domingo, 20 de marzo de 2011

El Quijote arevalero


El prolegómeno discrecional




Emilio Arévalo Quijote (III)

( … ) es muerta la fe sin obras
Cervantes, Don Quijote, 1ra. Parte, Capítulo L

El duro pan y el ostracismo

                        Emilio Arévalo Cedeño llegó a Trinidad con el “entusiasmo inusitado” de su primer exilio. En el muelle proliferaban los venezolanos desterrados, rutina de cada vez al arribo de un navío desde la patria, aguardando por buenas nuevas. Allá, en esa ínsula británica, solo se apeaban las gacetillas ditirámbicas de Laureano Vallenilla Lanz y Andrés Mata, sonatas plumíferas en una prensa oficialista entonando loas al gomecismo y pregonando una Venezuela sinónimo de Babia feliz y despreocupada, amansada por el gendarme necesario, aquerenciada con el líder único. Las dictaduras siempre logran la adhesión venal de mercachifles y portavoces ataviados de cinismo y vesania. Los josevicentehoy de siempre.
                        Rápidamente lo cobijó la decepción. “El libro de mis luchas” prodiga la crítica acerba contra los pusilánimes: “Pero de todo se hablaba y de todo se pensaba, menos de ocuparse de venir al suelo de la Patria a pelear la libertad (terminando) con la ridícula tarea de asilados llorones, que se fueron al destierro para vivir de molicie, anarquía y quietismo”. Los viejos caudillos del liberalismo amarillo y de las revueltas federales llevan lo suyo por su egoísmo, torpeza, ceguera y constantes luchas intestinas bregando una absurda preeminencia (de “verdaderas Madamas de la Revolución Venezolana”, los bautiza). Dan ganas de vocear la trillada muletilla: cualquier parecido con realidades más anexas es pura coincidencia. Mención aparte le merecen Horacio Ducharne y Pedro José Fernández Amparam, caídos con honor en suelo patrio bajo la embestida dictatorial. José Manuel “El Mocho” Hernández también es encomiado por no claudicar nunca, ni siquiera en el lecho de muerte.

Unidad, unidad, o la anarquía os…

                        El guariqueño no daba su brazo a torcer. Parlamentó con unos y otros, esforzándose por modelar un esquema de mancomunidad a ultranza ante el enemigo gomero. Hasta Barbados se dirigió al enterarse de la posesión de un cuantioso pertecho bélico  en manos del ex dictador Cipriano Castro. Si bien ya las autoridades británicas lo habían decomisado,  “El Cabito” insistía en su posesión del susodicho armamento. El juicio arevalero es tajante ante el capricho del capachero de erigirse en mandamás otra vez como precio por su concurso: “Castro nunca perdió la costumbre de decir mentiras, costumbre a la cual hizo honor, pues estuvo mintiendo hasta la hora de su muerte”.
                        Impaciente, EAC obtuvo treinta fusiles y con igual número de voluntarios, abordó el bote “San Antonio” con intenciones de invadir. Una delación ante el cónsul gomecista en Trinidad consiguió alertar a los británicos y deshizo sus planes.

El aguerrido errabundo

                        El 6 enero 1915 se embarcó rumbo a Colombia, desembarcando en Barranquilla. La colonia venezolana allí adolecía de la misma modorra. Peripatético inveterado, Arévalo remonta el Magdalena, hasta el puerto de Gamarra, donde se agencia unas bestias y se encamina hacia el Arauca. Allí lo auxilia el doctor Carmelo París en su hato “Mata de Candela”. Mas la desorganización cundía entre los venezolanos, influidos por los vetustos caudillos y sus eternas desavenencias. Emilio Arévalo Cedeño desiste de ellos y se lanza a su segunda invasión.
                        El 29 abril 1915, con cuarenta máuseres, proveídos por asociados del doctor París, más otros tantos efectivos, la fronteriza población apureña El Viento lo vio pasar. Llevaba como segundo al coronel Luis Felipe Hernández. A los cinco días llegó al Capanaparo, donde se embarcó para, ya en el Orinoco, alcanzar La Urbana después de cuatro jornadas, ocupándola y apropiándose de algunos fusiles. Navegó, de seguidas, rumbo a Caicara del Orinoco derrotando a la guarnición allí apostada. Sin darse un respiro, pasó a Cabruta y de allí a Garcita, a pie en un lapso de quince horas, sorprendiendo a la fuerza comandada por el general Profeta Quero. Toda una blitzkrieg sabanera, pues.
                        Aprovisionado de bestias, marchó sobre Valle de La Pascua, caminando hasta veinticinco leguas tanto de día como de noche. Su terruño natal se rindió el 20 mayo 1915, poniendo en fuga al destacamento gomero allí acantonado. Enseguida, sin tomar aliento, puso proa hacia Tucupido, Zaraza y El Chaparro. Enterado de la presencia en Pariaguán, Anzoátegui, de un contingente gobiernero al mando del coronel Manuel Padilla, corrió a enfrentarlos pese a un cólico que a ratos parecía mortal.
                        Venciendo a Padilla, atravesó la Mesa de Guanipa y tomó Cantaura, procediendo, ipso facto, sobre San Joaquín y Santa Ana. Allí, en la oficina de telégrafos, dio con un parte de Padilla para Juan Vicente Gómez donde le refería haber dado cuenta del “faccioso Arévalo Cedeño”. EAC recordó sus días como telegrafista y, utilizando la clave secreta treintiuno, exclusiva para las comunicaciones confidenciales del hombre de La Mulera, le remitió un mensaje, supuestamente rubricado por el agente de la tiranía, donde se alegaba haber “capturado al faccioso y ladrón Arévalo Cedeño, suplicando a Ud. respetuosamente se sirva decirme qué hago con él”.
                        En medio del fragor de una ardua rebelión, EAC recalaba, muy venezolanamente, en nuestra acendrada tradición de la mamadera de gallo. Un instante de pequeño pero significativo solaz, en suma. Pero la cosa iba en serio. El ardor libertario y quijotesco de Emilio Arévalo Cedeño se enrumbaba, sin requiebros, hacia su cénit. No había escapatoria.
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