Entre la bala fría y la papa caliente transcurre la temperatura de mi vida.
Pilón, ¿será verdad que los choros no comen chorizo?
Pilón, ¿será verdad que los choros no comen chorizo?
Arrebiates gastronómicos
Sesentera (V)
Uno podría darse por vencido, pero la fanfarria anaeróbica de las tripas me impele a coger la trilla. Haciendo de esas mismas tripas músculo cardíaco, me levanto del catre ametrallando al orbe con mis primeras flatulencias de la jornada, me enjuago el hocico disipando el último grumo disponible de Colgate con Previtol (“dientes sanos, aliento fresco”), me encasqueto los pantalones y la camisa producto de un fiado certero en Trajes Araujo frente a la plaza Bolívar (habré de dar un rodeo evitando que don Rubén me vea y me cobre), me ajusto la faltriquera sobre el voluminoso vientre que instiga a numeroso prójimo a confundirme con un próspero negociante y, chupándome los dientes con ínfulas de sinfonía sabanera, enrumbo mi adiposa humanidad rumbo al Hotel Central, calle Real entre Schettino y González Padrón.
Hace un calor de los mil demonios en esta hora del burro de este asoleado día veranero de mil novecientos sesenta y tantos. Paso por delante de la puerta del amplio caserón que aloja al afamado albergue. Haciéndome el papanatas, me le arrimo a la entrada del comedero, objetivo último de mi itinerario. Por más que le pongo empeño a pasar desapercibido, Corita Del Corral, la patrona, se apresta para dispararme uno de sus lapidarios chascarrillos. Pero, embalado y expedito cual tigre en los raudales (pese a mi corpulencia bataclana), me dejo divisar por el profesor M. quien me invita a compartir su mesa. El profesor M. acaba de llegar por vez primera no hace mucho desde su nativo oriente, y ya es fama entre sus alumnos del liceo Gil Fortoul que gusta sobremanera ser admirado por sus ternos relucientes (a veces me luce un tanto cual Musiú Lacavalerie cuando sale en la televisión pavoneándose con la muletilla: “Trajes Montecristo, distancia y categoría”), su carrote descapotable que le confiere un donaire fílmico, y el verbo filoso que ya lo ha hecho célebre al no arrugársele el copete para raspar al que no le estudie la materia. Mas, loada sea el ánima del Taguapire, el profesor M. me ha cobrado simpatía porque siempre lo entretengo con mis informados comentarios sobre las gentes del pueblo y, siempre que se da la ocasión, me arrima la canoa. Como hoy.
Corita reprime un rezongo desde la vera de los fogones. Pero aquí está ya doña Bartola Flores recomendándonos el menú para hoy. El profesor M. y yo nos decidimos por el hervido de res. El famoso hervido de res de Corita, alabado incluso por Simón Díaz en su programa del canal 5 “Mi llanero favorito” (¡caracha, negro!). Los mofletes se me congestionan con la saliva del apetito desatado, pero logro controlar el antojo prodigando al profesor M. con una actualizada comidilla sobre los hechos y personajes del pueblo. Corita no resiste la tentación y exclama: “A este Pilipilón Gorrín lo van a enterrar en fosa triple. Una para el cuerpo, otra para la lengua y otra aparte para la panza, bonete, libro y cuajar. ¿Cómo le parece, profesor?” Cualquier desprevenido pensaría que Corita me detesta, pero ella conoce de mi admiración por su cocina exuberante y, en el fondo, me tolera y hasta creo que de alguna manera me estima.
El hervido de res de Corita es un potaje primorosamente ejecutado, multicolorido cual paleta de pintor impresionista, de un olor barroco que enardece las papilas gustativas y, utilizando un vocablo de raigambre romulera, multisápido mas no periclitado. El ocumo, el ñame, la auyama, la yuca, el ajoporro y el berro flotan sensualmente evadiendo con elegancias de bailarina cimarrona los ávidos cuchareos de este servidor al buscar relamerme con la textura refinadamente salobre del caldo, excelente para levantar a Lázaro de su tumba y a un enratonado borrachín a las cinco de la mañana. Sin perder el acoplamiento entre la placentera conversación con el profesor, Corita y los otros comensales que me escuchan alabar con verbo florido el condumio, desmenuzo en pequeños trocitos la carne tierna de res acompañándola con recatadas mordeduras a un lozano jojoto unareño y a unos retazos de pimentón que osaron ocultarse entre la placidez de las verduras. Un potingue digno de monarcas. Y el colmo de las tentaciones para un débil mortal: Corita nos obsequia con un picante lechoso de Píritu que le prodiga al sancocho un brío de sazones indescriptibles. Rociado el todo con par de tercios de cerveza Caracas (“lo tiene todo: sabor alegre, color de oro”) y un quesillo recubierto de un delicado caramelo criollo que se me deshace en la boca al son de una profusión de perlitas voluptuosas. Colofón de colofones: Corita pasa del resquemor inicial al halago ruborizador, gracias a mi verba de poeta pueblerino, y me adoba el humeante guayoyo con tres toques de brandy Martel (“pura uva, puro brandy, puro Martel”). El profesor M. paga la consumición y arranca presto prestísimo a sus clases.
Venzo la tentación de sobarme el vientre (mas no la de chuparme los colmillos) y me doy a la calle. Doblo en la esquina del Banco Unión hacia el sur. Cuando paso frente al Hotel Comercio recuerdo la blandura de los escalopines al vino que degusté gracias a la recomendación de don Rosalino y a la prodigalidad del doctor P. y pienso en mis próximos retos sibaríticos: ¿quién me obsequiará una jugosa parrilla de solomo con chinchurria, más yuquita frita y rica guasacaca, donde Generoso? ¿Quién osará convidarme a una adobada y suculenta arepa rellena de cochino horneado en el puesto de Pulido al lado del Manapire? ¿Quién me invitará donde Pedro José, el rey del colesterol (según lo bautizara el doctor Caldera), a tronarnos la muela al son del copioso mondongo, el teretere y los chicharrones con pelos?
Por la boca muere el pez. Y por tragar y tragar vive Pilipilón Gorrín, vuestro goloso gourmet provinciano. Pásenme las cachapas y el suero, por el amor de Jesucristo.