miércoles, 30 de noviembre de 2011

Correrías arevaleras

Tejedurías al guayacán
Emilio Arévalo Quijote (IX)

¡Oh libertad preciosa,
no comparada al oro,
ni al bien mayor de la espaciosa tierra,
más rica y más gozosa
que el precioso tesoro
que el mar del sur entre su nácar cierra;
con armas, sangre y guerra,
con las vidas y famas,
conquistado en el mundo;
paz dulce, amor profundo
que el mar aparta y a tu bien nos llamas;
en ti sola se anida
oro, tesoro, paz, bien, gloria y vida!

 
Lope de Vega, Canción


Hilachas y culatas
                       
Transcurridos el juicio sumario y la ejecución de Tomás Funes, cabía preguntarse, ¿hacia dónde llevaría el rebelde Emilio Arévalo Cedeño su lucha antidictatorial? El resonante laurel había repercutido a lo largo y ancho de Venezuela y Colombia. Algunos cabecillas insurgentes propusieron al guariqueño abrogarse la jefatura total de la insurrección. Era el perfecto némesis del Bagre de La Mulera, adujeron. Arévalo desistió, considerándose un soldado más de una revolución cuyo primer autoritas nominal era el desterrado doctor José María Ortega Martínez. La deslealtad no afloraba entre sus blasones.

Veinticinco días le bastaron para aglomerar fuerzas y emprender ruta en dirección de Maipures, escala previa al Apure, donde buscaría batirse con el sagaz capitoste gomero Vincencio Pérez Soto. Allí recibió nuevas de la llegada del doctor y general Roberto “El Tuerto” Vargas, quien tramoleaba el rimbombante rótulo de jefe de la circunscripción militar del centro, “y como mi ejército pertenecía a su jurisdicción, debía yo subordinarme a él”. La relación entre los dos oponentes contra Juan Vicente Gómez despegaba malamente.

Alega EAC en su autobiografía la usurpación del “Tuerto” de tales títulos de comando. En el marco de un posterior exilio, Arévalo nos relata su reencuentro con los Dres. Ortega Martínez y Baptista: “(…) al darles las gracias por la broma que me echaron al mandar a Vargas allá, me contestaron de una manera categórica y formal que ellos no habían dado ningún nombramiento a Vargas (…) (Cuando) supo Vargas mi gran triunfo de Río Negro se fue para la frontera de Arauca procurando aprovecharlo, llamándose Jefe de la Circunscripción Militar del Centro”.

El penacho tóxico

Vargas se apareció en Puerto Carreño, orilla neogranadina del Meta, junto a Pedro Pérez Delgado, “Maisanta”, y un contingente de ochenta hombres. El “Tuerto” asumió el mando de las tropas insurrectas, designándose al doctor Carmelo París jefe de estado mayor y a Emilio Arévalo Cedeño como jefe de la división Río Negro.  Una vez establecida la jerarquía de mando, navegaron con destinación a Caicara del Orinoco, donde permanecieron “ocho días sin hacer nada y dando tiempo a las tropas de Gómez para que se reacomodaran bien (…) El descontento de la fuerza toda era general, dada la actitud de Vargas, su carácter agresivo y díscolo, sus planes de impertinencia”. La discordia se asomaba como una hidra pestífera.

Ya vadeado el Orinoco, hubieron París y Arévalo de sofocar una escaramuza de rebelión contra el “Tuerto” en Cabruta. Todavía con el desagrado aromatizando el ambiente, la hueste cogió rumbo vía al Capanaparo, sin proponerse Roberto Vargas enfrentar al ejercito gomecista, acantonado a una legua de distancia en el sitio Las Cenizas, demarcación del hato San Pablo. Los contendientes se avistaron y no tardaron las andanadas de Winchester en roznar los sabanales. Según EAC, el “Tuerto” Vargas, en su inmovilidad, se había anidado en una vivienda al otro lado del río y no se apersonó al teatro de la refriega sino mucho después de comenzadas las hostilidades. Los gomeros, comandados por el doctor Febres Cordero y el general Tovar Díaz, se habían desbandado, pero Vargas desistió de perseguirlos y aniquilarlos, logrando los oficialistas entrar tranquilos en San Fernando de Apure a los seis días de este episodio.

Cabañuelas en rasgadura

Llegados a las proximidades de Guasdualito y conociendo del emplazamiento allí de unos setenta hombres del gobiernero batallón Guaicaipuro, el “Tuerto”, al fin, se alistó para atacar. En la noche, faltando tres leguas para alcanzar el poblado apureño, se enteraron del arribo de un contingente andino reforzando la guarnición. 


Arévalo recelaba del apresto del “Tuerto”. Sospechaba de su propensión de remitir a otros al desguazadero mientras permanecía resguardado del fragor por la lejanía. Tamaño jefazo, pues. El guariqueño transmitió la decisión de entablar combate a sus oficiales subalternos, el general Ricardo Arria Ruiz, jefe de la brigada Páez; el general Asisclo Ramírez, jefe de la brigada Cedeño; y el coronel Burguillos, jefe del cuerpo de tiradores, quienes aseguraron darse por entero porque EAC los comandaba, pero no así por obedecer las directivas de Roberto Vargas, a quien descalificaban sin tapujos. Arévalo predicó con el ejemplo y los conminó a mostrar la disciplina del subordinado leal.

A las nueve de la mañana del 21 junio 1921 reventó la batalla. Recién llegado a Guasdualito la noche antes, el general Benicio Jiménez lideraba a los defensores, bien atrincherado y apertrechado. Como “un indio tachirense todo nobleza y rectitud”, lo describiría J.A. De Armas Chitty. Las brigadas Páez, Cedeño y Aramendi, esta última bajo la responsabilidad de “Maisanta”, cargaron con denuedo. El “Tuerto” Vargas permanecía en el punto denominado El Chinquero, a un cuarto de legua del centro de la localidad, en casa de José Dolores Chacón y Elena Molina de Chacón, lejos de la metralla.

El encarnizamiento hacía estragos de lado y lado. Narra Juan Carlos Zapata en su libro Plomo más plomo es guerra: “Por el solar de la pensión pasarían los revolucionarios echando plomo y cortando cabezas a filo de machetazos. En la sala principal sería atendido el doctor Ricardo Arria Ruiz (…) puesto en una mecedora tejida de cuero de ganado. Ahí esperaría por el auxilio del doctor y boticario Silverio Agüero —su amigo aunque no su compañero en esta guerra que no era la suya— quien nunca llegó porque la bala de un francotirador, Pedro Becerra, apostado en el techo de la casa de don Tobías Arellano, lo dejaría muerto a cien metros de la pensión”. Ricardo Arria Ruiz sería transportado eventualmente en hamaca hasta Arauca donde se restablecería.

Emilio Arévalo Cedeño penetró al pueblo por la entrada de Los Corrales, mientras “Maisanta” lo hacía por el paso de La Manga. Arria Ruiz lo había hecho por Morrones, donde cayó con el plomazo que lo malogró. Cuenta Zapata: “En una de las calles de Morrones también resultó herido Pedro Fuentes. Eran como las seis de la tarde del primer día de batalla, cuando una bala le destrozó la quijada. Con el tiempo, en Bogotá, se la reconstruyeron con una prótesis de plata y desde entonces se le conoció en todo el llano como Quijada’e Plata”.

Las calles de Guasdualito esgarraban plomo y sangre. Roberto “El Tuerto” Vargas, desde los arrabales, y Emilio Arévalo Cedeño, arrimado a la balacera, dirimían sordamente, a su vez, una pugna caribe y retrechera. ¿A quién le sería develado el hado del triunfo?

@nicolayiyo

El estatismo debe agonizar


Vanaglorias y redoblantes

Matarile al estatismo (I)

por: Nicolás Soto

Todo poder es o se vuelve de derecha. Solo lo convierte en izquierda el control que se ejerza sobre él.
 Jean François Revel


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¿Cuán difícil es desahuciar un concepto mineralizado por siglos y siglos de inercia? Y, en simultáneo y parafraseando el lugar común, ¿qué impide a una nueva idea pulverizar los atavismos y las conductas empegostadas e imponerse con la pujanza de lo inédito, lo ineludible y lo evolutivo? La respuesta parecería empalmarse con dos ingredientes humanos intrínsecamente coaligados: el timing (como dicen los anglosajones), y la energía de algunas élites para irradiar la buena nueva.
                       
Refirámonos a lo primero, considerándolo en su acepción de sentido de la oportunidad y aprovechamiento del momento adecuado, yéndonos a un par de ejemplos históricos. ¿Por qué si nos vanagloriábamos de patriotas a calzón quitao no salieron nuestros ancestros a apoyar con todos los hierros a Gual y España en las postrimerías del siglo XVIII? ¿Ídem con las dos invasiones frustradas de Francisco de Miranda a principios del XIX? Un exégeta del marxismo apuntaría: no estaban dadas las condiciones objetivas. Dicho de otra forma, la noción de independencia no había madurado aun. Algún cínico añadiría: el miedo siempre ha sido libre y a cualquier hijo de la panadera le daría grima verse guindado por el pescuezo con la lengüeta afuera. ¿Mártir yo? ¿Y por causa de una idea no probada todavía? Basirruque murió tosiendo.

De haber existido, en aquellos días, congéneres de la cepa de los actuales encuesteros, seguramente habrían disecado el temperamento de la opinión pública, asegurando la disociación de los radicales gualyespañeros y mirandistas con el ánimo ciudadano, además de reiterar, de acuerdo a sus cifras, la masiva identificación del pueblo con la monarquía gracias a sus “misiones” sociales y su consecuente enganche emocional. Algunos simpatizantes reblandecidos del patriotismo habrían repetido, cual las cotorras que ahorran, tales diagnósticos “técnicos” y habrían descalificado por extremistas a quienes sí se cuadraban sin esguinces con la idea independentista.

Fue menester aguardar la invasión napoleónica a la península ibérica para alumbrar el designio emancipador. En el ínterin, hasta Simón José Antonio de Santísima La Trinidad Bolívar permaneció encuevado en San Mateo, llorando su viudez y añorando el sibaritismo disfrutado otrora en París (Oh la là, les plaisirs de la chair, voyons!). Abdicado a punta de bayoneta el cornudo Carlos IV y pagando cana el deseado Fernando VII en Bayonne, Francia, el vacío de poder sobrevenido en la madre patria aguijoneó el ansia autonomista en las posesiones americanas. Vainas del destino. Ni antes ni después, sino en ese preciso y certero instante pudo parirse nuestra independencia política con respecto a España. Date con el timing.

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Aherrojados en la agobiante espera, pero semejándose a Cristo y sus doce pupilos predicando en el erial, algunos empecinados, obcecados y tozudos personajes mantuvieron viva la llama del anhelo independentista. Gentes leyendo en la clandestinidad a los enciclopedistas, compartiendo las disquisiciones de los filósofos de la Ilustración, comentando apasionadamente las turbulencias de la independencia estadounidense y la Revolución Francesa. Hasta el momento cuando el timing resultó propicio y emergieron de las madrigueras para vocear el alegato desquiciador de la realidad vigente, la realidad cuestionada, la realidad insensata que ellos venían a trastocar, la realidad virtual impuesta por un despotismo de trescientos años.

En el tiempo presente venezolano, signado por un militarismo abrazado sin ambages a la versión más troglodita del estatismo bajo el remoquete de comunismo del siglo 21, las mentes más esclarecidas desempeñándose en disímiles ámbitos —académicos, políticos, económicos, laborales, culturales y mediáticos— comienzan a abordar, sin complejos, la necesidad de descabezar, de una vez por todas, tan nefasta y achantada práctica.

Vale la pena preguntarse, ¿por qué el estatismo se ha asido tanto a nuestra psique social? ¿Por qué nos engrinchamos cuando escuchamos, por ejemplo, que el petróleo no debería seguir perteneciendo al estado y apellidamos de apóstata, blasfemo, impío y hasta de “lacayo del imperialismo” a quien osare expresarse de este modo?

¿Acarreamos dosis de estatismo en nuestro ADN histórico? Es cierto, se ha repetido hasta la saciedad, que la monarquía ibérica fue la mar de mercantilista, vale decir, su accionar prefiguró el patrón estatizante. Todo pertenecía a vuesa majestad, el rey. Si querías ascender en la escalinata social, debías arrimarte a su sombra, probar tu limpieza de sangre, bajarte de la mula para ponerte en un título nobiliario si eras un gran cacao y, por supuesto, ganar sus favores. No valían méritos ni esfuerzo creador. Si el rey hubiera lucido una verruga y pertenecido al Pusv te habría exigido la franela rojo rogelia. Y caudales, muchos caudales, preferiblemente oro y plata. Los mantuanos serían antecesores, por tanto, de los boliburgueses en boga hoy.

Pero aristócratas criollos como Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar encabezaron la empresa emancipadora y —pos fíjese, dirían en México— sus pretensiones abarcaban la libertad de comercio, la protección a la propiedad, el estímulo a la iniciativa individual, la atracción de capitales para crear riqueza y por ahí seguimos. ¿No lo creen? Léanse el Discurso de Angostura o cualquier otro documento del adalid republicano nacido en la cuadra de San Jacinto a Traposos. Consulten cualquiera de sus biografías, desde la de Emil Ludwig hasta la de Indalecio Liévano Aguirre, por citar algunas. A la sazón, aplicando la verba comunista, certificaríamos el tufo a capitalismo del hijo de doña Concepción Palacios.

Al morir Bolívar y desmembrarse la República de Colombia (la Grande), José Antonio Páez encabezó un período bastante estable, tildado erróneamente como Oligarquía Conservadora, respetuoso de los preceptos liberales mencionados arriba. Su defenestración, en 1848, generó ciclos de anarquía y violencia fratricida, causantes de bancarrota, atraso y hasta pérdida de territorio nacional (sin disparar ni un tiro, excepto contra nosotros mismos). El mercantilismo volvió por sus fueros. Con la irrupción del petróleo, a principios del siglo XX, el estatismo se desembozó, pues el susodicho mineral pertenecía única y exclusivamente al estado, por herencia de las viejas legislaciones españolas. Al ser propiedad del estado pasaba, sin solución de continuidad, al peculio del sátrapa de turno. Durante los cuatro decenios de democracia civil (“la octava república”, o algo por el estilo, según la chorocracia actual), se intentó dorar la píldora asegurándose a los cuatros vientos que “el petróleo es pertenencia de todos los venezolanos”. Pero el mene, el excremento del diablo, nunca abandonó las alforjas del estado. Ergo, el estatismo prevaleció, con todas sus caléndulas de vicio y corrupción, excepto en el breve interregno 1989-92, cuando se intentaron numerosas reformas (Copre mediante), arrojadas luego al albañal por causa de los cuartelazos que prefiguraron el despelote comunista.

Ha sido necesario el fracaso estridente, dispendioso, irresponsable y delincuencial de la actual dictadura para lograr la epifanía —al estilo de Saulo de Tarso a las puertas de Damasco, convirtiéndose luego en San Pablo— de incontables compatriotas, lográndose, por un lado, desechar el almidonado miriñaque conceptual del estatismo (tal cual el apóstol Pablo con el paganismo), tanto en sus variantes de izquierda como de derecha tradicionales, y, por el otro, espolear el análisis, la reflexión y el enunciado de soluciones para una Venezuela deslastrada del chancro estatista.

Tenemos, consiguientemente, las dos condiciones enumeradas con anterioridad para concitar la irrevocable metamorfosis de la sociedad venezolana, estadio al que llegamos con cierto retraso en comparación con casi todo el resto de Iberoamérica. Con el timing y la disposición de las élites hemos topado, mi buen escudero Sancho Panza, farfullaría el ingenioso hidalgo. Faltaría, de seguidas, terminar de sembrar y cosechar el convencimiento de las mayorías, develando el leit motiv, el acicate, el utensilio  movilizador de las voluntades y encofrador de los cimientos de la Venezuela post estatista. A saber…
@nicolayiyo