sábado, 29 de enero de 2011

La hora de los pillos




De jazmines y abriles
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Las imágenes en la tele no podrían ser más contrastantes. Por aquel lado, la rebelión popular en Túnez. Las masas despojándose del miedo natural y consuetudinario ante las tiranías, clamando libertad para progresar, para echar pa’lante en la vida. Vienen a la memoria la sublevación húngara contra la ocupación rusa en 1956; el pueblo caraqueño obligando a Pérez Jiménez a coger la trilla con sus maletas repletas de divisas en 1958; la primavera de Praga en 1968 y sus multitudes ansiando concederle un rostro humano al marxismo (cosa imposible, por lo demás); la insurgencia estudiantil china y la subsiguiente masacre en la plaza Tiananmén de Beiyín en 1989; las revoluciones de terciopelo amparadas por el glasnost y la perestroika dándole matarile al comunismo a finales de los 1980; en Belgrado, el pueblo serbio hastiado de matanzas y conflagraciones fratricidas propinándole un puntapié en su grasiento trasero al genocida Milosevic en  1990 y dele. En tiempo presente, en Túnez, frente al Mediterráneo, a pocas millas náuticas de Sicilia, este muestrario de la civilización árabe se empina, al fin, demostrando su ira, su “silla roja” en inglés (su a red chair) y su fatiga ancestral ante las dictaduras ladronas, sentando un ejemplo y amenazando de contagio a los regímenes fosilizados de la vecindad. ¡Autócratas árabes, temblad!

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Le doy al piripicho y mudo de canal. Me vengo a la antigua Tierra de Gracia. A la final del béisbol profesional. Los comentaristas de la caseta le dan el pase a las dos buenasmozas pechugonas ubicadas detrás del plato. Entrevistan las dos bellas al procónsul de la dictadura en la región. El susodicho —descendiente de árabes, mira tú— se muestra pomposo, petulante y verboso, tal cual su caporal. Su gelatinoso fundillo se  desparrama sobre la banqueta donde se explaya a semejanza de una foca almidonada. Su panza opípara y sus cachetes brillosos agreden la panorámica. Está próspero el fulano. La molicie, la prepotencia y la degeneración lo acicalan de autoplacidez, como una hiena harta de carroña. Pero hay algo raroso en el ambiente. Algo falta. Despliego mis orejas repletas de cerumen y lo confirmo: ni una pita, ni una rechifla, ni una protesta en el estadio ante la presencia echona del corruptín. ¿Qué nos pasó?, cavilo. ¿Es que no queda ni sombra ni rastro de aquel pueblo rebelde de abril? ¿Nos hemos sometido mansamente a este despeñadero palurdo, a diferencia de los tunecinos? ¿Para dónde cogió el bravo pueblo del himno homónimo, de la bandera de las siete estrellas y del escudo con el brioso caballo de pescuezo voltiao,  legado de  los forjadores de la nacionalidad? ¿Será que nos hemos resignado a que esta sinvergüenzura durará per secula seculorum?
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Solía yo escuchar reverencialmente las vivencias de los viejos de antes en tiempos de mi primera juventud. Relataban, valga el caso, el conformismo de la gente a mediados de los 1950 ante el empuje de la autocracia perezjimenista. El miedo se podía cortar en el aire con una navaja Stand, de las que usaban los barberos de gallos para amolarles las espuelas a los mentados plumíferos. La Seguranal había dado de baja a Leonardo Ruiz Pineda, a Antonio Pinto Salinas y a Antonio Carnevali. Y para colmo, había rial, mucho rial para corromper. Cuando Gómez la cosa había sido parecida. Todas las dictaduras se asemejan. ¿Pero y la de aquí y ahora?, preguntarán algunos. El actual despotismo dispone de la delincuencia (organizada o no), de  la fulana milicia, de los grupos paramilitares (como el frente Francisco de Miranda), de los cubanos, iraníes, fundamentalistas y comunistas de todo pelaje que nos colonizan, infiltrados hasta en la sopa. Hay miedo, pues. Se palpa en la atmósfera. Y hay rial, mucho rial para corromper. Sobre todo si te arrodillas y le rindes culto a la personalidad del corrupto supremo. Dan ganas de meterse a boliburgués.
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Pero llega irremisiblemente el instante cuando los pueblos se deshacen del terror y el pánico. ¿Quién dijo miedo? A las tiranías les toca su sábado cochinero también. La vorágine antiautoritaria parece haberse injertado ya en Egipto, la tierra de los faraones, el hilo fértil del padre Nilo, la cuna de civilizaciones. Llega a su fin la era instaurada por Gamal Abdel Nasser. Recapitulemos para quienes llegan tarde. Fue un coronel del ejército. Derrocó al corrompido monarca Faruk, bagazo del colonialismo inglés. Era de verbo fogoso y destemplado. Parecido en ese aspecto a Perón, por ejemplo, y más o menos al héroe del museo militar nuestro. Se declaró socialista. Forjó alianza armamentista con los rusos, aun cuando a posteriori apareció cimentando el movimiento de los no alineados junto a Nehru de la India y Tito de Yugoslavia. Recuperó el canal de Suez provocando la crisis de 1956 que, de casualidad, no produjo un enfrentamiento directo entre los rusos y los gringos. La tercera guerra mundial estuvo a la vuelta de la esquina. Nasser triunfó política y diplomáticamente en esa ocasión elevando su influencia en el mundo árabe, pero, bélicamente hablando, los israelíes le propinaron una felpa en ese 1956 y luego, en 1967, a raíz de la guerra de los seis días. Sus ejecutorias impregnadas de socialismo, o mejor aun, de estatismo,  provocaron una parálisis, un achante y una estagnación que perduran hasta nuestros días. A su muerte, en 1970, le sucedió Anwar El Sadat, asesinado en 1981 a manos de militares ultranacionalistas por atreverse a haber firmado un tratado de paz con Israel. Hosni Mubarak, mano derecha de Sadat, ha llevado las riendas egipcias por tres décadas, dándole duro al grupo integrista Hermandad Islámica, gozando de una alianza privilegiada con EEUU y Occidente pero —barajo con el pero— comportándose como todo un autócrata, con corrupción pareja e intenciones de heredarle el poder al hijo, igualito a los sátrapas de siempre, como el de aquí y ahora.
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Ojalá que Túnez, Egipto y todas las naciones árabes logren darle su tatequieto a estos especímenes del atraso y la arbitrariedad, consiguiendo así el camino a la democracia y la prosperidad para todos. Que no les suceda como a nosotros en aquel abril cuando, luego de regar las calles con sangre de mártires, unos militares culecos y felones reintegraron en el poder a cierto renunciado demagogo. Mucha suerte para el sufrido pueblo árabe en esta hora de esperanza. Inshalá.

domingo, 9 de enero de 2011

Emilio Arévalo Quijote (I)





Templetes oriundos
Emilio Arévalo Quijote (I)

por: Nicolás Soto

primero que el valor faltó la vida
en los cansados brazos que, muriendo,
con ser vencidos, llevan la victoria.
Cervantes, Don Quijote, 1era. Parte, Capítulo XL

Los libros
                            Aquel señor enjuto, de riguroso liquiliqui, enunciaba en su mirada algo vapuleada el rigor de los años ya desalojados. Yo era un chicuelo con algo más de un lustro vital pisoteado en este valle lacrimoso y lograba escrutar su magra silueta por los alrededores de la esquina de Alayón, en mi rumbo diario hacia el colegio del padre Chacín, en mi Valle de La Pascua natal. “Ese es el general Arévalo Cedeño”, cacareaba alguno de los zagales compañeros míos, pavoneándose por el hecho de saber y conocer, privilegio de los mayorcitos. Luego, a lo largo de algún día rebosado de pizarrones y partidas de metras, irrumpió la noticia: “Murió el general Arévalo Cedeño”.
Años después, las reláficas nostálgicas de quienes apacentaron su tercera edad en los mil novecientos sesenta y setenta, más la cauda de lecturas tamizando el ciclo de la hegemonía andina —“Gómez, el amo del poder”, de Domingo Alberto Rangel; “Oficio de difuntos”, de Arturo Úslar Pietri; “Confesiones imaginarias de Juan Vicente Gómez”, de Ramón J. Velásquez, entre otras— me forjó una cierta impresión de ese guariqueño paisano mío quien, imbuido de una terquedad quijotesca, se alzó repetidamente contra uno de los regímenes más férreos de nuestra historia.
No sería hasta mediados de los ochenta que pude abrevar directamente su propio testimonio. Los libreros informales alineados debajo del puente en la intersección de las avenidas Fuerzas Armadas y Urdaneta me depararon el acceso a los raciocinios de Emilio Arévalo Cedeño (EAC). Publicaciones Selevén, brazo editorial de 1BC y, por ende de RCTV, había  relanzado “El libro de mis luchas”, la autobiografía arevalera, bajo el más llamativo título de “Viva Arévalo Cedeño!” (sic).
La necesidad de notificar su verdad, así produjera escándalo, lo había llevado a dejar de lado la carabina y enarbolar la pluma para contar y explicar. Como el mismo Cervantes al instalar en boca de Don Quijote aquel inefable discurso de las armas y las letras,  edificando así una dialéctica del pensar y la acción, de la palabra como pólvora, de la verba como artillería. En la prolongada ristra de caudillos de nuestra historia, hombres de presa y milicianos de la rapacidad  casi todos ellos, la exposición de ideas, la relación pormenorizada de hechos y la fundamentación de procederes resultaban algo inaudito, más aun si lo hacían con ánimo y honra de demócratas y no como mero justificativo de ambiciones pedestres.
Una de las herramientas más precisas para dilucidar la verdadera esencia democrática o atrabiliaria del testimonio de un aspirante a héroe esclarecido es su lenguaje. Mientras más rebuscado y ofuscado, o, paralelamente, mientras más chabacano y vulgar —los extremos se juntan, válgame Dios— sea el verbo, el susodicho que lo ladra propenderá a ser más autoritario y dictatorial. En su “Libro de mis luchas”, Emilio Arévalo Cedeño reconoce no contar con el arte de un escritor nato, pero nos habla con un castellano escueto y eficiente, recalcando a cada instante su índole de demócrata irreductible.
El libro
                            EAC nos revela haber nacido en Valle de La Pascua, Guárico, el 2 diciembre 1882. Su padre, el general Pedro Arévalo Oropeza, combatió en la Federación bajo el influjo de sus ideas liberales y, a posteriori, decepcionándose de la corrupción imperante, decidió apartarse de la vida pública. Su madre, Dionisia Cedeño de Arévalo, descendiente de indígenas y bisnieta del prócer Manuel Cedeño, le inculcó al pequeño Emilio la bravura y el amor a la tierra propio de los Tamanacos.
                            Altagracia de Orituco lo vio discurrir sus primeras letras, en el colegio Roscio, demostrando buena disposición. Ya a punto de obtener el bachillerato en Filosofía, el plantel fue clausurado. Arévalo Cedeño, no obstante, encaminó parte de su energía hacia la pasión autodidacta, aprendiendo por su cuenta inglés y francés. “Al abandonar el Colegio, o el Colegio abandonarme a mí, me consagré al trabajo”, confiesa. El llano aguardaba por él.
                            Comerciante ambulante de bestias, tipógrafo y editor del periodiquito “El Titán” en Altagracia, bodeguero, cronista del semanario “Helios” en Río Chico, tratante en ganado y cueros. Actividades de sustento que lo llevaron a recorrer vastas porciones de geografía venezolana y a relacionarse con innúmeras personas. A finales de 1908 se encuentra en Caracas y presencia de primera mano los episodios conducentes a la caída de Cipriano Castro y el ascenso al poder de su futuro némesis, Juan Vicente Gómez. EAC siente el despertar de su anhelo libertario.
                            1909 lo consigue de telegrafista en Libertad de Orituco. En 1910 pasa a ser jefe de estación en la oficina de Caicara de Maturín. Allí se casa, enviudando a los nueve meses. Nuevamente se dedica al comercio de ganado en los llanos monaguenses, guariqueños y apureños.
                            Precisamente en una de sus travesías apureñas, en 1913, reencuentra a su prima Pepita Zamora Arévalo. El afecto de la niñez se tornó en amores y sonaron las campanas nupciales. No tardaría en sobrevenirles una larga separación.                          
                            ¿Cómo llegó Emilio Arévalo Cedeño a oponerse de manera tan drástica a la incipiente tiranía gomecista? El episodio desencadenante aconteció en ese mismo año decimotercero del siglo veinte. Transcurrido un lustro en el poder, el hombre de La Mulera había forjado un verdadero monopolio, no solo político, sino económico. El Estado era él. Y como en la existencia de Venezuela, desde la colonia y pasada la independencia, todo, absolutamente todo, siempre ha pertenecido al Estado, entonces todo, absolutamente todo, era propiedad de Gómez. Antes se le llamaba mercantilismo. Luego se le ha denominado estatismo. Por ahí hay quienes lo mientan comunismo del siglo 21. Todo es del Estado. Y el Estado es el Jefe, el Benemérito, el Amado Líder. La historia vuelve a repetirse, como decía el viejo tango. Las autocracias te quitan lo tuyo. Tus propiedades. Tu dignidad. A menos que te arrodilles. Todas las dictaduras se parecen. He aquí lo que le arribó a Emilio Arévalo Cedeño.
                            Ese mismo año 13 de marras condujo una manada de trescientos potros hasta Apure. EAC ambicionaba venderlos a buen precio, aun cuando ya el monopolio gomero se extendía como un pulpo séptico por doquier. En San Juan de Payara contactó a sus habituales compradores. Medrosos, los clientes confesaron su imposibilidad de adquirir las bestias. La orden era tajante: únicamente el representante de Gómez podía comprar los caballos, cancelándolos a su exclusiva conveniencia. Desobedecer esta arbitrariedad se pagaba con cárcel y hasta con la vida.
                            EAC se llegó hasta el hato La Candelaria. Negoció a precio vil con el general Eulogio Moros, procónsul gomero en Apure, la venta de sus potros. Arévalo Cedeño se prometió a sí mismo cobrar la afrenta que lo llevaba a la ruina. Simultáneamente, Gómez se hacía reelegir democráticamente por siete años más, gracias a un congreso genuflexo que lo habilitaba y lo rehabilitaba a tal fin.
                            Emilio Arévalo Cedeño decidió no soportar impunemente tanta desvergüenza.
( … )