Esquirlas fluctuantes
Emilio
Arévalo Quijote (XV)
por: Nicolás Soto
El movimiento, signo
molesto de la realidad, respeta mi fantástico asilo; mas yo lo habré escalado
del brazo con la muerte.
José
Antonio Ramos Sucre, La torre del timón
Relicarios
Los tiempos de dictadura espinan, en algunos, ruindades
y dobleces. En otros, hacen aflorar gestos desacostumbrados. El balazo
autoinfligido de José Miguel Guevara Ron en El Guapo,
Miranda, inspiró a Emilio Arévalo Cedeño un dictamen pertinaz: “Los pobres
esclavos prefieren quitarse la vida, antes que considerar que si deliberan un
minuto siquiera dejan de ser esclavos, son libres, y por lo consiguiente
dignificados para el servicio de la humanidad”. En este caso, el derrotado subalterno
rehuyó enfrentar la cólera del sumo cacique, si bien los más optaban por
arrastrarse con mayor ahínco ante el dominio incisivo del dueño absoluto de
Venezuela, J.V. Gómez, némesis vitalicio
de EAC por encarnar El Benemérito a la
rémora autoritaria y semibárbara que inveteradamente ha persistido en
remolcarnos hacia el atraso, la servidumbre y la adulancia borreguil.
En ese momento y circunstancia —postrimerías de 1921—,
Arévalo no podía permitirse el lujo del sedentarismo. Signo indubitable de la
guerra de guerrillas: inmovilizarse significaba perecer. Decidió, por
consiguiente, dejar atrás Barlovento y apersonarse en Altagracia de Orituco. En
Batatal se le une su hermano, el coronel Luis Arévalo Cedeño, con cincuenta
hombres a caballo, casi todos oriundos de San
Francisco de Macaira, Guárico. Al siguiente día, recibe el concurso del
coronel Santos Rengifo y alrededor de treinta jinetes más.
El presidente gomero del Guárico, general Manuel
Sarmiento, se había guarnecido en Lezama. Luego de un tiroteo sostenido, Arévalo
lo incita a venir sobre Altagracia y enfrentarlo. Sarmiento, hombre bragado del
gomecismo, no pisa la concha de mango y retrocede, buscando el centro de la
república. EAC determina al punto proceder sobre Calabozo.
En la antigua capital guariqueña se hallaban
fortificados los coroneles Rodríguez López e Irazábal Rolando, quienes tampoco
salieron al descampado a batirse con el vallepascuense. Tuerce el rumbo
Arévalo, entonces, hacia La
Puerta de Mapurite, en las cercanías de San Carlos de Cojedes, donde vuelve
a enterarse de un exhorto del gobierno estadounidense solicitando amnistía para
los presos políticos y el regreso de los exiliados venezolanos a territorio
patrio.
Ya antes, en Libertad de Orituco, EAC había sabido
de esta exigencia. Apoderándose de la oficina de telégrafos, remitió un mensaje
intransigente al Bagre de La Mulera: “Patriota como soi (sic), convengo en que
usted haga lo que se le impone, porque es lo humanitario, lo civilizado y lo
republicano; pero debo protestar por la intervención de un poder extranjero en
los asuntos internos de nuestro país. Es decir, que combatí contra Ud. y
seguiré combatiendo contra los americanos del Norte, porque la herencia de
Bolívar es única, indivisible y no permite intervención. Su compatriota que
jamás ha sido su amigo. —E. Arévalo Cedeño”.
Gómez no complació el petitorio yanqui, valga la
acotación, con todo y lo que les debía por haberlo apoyado a la hora de
defenestrar a Cipriano Castro y aun siendo ellos (los gringos) sus principales
financistas, compra de petróleo mediante. Hablando de arrodillarse ante
factores externos, el ladino déspota no se iba de bruces ante “la voz de su
amo”. EAC, por su parte, con este episodio hizo gala de pundonor sin esguinces. Parafraseando
al Cabito capachero, hasta ahí llegó “la planta insolente del extranjero”.
Pitas
y sedales
El telégrafo, único medio de comunicación a
distancia en aquellos días, vomitaba en todos los pueblos las órdenes de Gómez
urgiendo a sus milicos la captura, vivo o muerto, de Emilio Arévalo Cedeño.
Fuerzas despachadas desde Anzoátegui, Guárico, Cojedes, Portuguesa, Zamora
(actual Barinas) y Apure convergían en un movimiento envolvente, ansiando
apresarlo. Mas, según EAC, los sabuesos del régimen “tenían mucho miedo, y
aunque deseosos de complacer a su amo el tirano Gómez, el instinto de
conservación los obligaba a ser prudentes para evitar la derrota (…) lo cual
constituiría la desgracia de ellos”.
Sabiéndose hostigado desde los cuatro puntos
cardinales, Arévalo cruza el río Pao, dividiendo peligrosamente sus escasas
huestes ante la crecida fluvial. La fortuna lo amparó y no fue atacado durante
ese intrincado paso. Toma, de seguidas, El
Pao, Cojedes, donde, siguiendo su hábito, ocupa la oficina de telégrafos y
constata el aluvión de mensajes del dictador amenazando con las más severas
represalias a quienes proveyesen al “faccioso Arévalo Cedeño” con bestias para
la remonta, víveres o ayuda de cualquier tipo.
Sin pérdida de tiempo, atraviesa el río Portuguesa
y, en inmediaciones de Sabaneta
de Turén, se topa con el general gomecista Vicente Hernández, a quien bate
con una sola carga de caballería, obligándolo a abandonar la mula que le servía
de montura e internarse a pie en la montaña circundante. Ya en Turén, EAC
dictamina la liberación de “unos cuantos presos políticos, que estaban allí por
sospechas revolucionarias (…) pero que no eran otra cosa sino inocentes
compatriotas que iban a la carretera a trabajar, para llenar más de dinero al
monstruoso sindicato de la expoliación que se llamó Juan Vicente Gómez &
C°”. Todos los sátrapas de la historia se han creído amos de las vidas y
haciendas de sus sojuzgados. Mariano
Picón Salas describe así lo vivido en tiempos de oprobio autoritario: “Aquí
no hay valores espirituales (…) Los hombres se dividen en los tontos y en los
vivos: tontos son los que piensan que Gómez es mortal y que en esta azotada
tierra nuestra podrá edificarse un régimen más justo y más sano; vivos son los
que después de visitas a Maracay cambian sus marcas de automóvil”. Nada nuevo
bajo el sol.
A todas estas, en Acarigua se acantonaban numerosos
efectivos con la intención de complacer el edicto tajante de quien se hacía
llamar Gómez Único: había que reducir
al sublevado guariqueño, costase lo que costase.
Emilio Arévalo Cedeño enfiló hacia allá, en abierto reto.
La osadía se venteaba en el tiempo.
@nicolayiyo