Mantisas de argamasa
Emilio
Arévalo Quijote (XIV)
¿Podemos escapar de la
barbarie? La barbarie solo es la venganza o la nostalgia del salvajismo; su
fondo es la inautenticidad.
Octavio
Paz, Corriente
alterna
Tijereteando
Desde
Zaraza, Emilio Arévalo Cedeño emprendió camino sobre Guafalito,
Cojedes. Nuevamente la rapidez y el
factor sorpresa, en un recorrido sobrepasando las veinte leguas, resultaron determinantes para doblegar la tropa al
mando del general gobiernero Fernando Márquez Fuenmayor. Esa fecha, 15
septiembre 1921, apenas a trece días de la refriega en Santa María de Ipire,
sentaba un peligroso precedente para la solidez y el prestigio de la
inexpugnable fortaleza gomecista. Por vez primera en su ya largo reinado de
casi catorce años, una fuerza adversaria se adentraba al centro del país y, por
mampuesto, se colocaba, como dicen en el llano, a tiro’e soga pelúa de Maracay, guarida irreductible de quien se
ufanaba de ser el dueño y señor de Venezuela.
Pero
la suerte vino una vez más en auxilio del enmantillado
dictador. El miedo imperante imposibilitaba el reclutamiento de efectivos
frescos y el acopio de armas, munición y avituallamiento. Decidió, por
consiguiente, el quijotesco vallepascuense incursionar sobre Zuata,
Anzoátegui, donde un brote de influenza —quizá rémora de la epidemia de
gripe española del año 1918 que mató a Alí Gómez, el hijo predilecto del
sátrapa— amenazó con disgregar sus tropas. Sintiéndose acosado, EAC buscó
desconcertar al enemigo trasladándose velozmente a Mapire, en la ribera anzoatiguense
del Orinoco. Allí atacó al vapor Amparo, no
pudiendo capturarlo “por la imprudencia de un oficial nuestro”, logrando
ponerlo en fuga e impidiéndole cumplir su misión de resguardo al régimen.
Desdeñando
el descanso, Arévalo contramarchó sobre Zuata, ambicionando hostigar y hostigar
en zonas centrales, con testarudez de poseso. Atravesando el suroriente del
Guárico, en un sitio denominado Tres
Matas, el contagio agredió una vez más y EAC presenció “con dolor, la
muerte de varios de mis compañeros atacados de grippe (sic), (estando) yo de
muerte un día, y me salvé milagrosamente, para continuar marcha castigado todos
los días por la fiebre y tan mal del pecho, que parecía estaba tuberculoso”.
Todo esto bajo lluvias copiosas y el aniego vastísimo que asimilaba la sabana a
un océano de acentos grisáceos y azulados.
Predicados
Acicateando
las monturas, con arrestos de ánimas embuchadas de purgatorios, Zuata los vio
pasar. Volvieron grupas enseguida, al galope sobre Valle de La Pascua con proa
hacia Altagracia de Orituco, ocupada sin resistencia por el abandono de los
pelotones gomeros. Presa del quebranto batallador, quizá con córneas
desorbitadas cual Don Quijote antes de colisionar fierros con dragones
alucinados como molinos, Arévalo Cedeño se lanzó a la caza del “Doctor Luis
Godoy, Presidente del Estado Anzoátegui, (quien) venía sobre mí con una fuerza
de consideración, (pero) Godoy no quería encontrarse con nosotros. (Pasé) por
Guaribe, El Valle, Guanape y llegué a Onoto (donde) la temperatura me bajó, y
fue tanto el estado de gravedad, que mis compañeros esperaban mi muerte para
disolverse”.
Estaba
prescrito que su hora final no arribaba aun. En eso él y Juan Vicente Gómez se
parecían, a pesar de ellos mismos. Gentes de aquellos tiempos y comarcas le han
asegurado a diversos cronistas, en relatos de tradición oral, que el doctor
Godoy supuestamente contrató a un experto tirador, un sujeto mentado “El Negro”
Rosendo Chirica, empleado del jefe civil de Barcelona, Carlos Chapellín. En
vecindades de La Panchita, límites de Guárico y Anzoátegui, este sicario se
apersonó para velar a su presa. Era fama que jamás gastaba más de dos cartuchos
en tan sanguinaria faena. Sus ajusticiados se contaban por docenas. Carlos
Chapellín, cuentan en Anzoátegui, le entregó una caja de cápsulas para el
máuser, buscando asegurarse del encargo.
Afirma
la tradición que “El Negro” Rosendo Chirica tuvo en la mira en más de una
oportunidad a Emilio Arévalo Cedeño. Pero, por primera vez en su frondoso historial
de asesinatos a larga distancia, con precisión y asepsia de orfebre de la muerte,
al “Negro” Rosendo Chirica le tembló el pulso. Ni variando el ángulo de tiro
mientras brincaba de rama en rama, con agilidad de tigrito en los raudales,
lograba controlar el tembleque. Nada de nada. La muñeca le desvariaba y la
vista se le encapotaba.
Según
los cronistas, los memoriosos de la región testificaban que “El Negro” Rosendo
Chirica regresó de incógnito a la ciudad del Neverí. Años después, cuando le
preguntaban por qué no le quebró la crisma a Emilio Arévalo, dizque murmuraba a
la sordina, casi santiguándose: “Ese hombre tiene oraciones”.
Sin
recobrarse del todo, EAC malició que Godoy iría sobre Aragua de Barcelona.
Arévalo, forzando la galopada, se apoderó de la plaza primero. El capitoste de
la dictadura se devolvió a Barcelona, donde se atrincheró.
La
movilidad incesante, como emparentado con una ameba vibrante, rubricaba el
accionar arevalero. Dada la imposibilidad de un ataque frontal contra la capital
anzoatiguense, por carencia de pertrechos y demás aprestos, EAC cogió la vía de
Clarines, pasando a predios mirandinos por Barlovento y llegándose hasta El
Guapo.
Esta
población era defendida por los hermanos Manuel Antonio y José Miguel Guevara
Ron, ambos generales gomecistas, célebres por su férreo control sobre esa
localidad, al igual que lo había hecho su padre años antes, el general Lorenzo
Guevara, de quien se presumía era el padre biológico del siniestro Tomás Funes,
el Terror de Río Negro, según afirmación del historiador Oldman Botello en su
trabajo Golpe
de suerte que catapultó a Arévalo Cedeño. No obstante, algunos investigadores
especializados en esa región y época, verbigracia Julio González Chacín,
sostienen que la paternidad de Funes debe achacársele al general Lorenzo
Guevara Ron, hermano de los dos primeros mentados. Y otros más por ahí (Edgardo
González, Historia del Territorio Federal
Amazonas, Caracas, 1984), le endilgan la progenitura del susodicho al
general Manuel Guevara con una indígena de la cazabera población de Cúpira. Sea cual sea la verdad, le tocó a
Arévalo volver a lidiar con la casta del ajusticiado en San Fernando de
Atabapo, al inicio de ese trepidante año 1921.
Señala
el cronista Vicente Gutiérrez en su obra Río
Chico, ciudad bicentenaria, la determinación de José Miguel Guevara Ron de
batir al más tenaz antagonista del gomecismo, asegurándole a su hermano Manuel
Antonio que si no derrotaba “al sedicioso, no volveremos a vernos”. Creyó
tenderle una celada al guariqueño, pero Arévalo, más astuto, lo derrotó
completamente. José Miguel Guevara Ron, temiendo el reclamo airado de Juan
Vicente Gómez, se descerrajó un tiro en la sien. Todavía quedaba gente con
vergüenza.
A
Emilio Arévalo Cedeño lo aguardaba aun más acción, en una peripecia cuajada de
rebeldía nerviosa y de quijotismo desprendido.
@nicolayiyo