó el Loco
Martín sin dejar de mondarle el cuerito a un ala de pollo.
Risotadas
iban y venían, junto a diálogos inconexos, a la par que los paladares se
refocilaban sin descanso.
Juan Zarazo resultó el primero que los
atisbó bajo el dintel de la puerta del comedor. Viridiana, boquiabierta; el
primo galán, despectivo y como advirtiendo: “Esto era de esperarse”.
Un
destello de culpabilidad y vergüenza los azotó, sobre todo frente a Viridiana,
a quien tanto debían. El primo galán les ordenó con altanería de sargento
embraguetado desalojar el recinto, “…¡pero lo que es ya!” Viridiana, por su
parte, mezclaba desencanto con un tinte de comprensión lastimera.
A
algunos de los locarios se les deformaron aun más las córneas. Parecían alertas
para la agresión. El primo galán crispó los puños. Viridiana temió lo peor.
En
eso se escucharon los rugidos de las motos, a través de un tapiz de polvo y
piedras en volandas. Una hueste de jinetes vandálicos se apoderaba de la finca.
Sus intenciones se reflejaban en la mirada vidriosa de sus retinas empachadas
de sicotrópicos y aguardiente. Venían a arrasar con todo, a pillar y a
secuestrar.
Los
locarios retrocedieron desde el cobijo de los finos manteles y ante el fulgor
de los metales escupidores de muerte. El primo galán intentó un síntoma de
resistencia. Un cachazo en la cara y un borbotón de sangre lo redujeron a la
impotencia.
Los
desalmados tenían todas las de ganar. Hasta que varios de ellos rodearon a
Viridiana con intención de forzarla. Querían un atracón de lujuria. El deseo
sádico los impelía.
Jopo dejó de mordisquearse el cuello de
la camisa y, arremangándose los ruedos de su braga de caqui “Palo Grande”, los
embistió con una furia desconocida en él hasta ese entonces. Mojandas lo imitó con su bamboleo de
balancín petrolero. Sin darles un respiro a los malandros, La Loca Agustina, Pescuezo’e Gallo, Arepita y El Esmayao les
brincaron encima con ganas de vaciarles las cuencas de los ojos enchavados de
tanta droga.
Pío Pío Camaguán se arrastró como una
mapanare sicodélica y les mordió las pantorrillas a los rufianes quienes,
sorprendidos desde todos los ángulos por ese enjambre alucinado, encajaron un
ciclón de dentelladas, topetazos, tacles voladores y silletazos. Orejas y
narices comenzaron a revolotear desprendidas por mordeduras salvajes. Las manos
se les engarrotaron y no pudieron disparar los armamentos rusos. Globos
oculares rodaron por el piso. Chícura, El
Tarugo y Car’e Muerto les
clavaban los cuchillos de rebanar carne en vara por todos lados. El ataque de
las abejas africanas quedaba como un juego de niños ante tal acometida. Los que
no dejaron el pellejo prefirieron la huida: “¡Paticas pa’qué las quiero!”,
imploraron, porque las motos fueron saboteadas por los locarios.
Desde
aquel día, los locatos no solo siguieron comiendo gratis gracias a las mercedes
de Viridiana. Hasta se ganaron el agradecimiento del amoscado primo galán,
quien, luego de las pingües comilonas, los enseñaba a jugar Truco, Carga La Burra y Chencho Colorao.
Eso
sí, apostando puros lepes, porque Viridiana aborrecía los envites.
El
tío viudo también quería su festín, pero para él solito
@nicolayiyo