domingo, 19 de febrero de 2012

Venezolanizando el petróleo

Vadeando por raquetas


Matarile al estatismo (III)


Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia.
 Jorge Luis Borges


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Quitarle el usufructo del petróleo al estado y otorgárselo, sin cortapisas, a todos y cada uno de los venezolanos. Suena como a sacrilegio. Pero, ¿por qué insistimos tanto en esta fórmula? Primer argumento. Se trataría de un soberbio experimento social, económico y político, procurando así empoderar a todos los venezolanos, a todas las capas de nuestra población, convirtiéndolos en propietarios efectivos del hidrocarburo y lograr, de esta forma, engancharlos con la actividad productiva.

Ah, pero un gran contingente de atenidos se acogerá a la holgazanería rentística, apuntarán algunos, reforzando el patrón de dependencia con respecto a la dádiva, acentuado durante estos catorce años de malandrocracia con las “misiones”. Incluso, remacharán otros acullá, esos flojazos se fumarán y se beberán esos reales. Allá ellos. En fin, estamos hablando entre adultos. Cada cual es dueño de sus actos. Pero muchos, muchísimos más, invertirán sus dividendos petroleros para capitalizarse, adquirir o mejorar la respectiva vivienda, invertir en pequeños negocios, acrecentar su salud y educación, y, mejor todavía, para utilizarlos como garantía y obtener financiamiento en emprendimientos según proyectos a la medida de cada persona.

Segundo argumento. Para cobrar las resultas será necesario e imprescindible bancarizar a todo el mundo. Luego de censar a todos los venezolanos por nacimiento, mayores de dieciocho años, legalmente hábiles y con residencia permanente en el territorio por un período a determinar (cinco años continuos, por ejemplo), se implantaría el mecanismo mediante la apertura de cuentas bancarias ad hoc y así depositarle a todos estos ciudadanos su dinero. Se alcanzarían así varios objetivos: depurar los archivos de identificación y extranjería —contaminados hasta los teque teques por esta autocracia tracalera, proveedora de cédula y pasaporte venezolanos a cuanto ultroso, terrorista y narcotraficante se le atraviese, sin dejar por fuera el inflado y fraudulento registro electoral—; formalizarnos íntegramente en nuestro rol de factores económicos y, consecuentemente, trocar en contribuyentes a la totalidad de los ciudadanos de este país, pues, al estar todos bancarizados, se podrá afinar la recaudación, ampliándose la base tributaria; y, no sería para menos, al ser todos sostenedores de la estructura estatal, podremos tener más autoridad política y moral para reclamar nuestros derechos. Si me jurungan el bolsillo para cobrarme impuestos, puedo reclamar con mayor vehemencia por la indigencia del hospital de Tucupita, Delta Amacuro, o por la infinitud de troneras en las calles de Betijoque, Trujillo, y pare usted de contar. Rememoremos (palabra más, palabras menos) uno de los juicios más perifoneados por Arturo Úslar Pietri en su recordada emisión Valores Humanos: las sociedades civilizadas financian sus estados y sus gobiernos para que les sirvan; los venezolanos, por el contrario, somos mantenidos por el estado. La manera más expedita de darle una vuelta de tuerca a esta situación de gorreo institucionalizado es venezolanizando el oro negro y convirtiéndonos todos en contribuyentes. Todo el mundo propietario. Todos en la economía formal. Así sí sembraríamos el petróleo, ya era hora.

Tercer argumento. El arribo de los países emergentes (China, India, Brasil, Suráfrica) a los umbrales del desarrollo ha estado induciendo al alza el costo de las materias primas en estos primeros años del siglo XXI. El petróleo, desde hace rato, no baja de los cien dólares el barril. Agréguenle a eso las inestabilidades en el Medio Oriente y pareciera que la cosa pica y se extiende, como decía el gran Pancho Pepe Cróquer narrando juegos de pelota. El narcotiranuelo de estos contornos ha renqueado pedorreando sobre la cresta de esa ola con cantidades de dinero inimaginables en el decurso de nuestra vida republicana. Hay quienes certifican su similitud con el maleante del viejo cuento: atracó un banco y, en la huida, arrojó unos fajos de billetes. Los perseguidores se agacharon a recoger las munas y se olvidaron de capturarlo para zamparlo en el calabozo. Por cada cien nedas repartidas en las “misiones”, el idiamindadá venezolano se palea mil. ¡Chupa, cachete!

Volvamos al argumento. El ya prolongado encarecimiento del petróleo, más la certitud del cambio climático agravado por la dispersión de los gases carbónicos expulsados al quemar combustibles fósiles, ha incitado a los países industrializados a quebrar esa dependencia. No solamente los obliga la presión de la opinión pública, cada día más concientizada ante los riesgos suscitados por la degradación del medio ambiente. También los mueve la ya insufrible adicción a un aceite ultra contaminante que, por esas cosas de Dios, se encuentra inhumado en el subsuelo de unos países sojuzgados por varias de las satrapías más atorrantes del planeta, incluida la venezolana. El chantaje a la orden del día, pues.

La carrera por independizarse del petroleum hace rato arrancó y los venezolanos pareciéramos no darnos cuenta. Está finalizando la era definida por Winston Churchill, cuando se desempeñó como primer lord del almirantazgo durante la primera guerra mundial (1914-18), si mal no recordamos, con una sentencia más o menos del siguiente tenor: Oil is as important as blood to win this bloody war (“El petróleo es tan importante como la sangre para ganar esta maldita guerra”). Cada día descubrimos información sobre nuevos adelantos en materia de producción, almacenamiento y conservación de energía limpia en las revistas científicas más prestigiosas. Desde Israel hasta Taiwán las investigaciones avanzan. Solo es cuestión de tiempo para impartirle la extremaunción definitiva al petróleo como materia energética fundamental. ¿Cuánto será? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Treinta años? La voluntad global para ello campea por sus fueros y los venezolanos deberíamos participar entusiastamente.

¿Por qué no emplear estos últimos días, meses, años, lustros, de validez del petroaceite para convertir a los venezolanos en tenedores efectivos de ese patrimonio, hasta ahora deficientemente aprovechado? ¿Para qué dejarle al estado el monopolio de su disfrute, conociendo de antemano, por experiencia propia, su consuetudinario fracaso en la creación de riqueza y bienestar? Además, consideremos una verdad del tamaño de las galaxias: cuando el ser humano es posesor de algo, comienza a ver la vida con otros anteojos. El venezolano depauperado y marginal de hoy adquirirá un nuevo semblante y un nuevo orgullo. Cual amo y señor de su alícuota de la riqueza nacional, ello será su trampolín para devengar el techo propio, el negocio propio, sus bienes propios, entonando como el gran Ismael Rivera, “Maelo”, en el inmortal guaguancó: “Yo dueño en mi jaragual me siento, cantándole mi canción al viento”. Okey, y también “con Gladys, que es mi mujer, y Pepe, que es mi perro”. ¡Vuela, zapato viejo! Nada mejor en esta vida que disfrutar de lo suyo bien ganado. Utilicemos el petróleo, en sus postreros años de vida útil, para estimular a todos los venezolanos a tener su propio cuchuchás. Dígalo.

No desdeñemos, asimismo, la posibilidad, para la tercera edad, de contar con una entrada digna —no las tres lochas piches arrojadas, como nepe en cochinera, por el demagogo gandul— y, téngase por valedero, con la posibilidad de disfrutar de la implantación de fondos de pensiones, públicos y privados, para vivir unos años dorados con el mínimo de privaciones posibles. Sería justicia, ¿no?

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¿Más populismo para combatir el populismo, entonces?, opinarán otros. Se trata, más bien, de injertar en nuestro ánimo el discurso de justicia y equidad inherente a la naturaleza humana, con un trasfondo equivalente a la dotación de herramientas para trascender la pobreza.

Indudablemente, la promoción de este precepto conlleva dos aristas a lo Robin Hood: rebanarle la cabeza al dragón del estatismo y —colofón de colofones— arrebatarle la posesión del petróleo al estado para restituírselo a los venezolanos, sus verdaderos propietarios. Se trataría, entonces, de dos acciones justicieras con un componente cultural inequívoco, entendiendo como cultura la plataforma dispensadora de libertades individuales, promoviendo la igualdad, vigorizando el imperio de la ley —no hay justicia entre depauperados sometidos al caudillo émulo del estado—, abriendo  repertorios de potencialidades en cada uno de nosotros, y estimulándonos a ampliar hasta el infinito los símbolos y los lenguajes del acervo humano a través del intercambio de bienes materiales, culturales y espirituales. Si disfrutamos de una ventaja comparativa y corpórea de innegable valor, ¿por qué no utilizarla en el mejoramiento cabal, en primera instancia, de nuestros conciudadanos?

Habrá quien argumente: ese ha sido persistentemente el norte del estatismo (o socialismo, colectivismo, asistencialismo, fascismo de izquierda o derecha, justicialismo, estado novo, redentorismo or whatever) durante todas estas décadas, lo que pasa es que no ha sido bien implementado. Mismo argumento, por cierto, exteriorizado por los partidarios del comunismo, o socialismo real, para balsamizar su fracaso: la intención primigenia era buena, pero sus portaestandartes (Lenin, Stalin, Fidel Castro, Pol Pot, Kim Il Sung, Mao Zedong) se desviaron de la ruta y se convirtieron en genocidas. Se impone la interrogante, ¿no será que el fulano estatismo (en cualquiera de sus empaques) sufre de lo que llaman en transmisión radioeléctrica una falla de origen,  que el trauma proviene de la raíz misma del asunto y que la troncal del estatismo está pervertida desde su genoma? ¿Hasta cuándo insistir con este modelo pichacoso?

El ejemplo de nuestros vecinos y de las sociedades emergentes es patente. Quizá no le han atizado el hachazo al estatismo publicitando el logro, con una suerte de pudor enyesado. Tantos años oficiando la liturgia de las bondades del socialismo estatista no pueden ser dejados de lado a la ligera. Nos luce como quienes encomian a todo gañote las bondades de la castidad, mientras no pierden ocasión para empiernarse con cualquier bicho de uña. O como quienes se hacen lenguas dándoselas de honestos y no pueden ver un dolarito escotero porque ahí mismito se lo birlan (cualquier parecido con el demagogo ladrón no es coincidencia). El caso más notorio es el de China, país que continúa pasándose por comunista, conservando en su apelación oficial el atributo de “república popular” —a semejanza de las antiguas “democracias populares” de los países de Europa oriental, satélites del extinto imperio soviético—, cuando, en realidad, ahí lo que impera es capitalismo puro del más salvaje, bajo la tutela del partido comunista fundado por el pedófilo Mao. Nótese, sin embargo, la astucia de los hoy jerarcas de la milenaria nación asiática al rotarse en los altos cargos, jubilando a los líderes históricos, y no permitiendo —al menos en apariencia— el enquistamiento de personas o grupos en dichas altas esferas. Cada día se parecen más y más, en su hegemonía política, al despotismo militar brasileño de los años 1960-70. O, mejor aun, al PRI mexicano, con su dictadura perfecta diagnosticada por el premio Nobel Octavio Paz.

En Venezuela contamos con la ventaja de la llaga purulenta actual. El asco generalizado, a pesar del natural pavor a la chorocracia, ante la descomunal vagabundería nos permite soslayar los paños calientes y llamar al pan, pan, al vino, vino, y al Pusv, Pusv. Por cierto, qué nombre tan acertado para el partido oficialista: todo un dechado de pus, de podredumbre y de desvergüenza. Podemos, por tanto, develar, sin tantos pudores socialistoides, nuestra meta de desnucar el estatismo y erigir sobre sus cenizas una sociedad productora y productiva, creadora y creativa, con igualdad de oportunidades para todos.

¿Cuánto tiempo nos llevará hacerlo? ¿Cómo se administrará el necesario gradualismo para apuntalar el nuevo escenario post estatista? Todo ello dependerá de la manera cómo salgamos del oprobio reinante. La lucha electoral resulta una alternativa válida, aprovechando los menguantes resquicios de libertad, eso sí, sin olvidar la descarnada frase del carnicero Iósif Visarionovich Stalin: “No importa cómo se vota, sino quién haga el escrutinio”. Ojo’e pipa, señores candidatos de la Unidad.

¿Cómo se llevará a efecto la transición del actual modelo hasta arribar a la propiedad efectiva del petróleo para todos y cada uno de los venezolanos? Recetarios hay para escoger: fondos de pensiones, caja de ahorros nacional individualizada y en divisas, apertura de un mercado de capitales popular como incentivo para el ahorro y la inversión. Hay quienes proponen considerar el ejemplo noruego, con su esquema de moderación y probidad. ¿Podremos llegar a ello? Hace tan solo un siglo, hablar de democracia en nuestro país resultaba utópico. La tuvimos durante cuatro décadas, con sus virtudes y defectos, y esa experiencia le ha obstaculizado al actual militarismo el poder desplegarse con toda su carga delincuencial. Por ahora.

La discusión apenas comienza. Luego, habremos de pasar a la acción, redimiendo la frase de José Ortega y Gasset: “Acción es la vida entera de nuestra conciencia cuando está ocupada en la transformación de la realidad”. No nos queda, entonces, sino vencer los resquemores. Los próximos pasos en nuestra vida republicana deberán ser propinarle una zurra a la dictadura, reinstaurar la democracia y, por sobre todas las cosas, darle matarile al estatismo venezolanizando el petróleo. Despidiéndonos musicalmente otra vez, vamos a parafrasear la canción de Áditus: “El petróleo es mío. Es tuyo. Es nuestro”.

No es ninguna catalina, ¿verdad?

@nicolayiyo

lunes, 13 de febrero de 2012

Deschavetando el estatismo

Trepanar las lentejas

Matarile al estatismo (II)




Los dogmas de un pasado tranquilo no se adaptan ya a la tormenta presente. Nuestra época es aquella en que las dificultades se amontonan, y debemos elevarnos a la altura requerida para dominarlas. Puesto que la situación es nueva, nuestros pensamientos y nuestra acción deben ser nuevos. Salvaremos el país superándonos a nosotros mismos.
 Abraham Lincoln

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Resulta comprensible no desgañitarse en campaña electoral pregonando la agonía del dogma estatista y las fórmulas aconsejables para asestarle una eutanasia que no admite más retardo. Mas, no nos engañemos, la causa de tal timidez estriba en el temor, cundido por doquier, ante los afilados colmillos de una satrapía corrupta, chantajista y consubstanciada alevosamente con el crimen.

La ilusión de normalidad prevalece, como si de verdad nadáramos entre cundeamores de democracia. Pero se trata de la realidad virtual remachada a troche y moche por las tiranías, la realidad de la mentira impuesta, la realidad falsaria descrita impecablemente por el recientemente fallecido líder de la Revolución de Terciopelo checa, Václav Havel, en su ensayo The power of the powerless (“El poder de los sin poder”). Aunque pareciéramos capitular entre contradicciones, bien podemos, con el pañuelo cabalgando sobre la nariz y con los ojos bien pelaos, participar en tales votaciones y aupar candidaturas afines, sin olvidar nunca que nuestra intención última gravita en socavar, corroer y despescuezar, pacífica y cívicamente, las entrañas de la bichocracia, de una vez por todas, como si fuéramos un cáncer benigno (y valga el oxímoron).

Paralelamente, no nos conformamos con batir comicialmente al engendro totalitario y regresar a nuestras casas para empantuflarnos. El norte consiste en el desmontaje cabal del andamiaje estatófilo, calibrando de antemano la dificultad de torcerle el gaznate a un orden de cosas, a una visión del mundo y de la sociedad aposentada entre nosotros desde hace siglos.

Dicho accionar ya viene siendo discutido abiertamente, reiteramos, gracias a la inflexión discursiva de ciertas élites, entendidas estas en el buen sentido del término: agrupaciones e individualidades oteando el camino a seguir, fundamentándose en estudios, discusiones y reflexiones de alto coturno. La Historia lo señala tercamente: llega el momento indefectible para las ideas verdaderamente revolucionarias —perdón por utilizar un vocablo francamente devaluado hoy en Venezuela, pero su pertinencia resulta palmaria— de despegarse de la teta epistemológica que las amamanta y trascender al más amplio dominio público. Ese instante es ahora.

Cualquier revisión somera de artículos de prensa (como los del profesor Per Kurowski en El Universal, los días jueves), ensayos y declaraciones de la intelligentsia venezolana, constata el desiderátum de dejar atrás el estatismo, recalcando la convicción de que tanto la izquierda como la derecha tradicionales han abrevado de esta pleitesía hacia  el estado para atrincherarse en sus privilegios, corrupciones y amiguismos.

Abundan, asimismo, los récipes para abollarle la jeta al estatismo: venta progresiva y transparente al mejor postor —con reserva accionaria para los trabajadores y cotización pública en bolsa — de entidades confiscadas, corrompidas y degeneradas en hemorragias financieras (las “empresas básicas”, Cantv, Agroisleña, cementeras, importadoras de alimentos, fincas agropecuarias); reducción escalonada de la burocracia, inflada en nóminas oficiales y paralelas, con liquidaciones generosas y rentrenamiento profesional para el personal afectado, buscando su inserción en una legítima productividad; circunscripción del estado a las tareas que sí le competen —verbigracia, salud y educación de calidad para todos, seguridad ciudadana contra el hampa de cualquier ralea, defensa del territorio, preservación del medio ambiente, recaudación fiscal, sistema judicial imparcial y autónomo—, encogiéndose pero optimizándose, haciendo honor a la sabiduría popular: “Zapatero a tus zapatos”; administración responsable y transparente de las finanzas públicas, evitando déficits, consolidando la moneda, preservándonos de la inflación y desmontando gradualmente los controles de precios y de cambios. En resumen, restituirle al estado su irrenunciable carácter de garante de los equilibrios sociales. Transformarlo en el vigilante necesario con el mandato de impedir que el pez grande se coma al chico, sin olvidar jamás la obligatoriedad de descentralizar, descentralizar, descentralizar, colocando las instancias decisorias y de poder al alcance de cualquier venezolano de a pie. 

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Todo esto, bien entendido, es necesario mas no suficiente. Apadrinamos el ataque a la raíz del problema. Y entre nosotros, en Venezuela, ese intríngulis pasa por sopesar sin tabúes el credo de la propiedad del estado sobre el petróleo.

“¡Al fin lo confesó este cipayo! ¡Tanto gamelote altisonante para finalmente quitarse el disfraz: es otro neoliberal privatizador! ¡Reconócelo, Juan Bimbota!”, relincharán —si han gozado de paciencia para haber leído hasta aquí— los ñángaras antediluvianos y muchos otros confundidos, a causa de tantos años de estatismo estéril, dentro del campo demócrata.

No se trata de privatizar el petróleo. Hablamos de venezolanizarlo, es decir, de transferir su propiedad, efectiva y definitivamente, a todos y cada uno de nosotros, sus legítimos dueños, los venezolanos. Ajá, algunos retrucarán: ya eso fue realizado en 1976, cuando el finado Carlos Andrés Pérez lo nacionalizó. Y ahí preguntamos nosotros: a usted caro lector nacido en esta Tierra de Gracia, ¿le fue adjudicada su acción de Pdvsa? ¿Cobra usted las resultas por la venta de petróleo? ¿Le llegan a usted, a su chácara, sin intermediarios, los dividendos de la explotación del hidrocarburo, después de sacar las cuentas, a la manera de las sociedades mercantiles bien administradas? Como ello no es así, entonces resulta tautológico señalar que lo efectuado no fue la nacionalización sino, más bien, la estatización del oro negro. El estado, para variar, terminó quedándose con el saco y los corronchos, como dicen en el llano. ¡Qué mantequilla!

Y en manos del estado, no de la nación, ha permanecido durante todo este tiempo, administrado según el leal saber y entender de súpersabios enquistados en las esferas del poder que se autoasignan la pericia de saber más que nosotros sobre el manejo de nuestro dinero. Por supuesto, hoy tal atribución es potestad exclusiva y excluyente de un demagogo ignorante y corrompido, cuya única experiencia gerencial previa fue quebrar una cantina en la academia militar.

Visto el desastre y la crisis permanente de Venezuela durante estos últimos decenios —con índices de pobreza incapaces de disminuir, pese a la alharaca de la dictadura, y (ampáranos, Jesucristo) con niveles de corrupción y latrocinio convirtiéndonos en vergüenza del continente y del mundo—, no hay que ser una lumbrera del pensamiento para discernir el fiasco del modelo estatista. It’s a no brainer, dirían los odiados gringos. Debemos amputar el estatismo. ¿Cómo? Despojando al estado, vale decir, decomisándole a nuestros iluminados gobernantes su principal herramienta para sojuzgarnos: la propiedad del petróleo, para traspasarla, sin alcabalas, al patrimonio de los venezolanos. Resultará, entonces, apropiado presionar a nuestros dirigentes para que adopten estas nuevas ideas. Cruzarnos de brazos creyendo que basta y sobra con derrotar electoralmente al narcodemagogo para implantar un nuevo orden de cosas no es suficiente. Recordemos el axioma de Alexis de Tocqueville: “La obediencia deviene en servidumbre desde que el poder, ilegítimo y despreciado, no conserva más principio que el miedo o el conformismo”. Si petróleo nos pertenece, reclamemos lo nuestro, parroquia.
@nicolayiyo