Emilio Arévalo Quijote (V)
Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos.
Cervantes, Don Quijote, 1ra. Parte, Capítulo XX
Correría hacia las lumbres
El acoso de la tiranía traspasaba los linderos patrios. El Bagre de La Mulera desparramaba unas morocotas y funcionarios venales neogranadinos saltaban acezando como canes realengos. Las autoridades fronterizas de Arauca, refiere Emilio Arévalo Cedeño, “no permitieron mi permanencia en aquel territorio, y tuve que irme a Orocué, a donde a los cuatro meses de estar allí, llegó la orden conminatoria de Gómez por boca del Prefecto de Casanare, a decirme que debía ir internado a Santa Rosa de Viterbo (…) En Bogotá se levantó una polvareda por aquella orden pretoriana contra mí”. EAC remitió un telegrama de protesta al entonces presidente colombiano, Marco Fidel Suárez. Resultó un infructuoso esfuerzo. Debía, para decirlo en buen llanero, coger la trilla otra vez. El errabundo de nuevo al destierro.
En marzo 1919 llegó a Curazao. Ya incubaba en su ánimo la idea fija de deslastrar al Territorio Federal Amazonas del yugo de Tomás Funes. La mala fama y ferocidad del susodicho ponían los pelos de punta. Juan Vicente Gómez, comandante presidente, jefe de la causa, yo el supremo, amo y señor de Venezuela, a quien nada ni nadie se le escapaban, lo dejaba hacer y deshacer a su antojo. Ser amazonense y ser esclavo de Funes eran sinónimos.
Luego de medio sobrevivir durante cuatro meses en la antilla neerlandesa, EAC recibió ayuda económica y zarpó hacia Puerto Rico y, de allí, nuevamente a Curazao. Conferencias tras conferencias se sucedieron con factores del exilio venezolano. Algunos escuchaban con frialdad el proyecto arevalero y otros se entusiasmaban tibiamente, pero los más prefirieron empantuflarse gozando de la molicie, el ocio y la maledicencia. El caudillo guariqueño temía, no sin razón, la delación de su plan. Ansioso por ver acción otra vez, EAC volvió de incógnito a Colombia con quinientos dólares facilitados por su amigo el coronel Ramón Ayala.
Modulando lealtades
Después de varias jornadas de itinerarios subrepticios, Arévalo dio con sus hiperkinéticos huesos en la hacienda Monte Cristo, en el departamento de Cundinamarca, propiedad de la familia Chávez Pinzón, grandes protectores suyos. Sin perder tiempo, descendió a los llanos orientales colombianos y, en noviembre 1921, asentó sus reales en El Picure, a la vera del río Cravo Norte.
Casi doscientos hombres lo aguardaban allí. Emilio Arévalo Cedeño enumera a varios entre ellos en su “Libro de mis luchas”: generales Fermín Toro, Ricardo Arria Ruiz, Asisclo Ramírez, Pedro Cachutt; coroneles Luis Felipe Hernández, Francisco Teodoro Rodríguez, Napoleón Manuitt, Polidoro Cuervo, Elías Ponte Hernández, Antonio José Delgado Gómez y Pedro I. Montilla. Posteriormente se les incorporarían el general Pedro Pérez Delgado (Maisanta), y otros oficiales de menor graduación. La moral resplandecía, a pesar de atentados por parte de espías e infiltrados del capitoste gomero Vincencio Pérez Soto, llegados a Colombia para asesinar al insurgente guariqueño.
“Mis compañeros creían que nuestra campaña sería sobre el Estado Apure, puesto que yo nada les había dicho del gran proyecto que abrigaba hacía años, de llevar a cabo la liberación del Territorio Federal Amazonas y la captura de Tomás Funes”. Jugando con sus cartas bien pegadas a la pechera, EAC no revelaría la verdadera finalidad de la expedición sino faltando cuatro días para la partida. La respuesta de los rebeldes arevaleros resultó unánime: “¡Liberación de Río Negro!”, gritaron todos.
La suerte estaba echada. A las doce en punto de la medianoche del 31 diciembre 1920 zarparon desde la confluencia del Casanare con el Cravo Norte para remontar el Meta, “(en) embarcaciones de todos los tipos, y casi inservibles para tan larga navegación (…) desde la celosa canoa guahibera hasta la mitua de los sálibas, desde la vieja piragua orinoqueña, hasta la balsa de los cuibas del Ariporo, desde el bongo de los mapoyos del Parguaza hasta la falca rionegrera (…) Esa era nuestra famosa flotilla, barcas de las esperanzas, que nos llevarían a San Fernando de Atabapo en nombre de la Ley y la Civilización”.
Buscando burlar el acecho de los guachimanes gomecistas y obstaculizado el avance diurno por causa de los vientos veraneros a contracorriente, hubieron de surcar el Meta de noche “corriendo el peligro de sus raudales, rosarios de rocas, que durante la época del bajante de este río, estaban al acecho para destruir embarcaciones”. Riesgo patentizado por la destrucción de una de las barcazas del cuerpo Arauca, al mando del general Asisclo Ramírez, desguazada contra los peñascos, con pérdida de armas y suministros, mas no de vidas humanas.
El Orinoco ya estaba a la vista. Más allá, pero más cerca, cada vez más próximo, el monstruo de Atabapo, Tomás Funes. Y detrás de él, con sus bridas de subyugación y avasallamiento, Gómez, siempre Gómez.
Menudos molinos de viento para el Quijote arevalero.